jueves, 27 de marzo de 2014

PATROCINIO DE ORQUESTAS

Las fotos que hoy desempolvo pertenecen al último de los tres conciertos consecutivos que la Orquesta de Antiguos Alumnos del Conservatorio Rodolfo Halffter, de Móstoles, dio poco antes de Navidad en el Teatro Auditorio de la Casa de Campo, de Madrid.


Concierto en el Teatro Auditorio de la Casa de Campo de Madrid

A pesar de que vivo a un paseo de la Casa de Campo, no conocía el teatro. El auditorio me pareció inmenso; tan grande como los esfuerzos de los músicos por reunirse en aquellas fechas y las dificultades de su director,  Juan Manuel Sáiz Rodrigo, para hacer que su agrupación subsista sin más medios que los humanos.

Rimski-Kórsakov decía que la dirección musical es una forma de magia negra. Juan Manuel debe de hacerla de todos los colores; incluso antes de ponerse a dirigir.

Recuerdo que aquel día nos presentó una a una las tres piezas del programa. Fueron pocas palabras, las precisas para que los profanos como yo apreciáramos matices de lo que iban a ofrecernos. No me vino mal; porque ésa era, casi-casi, mi sinfonía cero. Además, como escritora que pretendo ser, me gusta que me hablen de formas, de estructuras, de procedimientos para componer, de tradiciones, de innovaciones y de cualquier cosa que pueda desvelar, siquiera un poco, el misterio creativo…

El concierto habría sido bellísimo de todas formas, pero el tono de Juan Manuel, cercano y sereno, no estorbó a mi concentración, al contrario: me puso en el estado de apacible atención que me gusta tener en los conciertos. En tres breves intervenciones, habló del vals, de la forma sonata, y de lo que aportaron al arte de la composición, cada cual en su marco y en su día, las tres piezas del programa.

Luego, alzó la batuta y sus músicos tocaron.

Ayudada por la acústica, que me pareció perfecta, la música llenó el espacio y se fue recogiendo sutilmente alrededor de mí, como el abrazo de un bailarín de vals.


Programa

Empezaron por el Vals que Pablo J. Berlanga Rui-Díaz compuso en honor de Luis Alberto Rodríguez. Yo ya lo había aplaudido en otra ocasión, con la orquesta Sinfónica al completo. Entonces, me había parecido de una belleza rotunda; como bailado en una fiesta campesina por montañeros de gestos airosos y pose elegante, pero ropa desgarrada. Girar, girar y girar alrededor de la vendimia. Esta vez, interpretado apenas por un par de docenas de músicos, el Vals de Berlanga seguía pareciéndome sensual y brioso, pero ahora imaginé que lo bailaban duendes de una dulzura extrañísima. Girar, girar y girar, formando remolinos de hojas secas sobre el cielo del bosque. Un nuevo éxito para el autor. Una delicia.

También me guardé en mi interior cada nota de la Sinfonía en Si menor D.759 de Schubert. Juan Manuel nos dijo que se la conoce como la Incompleta a causa de su estructura, pues era normal que, en la época (compuesta en 1822 y estrenada en 1865), las sinfonías constasen de cuatro movimientos, y la de Schubert tiene sólo los dos primeros.

La escuché atentamente, como si el auditorio fuese yo y mi pecho la cámara del palacio que había acogido a la orquesta. ¡Qué obra tan enigmática! ¿Quién la llamó Incompleta? Al parecer, se ha escrito mucho sobre  la posible razón de este nombre. Unos creen que se debe a la originalidad del compositor y, otros, a que la muerte prematura impidió que Schubert la acabase (murió de sífilis a los 31 años). A mí no me pareció que a la obra le faltase nada. Me dejó clavada en el asiento, asombrada de su lírica, de su fantasía, de su pasión, de su color… Antes que “La Incompleta”, yo la habría llamado “La Melancólica”… La Sombría, la Apasionada, la Encantadora, la Ingenua… Fuego con tacto de encaje.

En cuanto a la tercera obra, la primera de las nueve sinfonías de Beethoven, Juan Manuel nos dijo que su originalidad no estaba en la estructura, que era muy clásica, sino en su juego con las modulaciones y tonalidades. Con sumaria sencillez, nos habló de los ritmos de cada movimiento y del aspecto innovador con que un minueto tan rápido sorprendía al público de la época (se estrenó en 1800).

También Beethoven agitó mis emociones de un extremo a otro (desde el temor sombrío ante la tormenta que se acerca, hasta la lírica del arco iris).

Me detuve a la salida, para reponerme un poco antes de volver al mundo de los objetos. Hacía frío, pero el viento aún deslizaba, por la acera, ecos de clarinetes y fagot. Atenta a mi propio desenvolvimiento orgánico, golpeé el suelo con los pies y miré el reloj con prisa, entre los velos del alma. Los minutos, sin música, no son más que minutos. Mi indefinido estado de ánimo no tocó tierra del todo hasta que me puse a buscar el billete del bus y alguien, a mi lado, mencionó la crisis. Me hurgué en los bolsillos, con el programa en los labios. Fue entonces cuando vi el texto en el dorso del papel. A un palmo de mis ojos, leí que Beethoven le había dedicado su sinfonía al barón van Swieten y pensé en la heroica tarea de los músicos que acababan de ejecutarla para mí, maravillