miércoles, 15 de diciembre de 2010

Alejandro Suárez Antonovitch: el dibujo que narra

Estos días, me he marchado de viaje a Manticodela, el bloc / blog de dibujo de Alejandro Suárez Antonovitch (Gijón, 1984).
“Refugiado 1”, Alejandro Suárez Antonovitch

No es mal sitio para perderse, créanme. Alejandro Suárez Antonovitch ubica Manticodela (el paraíso buscado y nunca encontrado) en las proximidades del Mar Rojo, en el límite de la gran cascada y los jardines colgantes. Es un lugar cautivador que te invita a errar a través de él; porque, allí, la tierra se vuelve sobre sí, cual si fue ra papel, y Alejandro la emplea como bloc de dibujo…


“Dunas y tetera”, Alejandro Suárez Antonovitch

… O como el cuaderno de viaje de su propia vida, pues este bloc / blog, sobre todo, ilustra un camino, una evolución; ilustra cómo trabaja este ilustrador de textos literarios, creativo en documentales, en publicidad, y en estudios de fotografía; ilustra su estilo originalísimo; su versatilidad; sus gustos (el jazz, el tango, la escultura, los caricatu ristas de los años cuarenta; la cultura japonesa; la pureza del desierto; el blanco y negro; lo policiaco; las expresiones faciales; la ciencia ficción; el encanto de los bares; el cómic; los tipos urbanos)…

Alejandro Suárez Anton ovitch es un ilustrador ilustrado. Sus estudios de Filología Hispánica, música (es saxofonista), animación en 3D, videojuegos… y sus lecturas de todo tipo (narrativa, cómic, poesía, mística, ensayo…) le han aportado líneas de pensamiento que también asoman a sus dibujos y los perfilan ─además de con los trazos limpios y rápidos de su mano─ con esa otra clase de trazos que se ven con los ojos de la mente. Para mí, Alejandro es un Borges de las artes plásticas; un Escher que se hubiera metido a literato, para narrarles a los ojos cuentos enigmáticos.


“Miscelánea de tal cosa y tal otra, 3”, Alejandro Suárez Antonovitch

Su cuaderno de dibujo masculla, cuenta, relata. Sus puntos son metáforas, amargos posos de té que se convierten en un alfabeto. Sus personajes se metamorfosean. Sus ojos se convierten en lunas. Sus dunas se convierten en mantos. Sus sombras se convierten en trazos… Cuanto más tangible me parece algo, más abstracto se torna a la segunda mirada y más pronto se llena de un sentido más hondo que aquella realidad que presentí.
He estado pensando en Alejandro estos días, mientras andaba perdida por los laberintos y las bibliotecas de “Kafka en la orilla”, del escritor japonés Haruki Murakami. Alejandro acudía a mi cabeza no sólo porque es amigo del Japón; no sólo porque el arte también es para él una cuestión de naturaleza moral o porque suele ir con un libro en la mano, como el protagonista de “Kafka en la orilla”, sino por coincidencias en los gustos e influencias literarias que he encontrado entre este dibujante y el autor de la novela: el amor por “Las mil y una noches”; las metamorfosis kafkianas; las afinidades con Borges y sus laberintos…



“Los últimos cien metros”, Alejandro Suárez Antonovitch

Conozco personalmente a este artista febril. He visto en acción más de una vez su lápiz mágico y la tinta fantasiosa de su pluma. Lo he visto a él ─sentado al borde de un libro, de un saxo o de un acantilado─, atento a las mismas olas que yo contemplaba; a las mismas rocas; a los mismos pájaros; a la misma luz; a las mismas flores de montaña… pero viendo otras muchas cosas que aparecen sólo cuando él las mira. Si Alejandro dibuja el pan que come el viejo pescador, ese pan que asoma en su cuaderno atrapará la miga entre las hojas, y el sabor a vino, a miel, a vinagre…
Viaje a Manticodela es el ojo de buey a través del cual Alejandro S. Antonovitch nos permite mirar ese bloc de papel y el portafolios virtual de su ordenador, y probar el sabor variopinto de sus creaciones, de sus dibujos, de sus máscaras, de sus animaciones, de sus trajes, de su galería de retratos, de sus viajes, de sus ingenios…

Clint Eastwood, tal como Alejandro lo veía a los diecisiete años

No puedo proporcionarles ningún mapa; porque en la siempre distante Manticodela no hay senderos marcados. Aquí, todo se mueve. Igual que en el cuaderno real parecen en ebullición hasta las hojas en blanco, en el virtual nos preguntamos: ¿a qué guerra, a qué frontera, a qué camino nos llevará Alejandro mañana? ¿Nos conducirá a un arrozal en Indochina, a una taberna galáctica, a un libro juvenil, o al entierro de la sardina en un cartel de carnaval?... ¿Nos echará a volar sobre las olas o nos encerrará en las cárceles de arena en que están encerrados los saharauis?


Este artista siempre anda pergeñando un camino distinto, una criatura nueva. Su galería de personajes es amplísima. Tan pronto nos presenta a Lawrence de Arabia como a Clint Eastwood. Lo mismo nos retrata a un pistolero, a un refugiado, a un superhéroe de videojuego, a un minotauro cubista, al detective de una novela negra, a un piloto del futuro o a un cowboy, que a la gente de todos los días: el cara-culo; el hombre perro; el perro hombre; los hombres gamba… ¿Por qué no? Alejandro diseña personajes originalísimos, por el placer de inventarlos. Sabe poner fantasía en lo real y darle realidad a lo imaginario. Se mueve con soltura por el cómic y por los videojuegos; por las experiencias extremas de la humanidad; por lo bello; por lo horrendo…

Etiopía”, Alejandro Suárez Antonovitch


En fin, que les recomiendo que se pierdan por los laberintos de Manticodela.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Tramas tramadas en “Kafka en la orilla”

─Así pues, piensas escaparte a otro libro, ¿no? ─me pregunta la mujer llamada Villa-Dios─. Piensas abrir “Kafka en la orilla”; quedarte en trance, moviendo las pupilas de izquierda a derecha; imaginar que eres un escarabajo volador o algo por el estilo, y adentro, como siempre, a vivir experiencias absurdas.

─No tan absurdas ni tan como siempre ─contesto─. No se encuentra un libro como este cada día. El argumento parte de un suceso anormal cuyas causas no se explica nadie: el desmayo colectivo de ocho niñas y ocho niños japoneses de nueve años que, en 1946, durante la guerra, buscaban setas en un bosque acompañados por su maestra. El escenario de esos dieciséis niños inconscientes diseminados por el bosque parece irreal, pero esta trama (el hilo conductor de la novela… hasta que se reconduce) tiene una forma realista: los informes confidenciales con que el Ministerio de Defensa de los EEUU trata de aclarar el misterioso incidente.

─Y, en todo ese fregado de secretos de guerra, ¿tú quién te crees que eres? ¿Qué es eso que escribes como si te fuera la vida en ello?

No respondo. Ella sabe muy bien que, en esta trama, me identifico con los investigadores; y que, por lo tanto, el presente documento (catalogado como “Estrictamente personal”) podría ser tomado por un informe.

La mujer llamada Villa-Dios no puede aguantarse la curiosidad. Al cabo de un rato de tenso silencio, pregunta:

─¿Y dónde está la clave del misterio?, ¿en Satoru Nakata, el único de esos 16 niños que no recobró la conciencia a las pocas horas?

Asiento.

─¿Y no sabes tú, acaso, que el realismo se esfuma gradualmente, a medida que la conciencia de ese niño se aleja de su órbita? Creo recordar que la trama realista desaparece del todo en el capítulo 12, cuando la maestra confiesa lo de su menstruación; después, a los lectores sólo les queda errar como mariposas por las lindes del ámbito de la conciencia.

─El capítulo 12 ─afirmo, estremecida por su fuerza─ explica muchas cosas. Me atrevo a pensar, incluso, que esa sangre es la razón de que el niño se esconda entre los libros de su biblioteca mental y no despierte... por el momento. Como dice el refrán, la letra con sangre entra.

─Pero las letras que entran aquí son ficticias. La mente de ese crío que nos sirve de marco (MARCO 1) se las imagina; y no sólo las letras: fragua incluso hasta el aire que respira el otro, Kafka Tamura… Lo malo es que el dibujo que el subconsciente de Satoru hace de sí mismo ─como un pintor rupestre en lo más hondo de su caverna─ es un monigote simbólico que, o mucho me equivoco, o no se le parece ni en la sombra. Es como si Satoru Nakata se inventase a Kafka Tamura y le entregase el alma a ese nuevo protagonista de su vida con el único objeto de quedarse él, para siempre, instalado en las tinieblas.

La mujer llamada Villa-Dios se ha ido enardeciendo poco a poco.

─En eso, te doy la razón ─replico yo, pensativa─. De la bifurcación del protagonista en adelante, sólo podemos lanzar hipótesis (como les sucede a los médicos de la trama anterior); pero, para mí, Kafka Tamura no es un personaje secundario de esa novela, es el protagonista de otra. Si me identifico con él, soy muy diferente al sumiso Satoru: no tengo 9 años, sino 15, recién cumplidos; mi carácter es más agresivo; soy enigmático y solitario; carezco de casi todo, salvo de contradicciones internas, obsesiones sexuales y profecías desfavorables. Me resulta muy difícil distinguir realidad y sentimientos, por eso, levanto muros a mi alrededor, pido permiso para imaginar, y solamente sigo los consejos de alguien muy parecido a ti: el joven llamado Cuervo, que me habla desde dentro de mi mente (MARCO 2), como si fuera la voz de mi conciencia… Otra bifurcación, ¿no te parece?

La mujer llamada Villa-Dios parece estar analizando cada una de mis palabras:

─¿Bifurcación? ─suspira, con aire condescendiente─. Yo le llamo a eso sentido común, que falta te hace. Eres un chico inteligente y leído, pero no sabes nada de Saturo, ni quieres saberlo. Te has escapado de casa; te has marchado a una ciudad desconocida y te has escondido como un ratón de biblioteca. Fuera, el tiempo tiene un peso muy distinto, pero tú no quieres verlo. Te niegas a darte cuenta de que la sospechosa tonalidad del cielo puede ser el resplandor de otro mundo (que es menos “otro” que el mundo en el que estás, por cierto) o de que la sirena de la ambulancia que oyes está mucho más cerca de lo que piensas. Con tal de huir de ti mismo y de la sangre de tu maestra, te has cambiado hasta de nombre.

─Kafka. Me he puesto Kafka en honor al absurdo... ahora, sí.

─¿Y cómo no vas a vivir un absurdo si te has instalado en el limbo borroso de tu cabeza? Lo malo es que la cosa no mejora en absoluto cuando te identificas con el viejo Nakata. Si la trama de Kafka Tamura te parece surrealista, ésta otra te va a aparecer fantástica. Un buen día, Nakata despertó del coma, tras haber estado muerto tres semanas, y se encontró tan fuera de la realidad como estaba Kafka. Tras olvidar todo lo que sabía, la mente de Nakata (MARCO 3) está sumergida en un mundo sin pies ni cabeza que le obliga a soñar con la media sombra que le falta, e ir a buscarla. Mira que es raro, Nakata, ¡ostras!

─Es la otra rama de la bifurcación. Tal como hacen los dioses griegos, Murakami parte en dos a su personaje. Aunque son como la noche y el día, Kafka Tamura y Nakata comparten el alma del niño de las setas. El contraste es muy hermoso. Hasta las aventuras que viven son opuestas. La del viejo Nakata es una persecución fantástica, con peligros a lo Indiana Jones; Kafka Tamura, en cambio, busca un rincón apacible entre el vacío y el vacío para escapar de la media sombra que anda buscándole... al menos, hasta que encuentre fuerzas para aferrarse a la pared del tiempo.

─¡Pedazo de cojones podridos! ─grita, con impaciencia, la mujer llamada Villa-Dios─. Me extraña que esta dualidad (dualidad de dualidades si contamos a Hoshino y al joven llamado Cuervo… y a ti y a mí) te resulte tan fácil de imaginar.

─Si tú y yo nos incluimos, ya sería una trinidad. Tres ramas dobles.

La mujer llamada Villa-Dios lanza un bufido.

─Tú eliges: entrar o no entrar, aquí está el libro; pero perdóname primero que te diga que no te veo tan fuerte como para aguantar tal campo de batalla en tu cerebro. No olvides que estamos hablando de odiseas engendradas por el pensamiento, en las que no hay más remedio que mantenerse alerta y pensar por uno mismo. Demasiadas hipótesis para que tu cabecita las discierna de una vez. No te veo tantas luces. ¿Y qué harás contra la paradoja de que dos personajes ─que, según tú, proceden de un original─ sepan uno del otro a edades tan distintas? Tú, que siempre vas buscando el pelo a un huevo, ¿no vas a quejarte, ahora, de la distorsión temporal? ¡En vaya embolado te acabarás metiendo! ¿Puedes hacerte una idea de lo difícil que va a resultarte encontrar algo del resignado e inteligente niño del bosque en esas otras dos creaciones subconscientes? ─me pregunta, ofuscada, la mujer llamada Villa-Dios.

─Ahí está el reto ─asiento─: lanzado, directamente, a mi imaginación. Será como buscar la figura escondida. Mi mayor responsabilidad como lectora es imaginar. ¿No es eso lo que hace el protagonista? Un día, de repente, mientras coge setas, ¡zas!, ve caer el telón y sólo le queda la imaginación, ¿lo captas? La mente inconsciente de Satoru se inventa otra que viva en su lugar (Kafka) y la mente de Nakata, vacía como la muda de un reptil, sueña con recobrar esa ficción. Por eso, mientras los científicos remueven cielo y tierra para sacar del coma al niño de las setas ─trayéndole a sus padres y a su gato (¿qué decías de conexiones?)─, ese adolescente y ese viejo viven (¿tendría que usar el singular?) cada cual su propia historia. Para subsistir hay que hacer lo que sea, incluso reconstruir nuestros fragmentos y edificar con ellos una vida mental que nos parezca auténtica. Si no hubiera ventanas para mí, tendría que abrirme una en el corazón. Hay quien construye mundos de reemplazo con unos cuantos
símbolos y mitos y unos pocos recuerdos. La mente enciende el interruptor, y luz se hace. Cuando no hay viento, sopla… y la flauta suena. De repente, surge el mundo. ¡Pues sí que estamos apañados! ¿Sin imaginación?: todo manga por hombro. Tú misma no eres más que una ilusión. Se ve que tengo que madurarte un poco y ponerte en tu sitio, porque das demasiado la tabarra, mujer llamada Villa-Dios. Te puesto ese nombre por eso: porque, si creo que existes, existes; si creo que no existes, no existes. Da Gracias a Murakami (que, en español significa Villa-Dios) por prestarte el universo. Así pues, decidido: abro la puerta de entrada de “Kafka en la orilla”. Para entrar, hay que abrir.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Los míticos mitos de "Kafka en la orilla"

─¿Me estás diciendo que, en tu opinión, lo que hace Saturo Nakata, el protagonista desmayado de “Kafka en la orilla”, es echar mano de lo que hay en su subconsciente para reinventarse como Kafka Tamura? ─me pregunta la mujer llamada Villa-Dios.
Asiento.
─Ése es el mecanismo de la creación artística: tomar lo que ha absorbido nuestro cerebro, que es una esponja, y relacionarlo de forma distinta. Murakami, el autor, recurre, incluso, a los iconos que se han colado en la mente de su personaje a través de los mensajes subliminares de la publicidad, ya representen a una marca de whisky o de pollo frito. El personaje principal de su novela echa mano de la música, la poesía, las películas, los libros y los recuerdos que tiene grabados en el alma, los convierte en símbolos, y se reinventa dentro de un mundo inventado también.
─Pero el niño del que hablamos está inconsciente, en el bosque; así, ¿cómo va a inventar nada? ─me pregunta la mujer llamada Villa-Dios.
Le lanzo una mirada de impaciencia.
─Los símbolos apenas nos necesitan ─contesto─: son imágenes que se ponen de pie y se echan a andar por sí mismas para re-crear el mundo. Lo importante es que, detrás, subyazca un mito: si hay mitos escondidos en alguna parte, habrá creación… Bueno, escondidos, escondidos… Murakami no los esconde. Su libro es un bosque de mitos tan frondoso que, más que con oraciones, parece estar escrito con enigmas.
─¿Qué es eso de los mitos? ─me pregunta, con ojos intrigados, la mujer llamada Villa-Dios.
Parpadeo un poco incómoda. Con tantas interrupciones, no terminaré nunca esta entrada del blog. “Kafka en la orilla” es un libro denso. Debo tomar nota detallada de demasiadas cosas y sé que me llevará mucho tiempo acortar la lista de lo importante. Aún así, le respondo:
Los mitos son esas historias que no necesitan voces que las cuenten, porque están en los genes de todas las historias. Cada cual los interpreta a su manera; pero, sea cual sea nuestra edad, todos los entendemos, porque nos vienen dados como herencia. Se han instalado en la raza humana como un mecanismo secreto; pero, cuando son necesarios para edificar o para comprender lo edificado, muestran el lado oculto del iceberg y salen a la órbita de la conciencia.
─O sea que, a la que te das cuenta, los mitos dan brillo a tus recuerdos congelados y, si tienes pocos, por edad o por lo que sea, te cuelan la memoria de la sociedad en tu memoria propia.
─Va por ahí la cosa. Aunque sólo sean la sombra de lo que eran (la mitad de la sombra), los mitos siempre conservan su fuerza antigua. Inspiran, motivan, despiertan. Tienen un poder inmenso. Hacen que los mundos crezcan como setas y ponen en movimiento las sensaciones, igual que si viviéramos experiencias auténticas. Los mitos hacen llover sobre nosotros arenques rojos para que nos olvidemos de que, en realidad, nos está sepultando el barro. Consagran la ambigüedad y la contradicción. Son como copos de nieve de un reluciente color negro. Expanden o contraen el tiempo y la distancia según necesidades del usuario. Fluyen aquí y allá, repartiendo energía. Dan con su varita mágica en nuestros circuitos, y materializan nuestro subconsciente. Para desmoronarlo y reconstruirlo todo, los mitos no hacen más que repetirse. Así es como enredan, recomponen, confunden, transforman y hacen que ocurran cosas sin haber ocurrido... cosas como la historia de Kafka Tamura.
La mujer llamada Villa-Dios alza la vista al cielo y dice, pensativa:
─Mira que es raro Kafka Tamura, ¡ostras! Imagino que el subconsciente del niño de las setas, Saturo Nakata, habrá necesitado mucho mito para convertirse en un bicho tan raro.
Asiento de nuevo.
─Mucho es decir poco. Murakami hace un mito de los mitos. Supongo que será por eso (porque es uno de los pocos autores que consigue aunar la fuerza de muchos mitos sin ponerse pesado) por lo que esta enigmática historia ejerce sobre mí un poder de atracción tan inmenso. Los símbolos son, aquí, realidades en sí mismos. Para Kafka y para Nakata, lo real es la metáfora.
Respiro hondo y le pido a la mujer llamada Villa-Dios que me deje continuar subrayando los mitos de “Kafka en la orilla”.
─ ¿Qué vas a subrayar?, ¿no has estado atenta? A la orilla de esta novela vienen a batir mitos como el de la caverna que absorbe las conciencias y las hunde en las sombras; la proyección del espíritu; los mundos paralelos; el laberinto que forman nuestras vísceras, correlativo al bosque en que nos extraviamos como Hansel y Gretel; el viaje del héroe, correlativo a su odisea interior; el hombre como microcosmos, pues dentro de sí mismo lo contiene todo, en forma de símbolos (los rayos, el mar, las rocas, las tormentas de arena)… ¿Todavía quieres más mitos? Aquí tienes la muerte y su danza macabra; la vida como un río por el que todo fluye; la profundidad del abismo; el deseo de regresar al vientre materno; la sangre derramada; el dolor como cruz y como ancla; ese amor… ¿cómo lo definiría?
─El amor al que le canta Joaquín Sabina; que, si no muere, mata; y, si no mata, muere ─le digo.
─Tú lo has dicho ─asiente ella─. No te vayas todavía, que aún hay más: el temor de ser abandonados; el miedo a convertirnos en estatuas de sal si miramos atrás o el de desaparecer de un soplido si miramos adelante; la eterna duda de si estamos haciendo lo correcto; la necesidad de “asesinar” al padre; el triunfo del débil; la luz contra la sombra; la correlación entre mundos distintos; el perdón; la ira; el judío errante; el ladrón de almas; la espada desenvainada; el mundo del revés; los caminos borrados; la muerte como disolución
La veo tan sin aliento, que le tomo el relevo, ampliando la lista:
─las metáforas recíprocas; la perfección del círculo; esa nada tan llena de símbolos que nadie ha leído y de acordes que nadie ha escuchado; el caos que causamos con un aleteo; los recuerdos importantes que acabamos, siempre, convirtiendo en símbolos…
La mujer llamada Villa-Dios mueve la cabeza arriba y abajo.
─Es una propuesta interesante; los marcos de los que me hablaste ayer. El protagonista de esta novela inventa al protagonista de otra novela que esta primera lleva dentro de sí misma ─suspira con un aire de lo más pensativo, y me pregunta─. ¿Con qué podría tu mente encender su interruptor e iluminar, dentro de ti, un reino tan lejano que tu yo fuese otro yo y tu vida otra vida?
─ Imagino que revolvería el cajón de las cosas inolvidables y que buscaría en él algo que, alguna vez, me hubiera hipnotizado.
─ ¿Algo como qué?
─ Ya te lo estoy diciendo ─respondo, un poco harta de sus interrupciones─: algo como algún mito. Para re-crear el mundo hay que elegir los mitos. Ahora, haz el favor, déjame seguir buscando los mitos de Murakami; ya elegiré los míos cuando llegue el momento.
Pero la mujer llamada Villa-Dios no se da por vencida.
─ Mil perdones ─me suelta, herida en su orgullo─, pero cuando llegue el momento no creo que sea tan fácil elegir. Ya has visto lo que le pasa Kafka Tamura; de modo que contesta, ahora que puedes.
Por mucho que lo intenta, la mujer llamada Villa-Dios ya no consigue disimular su entusiasmo.
─¡Juguemos a ese juego! ─exclama─. Vaciemos el cajón de todas esas cosas que se nos han grabado a cincel en el cerebro.
Levanto la vista de mi cuaderno y pronuncio, de memoria, una frase de Murakami que acabo de copiar.
─"A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar". Ésta levanta ondas en mi corazón ─suspiro.
La mujer llamada Villa-Dios se asoma a la hoja por encima de mi hombro y, arrastrando las palabras muy cerca de mi oreja, lee en voz alta:
─ La oscilación de un pendiente de cerezas; el “aibó, aibó” de los siete enanitos; el rincón más soleado del jardín de casa; mi almohada, cuando huele a luz del sol; la voz de mis hijos; mi familia, mi madre y toda la pesca; los gritos de las ranas de la charca; el rumor de la lluvia y del mar; el olor de mi encina; el vuelo nocturno que hago en cada sueño; Comala, mi ciudad invisible; aquello que toqué hace mil años y que todavía me quema las manos; unos cuantos recortes de mi blog; mi primer diario; mis escritos; los libros que leí; los cuadros que miré; las películas que vi; la música que suena; un par de lagartijas, como acordes; la sangre de mi primera regla; mi grito de “Allá voy”, cuando hace falta darlo; el “!No se vayan todavía, que aún hay más!” de los dibujos animados… Aquí se acaba la página. ¿Es verdad que aún hay más? ¿Te queda, por detrás, algo importante? ─me pregunta la mujer llamada Villa-Dios.
Yo, que no tengo tiempo para sumirme en profundas cavilaciones, cierro los ojos y niego con un movimiento de cabeza; pero, en ese instante, veo una cosa impresa detrás de mis párpados.
─“Kafka en la orilla” ─exclamo, asintiendo ahora─: este libro. Es un mito hecho de mitos. Además, dentro de sí contiene tantos libros, que es, por sí solo, una
biblioteca conmemorativa.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

La biblioteca conmemorativa "Murakami"

Murakami elige una biblioteca conmemorativa como principal escenario de “Kafka en la orilla” porque su novela es un homenaje a toda la literatura; especialmente, a la japonesa y a sus libros más antiguos y olvidados.

Como todo en esta obra, también la biblioteca es un sendero bifurcado, pues se desdobla en varias: la biblioteca conmemorativa Kômura, en la ciudad (especializada en tanka y, por tanto, tan llena de simbolismo como la cabeza de Satoru, el niño inconsciente); la biblioteca de la cabaña, a los pies del bosque (llena de conocimientos, pero más “occidental”, como la cabeza de Kafka Tamura); y la biblioteca del claro del bosque (tan vacía como saldrá de allí la mente de Nakata cuando el niño del bosque despierte)… Todas ellas son lugares tan idóneos para el recogimiento, que también yo me he quedado a vivir algún tiempo en este particular almacén de belleza y de sabiduría. Más allá de sus puertas ─las cubiertas de esta novela─, puede borrarse el mundo, volver a dibujarse de otra forma, y empezar a latir, únicamente, entre las páginas de los libros.

Según algunos autores, los primeros tanka se escribían en un abanico y su utilidad era transmitir entre los amantes mensajes que sólo entendieran ellos. Kafka y Nakata ─esos dos personajes disgregados del protagonista inconsciente, como si formasen parte de un jardín de senderos que se bifurcan─ únicamente podrán conectarse entre sí si agitan ante sus ojos el abanico de esos libros que son puertas a otros mundos; puntos de contacto entre distintos niveles de la mente, las culturas y el tiempo.

Eso es, precisamente, para mí, “Kafka en la orilla”: una biblioteca conmemorativa que nos abre las puertas al mundo de la literatura. Su simbolismo parece capturado de algún sueño. Cuando abro esta novela ocurre algo, aunque yo todavía no sepa qué. De entrada, el tiempo desaparece y mi sombra se despega de mis pies. Da un poco de miedo, porque “Kafka en la orilla” emite, como el bosque del que habla, un hipnótico olor a peligro. Lo curioso es que, a pesar de ser profunda como un abismo, esta novela resulta divertida y fácil de leer. Es como un viejo sueño con múltiples significados que conecta conmigo a través de no sé qué túnel profético. Me deja inmersa en algo maravilloso que, a la vez, queda en mí, muy adentro, en ese pozo sin fondo en que no existen las letras. Quizás no es muy exacto llamarle libro a esto. “Kafka en la orilla” no es una novela, es la biblioteca conmemorativa de Haruki Murakami, como he dicho. Me basta con dejarla junto a la almohada para que me abra la puerta a otros libros que ahora nombraré.

Porque, así como el protagonista se refugia dentro de una biblioteca, en esta novela encuentran refugio muchas obras literarias. Ya he mencionado “El jardín de los senderos que se bifurcan”, ese cuento de Borges que habla de mundos paralelos y que yo presiento en estas estanterías (aunque, el tomo, no lo llego a ver). La estructura de “Kafka en la orilla” recibe también la influencia de “Las mil y una noches”. La versión de Burton es el primer libro que Kafka Tamura lee en la biblioteca conmemorativa… ¿Leería ese libro, antes de desmayarse, el niño del bosque o se lo estarán leyendo, ahora, junto al oído, para que recupere la conciencia? Sea como fuere, las tres tramas de Murakami parecen fluir de sus marcos concéntricos. El protagonista se encuentra dentro de un recipiente llamado yo; y, dentro de él, hay otro recipiente, y otro… A
sí es como yo me lo imagino: el niño del bosque tarda en despertar, precisamente, porque su mente se esconde en su biblioteca interior (todos llevamos una dentro) y, revolviendo estanterías, transforma a la persona que es ─Satoru Nakata─ en personaje ─Kafka Tamura─… Mil perdones: transforma al personaje de Murakami en per-personaje, mejor dicho.

Hasta el nombre de esta re-creación ─Kafka─ sale de los libros que el protagonista lleva tatuados en el corazón. Porque este gran lector ha leído a Kafka, por supuesto (le fascina “La colonia penitenciaria”). En mi opinión, no sólo adopta el nombre de este autor porque se haya ganado a pulso un significado propio (lo kafkiano ha venido a calificar lo absurdo con más información y más matices que la palabra “absurdo”), sino porque Kafka nos hace creer en una literatura con realidad propia, no como alegoría o como metáfora. Nuestro héroe, un día, se levanta y ─como fruto de una metamorfosis instantánea, sin intervención propia (que sepa él) ni evolución que le vaya llevando al presente─ se encuentra convertido en Kafka Tamura.

Su conflicto central ha salido, pues, de las tragedias griegas: héroe arrastrado por el destino hasta la otra orilla (esta biblioteca). Es de estas tragedias de donde salen las funestas profecías que obsesionan a Kafka Tamura. En los estantes de la biblioteca en la que se refugia, vemos obras de Eurípides, Esquilo, Sófocles, Homero, Platón… Las amenas tertulias con el bibliotecario nos harán presentir la presencia de Ulises; de Electra; de Edipo; de Casandra

Quizás Kafka Tamura encuentre, en lo que lee aquí, alguna explicación para lo que le ocurre. Podrá empezar por fijarse en los espíritus vivos del Genji Monogatari; en los “Cuentos de la lluvia y de la luna”, de Veda Akinari; en “El minero”, de Natsume Sôseki… En las estanterías de esta biblioteca hallará muchos clásicos de la literatura japonesa. También podrá echarle una ojeada a La Biblia y entresacar escenas del Apocalipsis. O buscar alguna luz en los análisis del subconsciente de Freud y Jung. O ampararse en lo que T. S. Eliot llamaba “hombres huecos”. Y, si lo que busca es una explicación social, podrá echarles un vistazo a aquellos párrafos de Rousseau en los que afirma que la civilización nació cuando la raza humana empezó a levantar barreras. O acordarse de los soldados desaparecidos, de los cadáveres congelados de las guerras, de las matanzas a gran escala, y leer sobre la campaña que Napoleón llevó a cabo en Rusia o sobre el juicio de Adolf Eichmann, el “Ejecutor”, siempre a la sombra del sueño perverso de Hitler…

“Sí, pero ¿qué ocurre si, un día, no encuentras ni un solo libro en esa biblioteca?”, me preguntaría, en esa coyuntura, la mujer llamada Villa-Dios (también yo me he hecho con un álter ego, para el caso). ¿De qué echarías mano si no te ves en una biblioteca llena (Kafka Tamura), sino en una biblioteca vacía (Nakata)? Sería una buena pregunta; porque nuestro héroe, un día, se levantó y ─como fruto de una metamorfosis instantánea, sin una evolución que le hubiera llevando al presente─ se encontró convertido en un idiota. Había perdido su memoria de los libros y su facultad de leerlos, y había acabado siendo un viejo analfabeto, más vacío que una bañera cuando le quitas el tapón. No entendía historias largas ni razonamientos complicados. No recordaba “Las mil y una noches”, de Burton, ni los cuentos tradicionales de Charles Perrault o de los hermanos Grimm… Aún así, según la hipótesis que lanzo aquí, los libros le habían dejado su impronta; si no, ¿por qué ─también de pronto─ sueña con volver a leer?

Aunque siempre va muy limpio, Nakata me huele a épocas pretéritas, como los libros antiguos. Presiento que, pese a que su vida no sea un cuento de hadas, les debe su alma mágica a esos cuentos. El viejo Nakata es Hansel buscando a Gretel en el bosque en que él mismo se perdió. Acaricia las piedras al estilo de Aladino, como esperando ver salir a un genio. Es una especie de Juan sin miedo (no entiende ese concepto abstracto) que duerme más que la Bella durmiente, que ha visto con sus propios ojos al hombre del saco, y que ha matado al flautista de Hamelín, por atreverse a robar almas con
los ecos de su música.

Así es como yo me lo imagino: cuando el niño del bosque recupera la conciencia, lo que se queda oculto en su subconsciente es, precisamente, su biblioteca interior. Pienso esto porque muchas de las acciones de Nakata en la novela parecen provocadas por la forma que ha tomado en su alma la ausencia de algún libro. En su inconsciente andará, por ejemplo, “Soy un gato”, obra del novelista japonés Natsume Sôseki, cuyo protagonista es un gato sin nombre (se lo pondrá Nakata, si lo encuentra) que, sin pretenderlo, ayuda a superar barreras y a descifrar enigmas. En los estantes vacíos de ese analfabeto todavía queda polvo de los “Cuentos de antaño”, más de mil historias manuscritas de China, la India y Japón que quedaron abandonadas en un templo budista hasta que fueron descubiertas en el siglo XVIII. ¿No ha de resultarme curioso que sea en un templo donde se encuentra la puerta de entrada que él anda buscando? ¿He de creer que es una coincidencia que lo que hay que hacer con esa piedra es, en un principio, dejarla junto a la almohada, como si fuera un libro de cabecera? Hay una obra de Sei Shonagon, de principios del siglo XI que se llama así, “Libro de la almohada” y que, me figuro yo, también ha dejado un cerco en los estantes vacíos del protagonista viejo.

Por todo ello, y pese a que él se tenga por un analfabeto, Nakata va detrás del mundo de conocimientos profundos y emociones desatadas que aún intuye en los libros (sobre todo, en los de Japón). Es como el espíritu vivo del samurai que, en los “Cuentos de la lluvia y de la luna”, recorre largas distancias para reunirse con su amigo; sólo que el viejo Nakata las recorre para reunirse consigo mismo. Es un alma en busca de dueño, y el dueño al que busca es (según mi hipótesis) su “yo” lector, que aún puede recuperar los libros que él guardó alguna vez dentro.

martes, 19 de octubre de 2010

Ecos de "Kafka en la orilla": música y películas

La elección de la música que oímos es siempre algo tan personal, que arrimar alguna de su gusto al oído de alguien que está en coma resulta un buen recurso (una buena esperanza, por lo menos) para entrar en la mente bloqueada. La música es como el viento: puede filtrarse por las rendijas. Esa es la razón ─según la hipótesis que lanzo aquí─ de que en la cabeza de Kafka Tamura se oiga a veces Edelweiss, Oceam, Duke Ellington, los Beatles, Led Zeppelin, Radiohead, la voz escurridiza de Prince, el solo sin fin del saxo de John Coltrane, o ese piano con que McCoy Tyner habla del pasado siniestro de un personaje sin que Kafka Tamura sepa que su música le viene de tan cerca… de tan lejos.

La música que pongo hoy, aquí, tal vez pueda escucharla otro día, en otro mundo. Creo que ése es el caso de Kafka Tamura. Oye con la mente, y la mente experta no necesita fuentes de sonido; no necesita, a veces, ni sonidos siquiera para oír (ahora pienso en el caso de Beethoven, que fue más que capaz de componer sordo).

La Biblioteca Conmemorativa de “Kafka en la orilla” es, por eso, un lugar agradable al oído: porque, además de libros, acoge mucha música y silencio (todo aquello que suena o que no suena en la mente inconsciente del protagonista).

Además de Beethoven, en esta biblioteca se escucha la difícil sonata en Re mayor de Schubert, cuyo piano parece intentarnos hablar (con su celestial redundancia) de las limitaciones de la vida humana. Se conmemora, también a Puccini (“La Bohème" presta el nombre a la gata Mimí), a Berlioz y a Haydn (un músico humilde y afable que, según parece, tenía en su interior, al mismo tiempo, silenciosas tinieblas)...

Finalmente, en este libro-discoteca-conmemorativa, se oye “Kafka en la orilla del mar”, la dulce y críptica canción de amor que una chica de quince años que no envejece nunca compuso hace cuarenta. Ésta sí puede ser una canción compuesta enteramente aquí, en la biblioteca, con los elementos sonoros y poéticos que vengo citanto. Se trata de una canción llena de símbolos (como la poesía japonesa y como el alma de Nakata); de puertas que hay que abrir y que cerrar y de peces que caen del cielo.

Y, del mismo modo en que (según mi hipótesis) el protagonista oye porque oyó, también (es otra hipótesis) ve porque antes había mirado. Aquellos cuadros y aquellas fotos y películas de su “otra vida” han venido con él al museo, a la exposición, al cine conmemorativo que hay en este libro.

El protagonista se inventa a sí mismo escapando de casa, quizás, porque eso hacía el protagonista de “Los adultos no me comprenden”, una película que vio en Primaria. En su “escapada”, se encuentra a personajes parecidos a los del cine en blanco y negro de Truffaut. Mirándolo a él, puede venirnos a la mente el chico que hace las mil y una en “Los cuatrocientos golpes”. También “Sonrisas y lágrimas” le deja hipnotizado. Viaja con él hasta el otro lado del abismo, a través de una montaña similar a un bol de arroz (adonde fueron a coger setas los niños y la maestra de la trama-marco de “Kafka en la orilla”) que puede conmemorar, quizás, la montaña a la que fueron de excursión los niños y la institutriz de esa película que ya, alguna vez, debía de haber visto…

Pero, en fin, todo esto de la música y las películas que llevamos grabadas dentro puede ser simplemente una idea escapada de alguna
cita literaria de las muchas que trae el subconsciente para formar con ellas su propio ideario. Se me ocurren, de pronto, dos versos que he sentido en este libro, aunque no los haya leído aquí, sino en un breve poema que el monje zen Daido Ichi’i escribió antes de morir: “La música del no ser / llena el vacío […]”

sábado, 16 de octubre de 2010

CITAS LITERARIAS DE “KAFKA EN LA ORILLA”

Cinco días llevo instalada ya en “Kafka en la orilla”, de Haruki Murakami. Al igual que su protagonista, voy extrayendo citas de aquí y de allá, a ver si me fabrico un mundo de ideas propias. Murakami me da el trabajo hecho. Es curioso que no cite textualmente a autores japoneses (quizás a propósito, para hacer ver su ausencia; o, quizás, porque es su ESENCIA lo que sí está muy presente en el alma sin letras de Nakata). No obstante, sólo con los autores que entrecomilla Murakami en este libro, me bastará hoy, a mí, para llenar mi blog de recortes literarios. Aquí enumero algunas de sus citas:

● “Mi alma está llena de escorpiones”, William Shakespeare, Macbeth.
● “En los sueños comienza la responsabilidad”, William Butler Yeats.

● “Todas las cosas de este mundo son una metáfora”, Goethe.
● “El puro presente no es sino el fugitivo progreso del pasado royendo el futuro”, Henri Bergson, Materia y memoria.
● “Si terminas tu vida sin haber leído a Hamlet, es como si la hubieras pasado dentro de una mina de carbón”, Hector Berlioz.

● “Si en un relato sale una pistola, ¿hay que dispararla?”, Antón Chéjov.

● “La felicidad es una alegoría; la desdicha, una historia”, León Tolstói.

● “Mis manos dejarán encarnado el multitudinario mar, haciendo rojo el verde”… otra vez, Macbeth

Y, ahora (ésta sí la recorto yo misma), añadiré aquí una cita del propio Murakami, aunque en “Kafka en la orilla” hay muchísimas perlas más:● “A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar”.

Con todas estas citas, el protagonista de “Kafka en la orilla” podrá crear su universo de ideas propias. Buena música, unas cuantas imágenes, y asumir estas citas, tras pensar en ellas: eso es suficiente para reinventarse. Siempre y cuando, antes, claro, para poder cerrar
el círculo, se haya construido (sirviéndose de mitos y de símbolos) las dentadas ruedas del pensamiento mismo… Otro día jugaremos a ese juego. Mil perdones; pero, hoy por hoy, cierro el libro.
¡Alucinante!, ¡ya me dirás! Yo ya lo he leído (He tenido que leerlo, ahí está la gracia); pero, si empiezo a dar pormenores tan pronto, la cosa se alargará demasiado, y tengo sueño. Cerraré los ojos a ver si cruzo yo también el mar interior; compruebo el estado de mi biblioteca particular; avanzo un poco más en el asunto de los mitos y los símbolos, y me los imagino. No es que quiera imaginármelos, es que sé que no lo podré evitar.

Mar interior”. Foto: Carmen Montalbán

Murakami me ha dejado la impresión de que estoy a punto de ponerme a escribir algo sobre todo ese entramado de “Kafka en la orilla”… ¿O es eso, quizás, lo que acabo de hacer… lo que ya vengo haciendo desde hace cinco días? ¡Mira que…! Es que yo, a la que empiezo a hablar de círculos y de frases como ésa de que “una vez que se ha abierto algo, es necesario volver a cerrarlo”, me dejo llevar por el entusiasmo, y cierro.

viernes, 1 de octubre de 2010

EL COLOR, LA PINTURA Y LA FOTOGRAFÍA

A inicios del verano hablé del fin de curso musical de mi familia, pero no “clausuré” todavía ─aquí─ mi primer curso de pintura, recién acabado también por aquellos días. Durante la última quincena de junio, participé en la primera y única exposición colectiva en que he participado. Junto a los demás alumnos de pintura y restauración del Centro Cultural de Campamento, exhibí mis dos últimos trabajos: una copia a pastel del óleo de la brasileña Tarsila do Amaral, “El pescador”, y una obra propia, pastel también, basada en un viejo retrato campestre de mi familia. Para una principiante como yo, rematar el curso así fue una extraña experiencia. Me sentí como esa niña que hubiera escrito su primer cuento en una página de su diario y se oyera a sí misma declamándolo en un teatro.


Autorretrato en la exposición”, Carmen Montalbán

No obstante ─aunque únicamente lo había utilizado en la intimidad─, yo tenía ya un caballete en casa desde hace años. Llevaba mucho tiempo sin usarlo, pero hubo una época en mi vida en que sí lo traía y lo llevaba del balcón a la ventana, de la ventana al balcón. Llenar mis horas libres ─entonces las tenía─ era llenar de pintura los rincones, sin dejar ninguno. Abrazaba las láminas de mis grandes maestros y me iba de puntillas por la casa, transformada en una ladrona de matices. El dibujo nunca se me dio muy bien, pero tengo sentido del color. Los tonos ácidos del Greco me llevaban, casi, a la levitación. Creo que fue la visión de sus cuadros lo que me manchó con goterones místicos; pues, arrobada ante ellos, siempre me llevaba la paleta al pecho. También me dejaba enardecer en seguida por los contrastes con que denuncia Oswaldo Guayasamín. Fuerza y ternura = desgarro. A Franz Marc le debo la pureza primitiva que me he apropiado ─como una cuatrera─ persiguiendo a sus caballos azules y a sus vacas verdes, rojas, amarillas… Y, con esta particular cleptomanía (soy muy capaz de desplumar al arco iris), ¿cómo no se me van a ir los ojos detrás de la abstracción lírica de Kandinsky? Hasta en sueños he invadido esa calle que él pintó, convertida en salteadora del camino anaranjado.


Negrita”, Oswaldo Guayasamín; “Murnau Street with women”, Wassily Kandinsky; “El pescador”, Tarsila do Amaral; “Casa”, Edward Hopper


En fin, que en los tiempos del caballete, la trementina me disolvía en mí misma, ensimismada. Por aquellos entonces, mis horas volaban y hasta olían a aguarrás mis cuadernos de notas. ¿Un párrafo?: un tornasol. Aquellas noches, que aún conservo pintadas en la frente, cuando me ponía a leer o a escribir, seguía pensando en colores. Si usaba alguna que otra frase verde, era porque mezclaba azules y amarillas.

Es ese placer colorista el que me impulsó a apuntarme al curso del que hablo; ese placer y el deseo de enmarcar mis ensayos y errores dentro de algún asomo de técnica. Tenía un buen profesor:
Alfredo Virgüez, artista colombiano afincado en España que realiza su doctorado en la Universidad Complutense de Madrid. Ha expuesto su obra en el Museo de la Ciudad de Madrid, en la Feria Internacional de Arte de Vigo, en la Sala KUXA, de San Sebastián, en la Academia de Bellas Artes de Cataluña…


“LIV-1216”, Primer Premio Fundación Valparaíso 2005, Alfredo Virgüez

Además de buen pintor, es buen maestro. Su experiencia didáctica en universidades, colegios y centros culturales consigue que sus clases resulten provechosas, a la vez, para alumnos de niveles muy distintos. Se plantaba frente a cada cuadro, daba un paso atrás, entornaba los ojos, y soltaba un precioso consejo. Más luz aquí, más sombra allá, trazos más firmes por este lado… Un golpecito suyo con la tiza en los ojos de un retrato lograba, de inmediato, que el cuadro te mirase…

Pero con Alfredo Virgüez no hablé únicamente de pintura: además, hablé de fotografía, pues también es un creativo en este campo. Una cosa que me ha dado mucho que pensar es que haya mirado yo tantas fotografías durante un curso de plástica; y no sól
o para ayudarme a encajar el dibujo ─en lo que, ya digo, soy bastante torpe─. Después, me limitaba a pintar ─o a intentarlo─ lo que estaba fotografiado; y supongo yo que eso ─para el arte de la pintura─ tiene el mismo mérito que el que tiene ─para el de la fotografía─ hacer clic frente a “Las Meninas”. Los pintores hiperrealistas, al menos, saben fotografiar con la mirada y dejan asomar en sus paisajes la sobra de sus almas de pintor. Yo, en cambio, no he aprendido a mirar con un pincel. Dibujé la casa de Hopper; la recorté y, en lugar de sus cielos, le puse detrás una fotografía de nubes tormentosas. También convertí en collage a la negrita de Guayasamín. Abrí la ventana que tiene a la espalda a las flores silvestres que fotografié en Extremadura. Si alguna vez he creado alguna imagen (aparte, claro, de la imagen literaria) no ha sido con pincel, sino con cámara. Retocando fotografías, para pintar después un cuadro-foto, lo que he creado es alguna foto-cuadro.


Retrato” y “Calle extremeña”, Carmen Montalbán

En fin, que, hoy por hoy, disfruto más con la cámara que con la tiza o con el pastel. La pintora es la luz, yo la dirijo: la coloreo, la acentúo, le abro la puerta o le corto el paso… Ahí es donde encuentro ahora el placer que me ha movido este año a dejarles la pintura y el dibujo a los que tienen ese talento (Alfredo Virgüez, Gusti, Pilar Millán o Alejandro Suárez Antonovitch…) y a apuntarme al curso de fotografía del Centro Cultural… ese placer y el deseo de enmarcar mis ensayos y errores dentro de algún asomo de técnica. Ahora serán los buenos fotógrafos (Andy Sotiriou, José Manuel Soto…) quienes tendrán que perdonar mi intromisión.

¿Cómo saldrá la aventura de la escritora fotógrafa? Ya lo veré… Ya lo leerán.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

“Poesía que toca tierra”

Me siento sola hoy, como una piedra; envuelta en mi gran bruma melancólica. Tras esas vacaciones entre naturaleza de que hablé, busco algún poema agreste. Lo tengo decidido: regreso a la poesía que es pinar en el pino, horizonte de grave soñar en la llanura, o ejemplo de cipreses delirantes.

Canto a la naturaleza”. Foto: Carmen Montalbán
 
Quiero cantarle al campo; cargarme el monte a cuestas; hacer algún elogio del sol y de la sombra; abrir bosques con puertas… Regreso a esa poesía que sabe resolver mi alma de encina y mis raíces salvajes. Regreso a esa poesía que truena cuando quiere. Yo soy, aquí, la nube que se desvanece. Regreso a esa poesía que se hace aire en el aire para volarme en alas de cigüeñas (o, quizás, otras aves); poesía que asciende como puede al cielo ─su amo─, pero sólo después de tocar tierra.
 
 

La madre Tierra”. Foto: Carmen Montalbán
 
Yo tengo ya los versos en esta habitación; en este libro, en otros. Los veo sobrevolar mi cielo raso por entre los jilgueros que ya han ido llegando. Así, arrimada a aquel poeta que los soltó, esta versión celeste de mi cama se desparrama en trinos ─¿No la oyen?─ y retumba. Porque el poeta me llena el corazón de pájaros. ¿Qué son ésos que suenan?: todos, flores de pluma… de su pluma; una pluma que anida en la palabra y escribe, para mí, en renglones de viento respirable.
 
¿Saben de quién* les hablo?, ¿a quién les he nombrado con los versos que él mismo me puso un día en la boca? Pienso en el poeta aquel ─es decir, todos─ que un día charló conmigo ─con nosotros, ¿recuerdan?─ de poesía y de solidaridad. No olviden que aún tenemos que hablar de muchas cosas.

Hoy, el poeta va, por lo que ven, a hacerle un canto a la NATURALEZA. Nadie sabe mejor de sus corrientes que él, que construye en aguas cristalinas.

Río Guadalemar en San Bartolomé”. Foto: Carmen Montalbán

Un río es ─para el poeta─ un torrente de espejos que se escapan y en cuyo fondo, siempre, hacemos por perdernos... al mirarnos. Nadie mejor que el poeta nos traduce el arrullo del arroyo y el grito del relámpago. Porque el poeta no dice de las uvas: él las relampaguea, para que las veamos. Aclara el secreto de la tierra oscura con un certero y limpio fogonazo. Rayos de una poesía ─ya no recuerdo cuál─ parten mi corazón; a ver si, con partirlo y con sembrarlo, le da por florecer entre las grises peñas, rodeado de penas y de cardos.

Margaritas volcánicas”. Foto: Carmen Montalbán

En fin, que es el poeta quien ha liado este hatillo de corazón, de nubes, olas, tierra… Es él quien hoy me obliga a remontar el vuelo y a surcar estas sábanas azules. Abrir sus poemas hoy será embarcarme en un bajel de escamas. Iré derecha al mar, sin haber muerto. Me veo yo ya descalza por sus playas, con los pies en la arena.

*Poetas citados al final de mi entrada “Que tenemos que hablar de muchas cosas
 

miércoles, 1 de septiembre de 2010

“El último encuentro”, Sándor Márai


"No vale la pena indagar los detalles, cuando ya todo ha terminado. Pero en lo esencial, en lo verdadero, sí que vale la pena indagar, porque si no, ¿para qué he vivido? ¿Para qué he estado soportando estos cuarenta y un años? ¿Para qué te he estado esperando? Porque no te he estado esperando como el hermano espera al hermano infiel, como el amigo espera al amigo fugitivo, no; te he esperado como el juez y como la víctima, reunidos en una sola persona, esperan al acusado. Y ahora que tengo delante de mí al acusado, le pregunto y él se dispone a responder”.
Sándor Márai, “El último encuentro”.
El último encuentro” es una novela sobre la amistad; sobre las pasiones y sobre la búsqueda de la verdad. Su autor, el novelista y periodista húngaro Sándor Márai (1900–1989) escribió, además, “Divorcio en Buda”, “La herencia de Eszter”, “A la luz de los candelabros”, etc.
Hace muchos años, en mi adolescencia, tenía una amiga más íntima que una hermana. Todo lo que teníamos era común. Leíamos a la vez el mismo libro. Su amistad me cubrió con una capa mágica hasta que se marchó del pueblo. Su familia se trasladó, y yo, que era muy mía, no quise saber adónde ni por qué se iba. Sólo esperaba que el futuro la pusiera en mi camino una vez más y la obligase a llamarme por mi nombre. Y, en efecto, así fue. Una tarde de este verano, me crucé con mi amiga por casualidad en la ciudad en la que vivo ahora; lejos de donde nos conocimos. Salí de mi casa empujada por no sé qué sexto sentido. Paseaba por un parque cercano cuando presentí que me estaban observando. Me detuve a oler el aire como si alguien, por detrás, estuviese cargando una escopeta. Y, entonces, de repente, oí su voz desde el principio de los tiempos, preguntándome, “¿Carmen? ¿Carmen Montalbán?”. Me volví con precaución y la vi parada en medio del camino, con su libro en la mano. Me escrutaba entornando los ojos. Yo le sostuve la mirada ─creo─ hasta que ella salió del hechizo y corrió hacia mí, presa de una epidemia de alegría. Recuerdo muy bien que apreté su mano y que sentí en la mía, completamente vívido, el temblor de nuestros picaportes de antaño.

Antes de que pudiéramos acabar las odas a la casualidad, estalló una tormenta de verano. ¡Eso sí era llover! Nos secamos aquí, en mi casa, y ─cada cual con su toalla en la cabeza─ charlamos como niñas durante horas, con nuestras voces de viejas. Si alguna de las dos cometió algún delito, había prescrito en las aguas profundas de la infancia. Ahora, sólo tenía vigencia lo que valía la pena de contarse: los sueños, que se multiplicaron como murciélagos hasta que les llegó la hora de marcharse. Cuando se trata de revivir quimeras, el tiempo nunca sobra.

Pues, bien, cuando me quedo sola, al recoger las toallas, descubro de improviso que, debajo de la suya, mojada todavía, se ha dejado el LIBRO. Lo sostengo en las palmas de las manos, como quien halla el resto de un naufragio. Está abierto por la primera página, dedicado. Reconozco su firma y la fecha de hoy, el día de mi encuentro con esta historia. Los rayos penetran de alguna manera en la primera de las dos frases que hay sobre el garabato. Cuando consigo el ánimo necesario, me acerco a la ventana y me pongo a leerla: “Para Carmen Montalbán”. La dedicatoria en sí me la callo.

La noche suspira con tanta maldad, que tardo en comprender la importancia de mi nombre. Quiero creer que se trata de una alucinación típica de mí. O de una de esas dobles coincidencias... Son inusuales, ciertamente, pero lo que sí es imposible es creer que mi amiga no sólo me encuentra, sino que me busca, construye el momento. Por eso me estremezco al ver el título, tras dar la vuelta a la hoja: “El último encuentro”. No tengo ganas de acostarme todavía, así que le echo un vistazo al comienzo. ¿Cómo voy a dormir si ahora sé que mi amiga no llega como llegan las aves migratorias? Lo que hace, en realidad, es dar conmigo, igual que un cazador da con su presa.

A LA CAZA DE LA VERDAD

El último encuentro” era precisamente eso: un reencuentro. Después de 41 años de ausencia, el regreso de un viejo amigo hizo tambalearse de repente al protagonista de la historia (de la misma manera en que, leyéndola, me tambaleaba yo). Se conocieron en el internado de una Academia Militar de Viena, cuando eran muchachos, y fueron compañeros en lo bueno y en lo malo durante 22 años. Desde el principio, algo me hizo presentir que su ruptura estuvo cargada de fatalidad; y ─sentada en la misma silla en que había estado mi amiga hacía un momento─ aún descubrí otro detalle: que en el libro no se trataba tampoco de un reencuentro inesperado, sino de una venganza cuidadosamente pergeñada. Cuando comprendí esto, las 188 páginas del libro se transformaron, delante de mis ojos, en 188 demonios amarillos que vivían su propia vida misteriosa para que mi amiga cumpliera no sé qué avieso designio.

Los amigos de la historia de Márai se habían separado en 1899, tras una cacería en la que ocurrió algo. De repente, todo se deshizo. Konrád huyó como un malversador y Henrik se quedó esperándole en la soledad del bosque e indagando en el secreto que lo atemorizaba durante una eternidad: 41 años.

En mi primer día de lectura, me obligué a leer a mí misma, como si hubiera hecho un voto en este sentido, pero desconfiaba del protagonista. No sé ni cómo soporté oírle decir cosas como “Ella también era alguien, a su manera femenina”. No me identificaba con él en absoluto. Demasiado título y demasiado rango. Raramente me encontraba con su nombre. Era el Hijo del Guardia Imperial cuando se aludía a su infancia y el Coronel durante su vejez. Era severo como un hábito. Tenía poder, tenía dinero y un ejército de criados. A mí nadie me responde “Entendido, excelencia”, pero conozco eso que te estalla adentro con la fuerza de una tormenta de verano: la pasión, la única cosa de la que él carecía. El coronel soñaba con poder comunicarse con quienes esconden algo tan tremendo en las madrigueras del alma; pero, para él, era imposible pisar la orilla en que estaba su amigo Konrád (que se estremecía con la música) o su madre (que se echaba a llorar en mitad de un baile).

Mis diferencias con el protagonista nunca me han cerrado la entrada de un libro, ¡estaría yo loca! Después de todo, el Coronel no era un personaje negativo: creía en las cualidades de los hombres, en la búsqueda de la verdad, en la discreción y en la palabra dada. Lo malo es que era un anciano aburrido de 65 años que todavía vivía con su nodriza, de más de 90, en una mansión húngara de hace 2000 años, donde se desmoronaban los restos de sus antepasados. A su lado, el libro podía convertirse en una habitación de 17 pasos que me olería a tumba de piedra tallada... Con él, temía yo que todo me sonara a visto y calculado; a batallita magnificada, a la hartura de vida de quien (salvo para seguir esperando) no sabía para qué había despertado… Pero no fue así. La voz del narrador acabó atrapándome. Era amable como el murmullo de un bosque de abedules y consiguió enseguida que mis ojos se acostumbrasen a las distancias y que yo dejase de marearme con la agonía infinita de aquel páramo.

Imagino que fue la espera del encuentro anunciado lo que le puso tal brillo en la voz; que fue la espera lo que aireó los ventanales, llenó la historia de tensión, y me obligó a seguir leyendo. La fascinación se apoderó de mí como se apoderó del ciervo de la cacería, maravilloso y maravillado. Mientras se preparaba el desafío con la verdad, todo era una bomba a punto de estallar. El coronel seguía siendo enfermizamente meticuloso; sólo que, de pronto, anhelaba venganza: se había vuelto apasionado.

El encuentro se produce en el capítulo 11 (1ª inflexión de la novela). Los dos amigos se sientan en sendos extremos de una larga mesa y todo se hace presente, empezando por el verbo. Después de esta última cena, todo habrá acabado… Pero no tan corriendo. El secreto que envenena su amistad no conviene desvelarlo antes de tiempo. Hay que seguir el orden conveniente. En primer lugar, los hechos de la última cacería (2ª inflexión). Mientras se nos van mostrando los detalles, por las páginas flota la palabra “peligro”. Es el momento de las revelaciones. Se desvela el secreto (la verdad que él conoce y que se ha callado 41 años). En segundo lugar, las preguntas que 41 años no han podido apagar (la verdad que espera conocer de labios de su amigo). Esas dos preguntas no hablan de hechos, sino de motivos, y han de responderse con la vida entera. Eso no tiene vuelta de hoja… Tampoco el libro. He terminado.

Hoy también estalla una tormenta. Me asomo a los cortinales raídos del cielo pensando en lo que firma en realidad mi amiga. No hablo de la frase de la dedicatoria que no les he citado; hablo de los libros que leímos juntas, hace mucho tiempo. La amistad es una ley humana muy severa: une a los amigos de una manera determinante, como moléculas de un mismo cristal. No voy a revelarles el secreto de esta historia, pero se me ocurre que sí puedo hacer también yo dos preguntas. La primera, si el sentido de la vida no será alguna pasión como ésta, que me conmueve de pronto al inspirar el olor a tierra húmeda o al acabar un libro. La segunda, ¿Qué dedicatoria creen que le pondría yo a un libro que “olvidase” en el salón de ustedes? Firmaré más abajo; lean el libro y escriban lo que quieran.

martes, 10 de agosto de 2010

“ODA A LA POESÍA”

Estoy abrazada a un libro que me acaba de enviar mi amiga Isa: “Poesía”, de Gabino-Alejandro Carriedo. Es un poeta palentino; “un oculto poeta mayor”, como lo llama, en el prólogo, Fanny Rubio.

Me siento tan feliz con esta bellísima edición de Concha Carriedo y Antonio Piedra en la Fundación JORGE GUILLÉN, que aún no la he abierto. Ya me hundiré en ella ─en eso estoy y estaré siempre puesta─ en mejor momento; primero, he de pensar, en general, en la belleza de la imagen poética.



Museo de Arte Contemporáneo de Móstoles”. Foto: Carmen Montalbán

Isa es una grandísima lectora de poesía. Cada vez que habla de ella, presiente la poesía que la poesía merece y le canta una oda, sin pretenderlo.
En esta Babel bárbara, ¿cómo, si no, entendernos?

¿Acaso no habla el poeta de todo lo que a todos nos importa? Esto me ha recordado que todavía
tenemos que hablar de muchas cosas ─ ¿se acuerdan? ─; entre ellas, de POESÍA, y de esa cosa extraña que es ser poeta.

Hoy pretendo entender por qué nos hace falta la poética. Veamos si, para ello, formo en este collage algún poema difícil en el que algo suceda.

¡En la vida me he visto en tal aprieto! Pues, claro está, he de hacerlo (es vicio de este blog) repitiendo la voz debida a los poetas. Y digo que es difícil porque un verso ha de ser como una llave
y brillar con luz delicadísima.

Con la buena poesía algo sucede, siempre. Con la buena poesía (tan perfecta en sí misma que milagro parece), siempre brilla una luz o se abre alguna puerta.

El poeta, por riqueza, sólo quiere belleza. Ése es su lenguaje; sin él, vagaríamos por entre las ruinas de la inteligencia.

Ruinas”. Foto: Carmen Montalbán

Conste que estoy hablando de imagen poética, no de falsos silogismos de colores. No de sombras, de ficción, persuasión, elocuencia, cautelosos engaños del sentido, desvarío y fórmulas.

No, no hablo de eso.

Hablo de proclamar la verdad ignorada y de mirar con ojos que ven por vez primera, para que todo esté mucho más claro.

Porque el poeta trata con un idioma mágico que vuelve el verbo en tango. Lo suyo no es tan sólo invitación al llanto; si él habla de llorar, lo suyo es llanto.

Al final, como canta tan hondo, el poeta se inventa el pensamiento mismo con palabras que son, precisamente, aquellas cosas de las que está hablando…
Y lágrimas… y risas… y colores… y notas…

Ahora, aún sin entrar todavía en el libro que Isa me ha regalado, pero con él metido ya en el pecho, todo tiene sentido… o lo tendrá, y yo lo captaré tras escuchar la voz que clama en el abismo.

Así pues, sin nadie a mi costado ─ahora sí es el momento─, me hundo como un sapo saltimbanqui en las profundidades de estos versos. Prometo retener en mi retina cuantas letras rodean y tomar a sorbitos pequeños todas esas palabras que me dan a beber eternidad.
Ya ven que el arte es nieve derretida.

¡Vamos!, abran el libro.

Sus almas y la mía se quedarán temblando.

lunes, 2 de agosto de 2010

LUCES DE ASTURIAS

Perdonen si, estos días, me perdí por las ramas; pero, antes de hablar siquiera del fin de mi primer curso de pintura (eso lo haré, si acaso, a mi regreso), se encalló mi ordenador y me fui de vacaciones.



Barca varada”. Foto: Carmen Montalbán


Todo el mes pasado anduve entre paisanos que le daban vuelo al sol,
en la espesura,
con sus espirales de heno.


Aireando heno”. Foto: Carmen Montalbán

Y el sol salía, juguetón, a lomos de lagartijas,



Lagartija”. Foto: Carmen Montalbán

a prenderse en los rosales


Cuatro rosas rosas”. Foto: Carmen Montalbán

y esconderse entre las grutas


“La telaraña de la caverna”. Foto: Carmen Montalbán

Luego, ya, cuando las nubes iban a bañarse al mar,


“Nubes de arena”. Foto: Carmen Montalbán

Esa luz de la que hablo encendía chorros de sidra


“Sidra en la playa”. Foto: Carmen Montalbán


...y resoplidos de océano.

Porque, allá, no siempre hay días gloriosos.


“Zapatero en el Ponga”. Foto: Carmen Montalbán

ni siempre se pasea por encima del agua.

Allá, también, a veces, las olas bufan
y el mar, bravucón, asalta acantilados.


“Bufones de Pría”. Foto: Carmen Montalbán

Luego, después, día a día,
si está guapa, visible, esa luz de la que hablo
tiende sobre el horizonte su cobertor colorado...
“Puesta de sol en el acantilado”. Foto: Carmen Montalbán

y se asoma a ver la luna tras las ramas de abeto.



El abeto y la luna”. Foto: Carmen Montalbán

En fin, que es en esas ramas en las que ando... todavía.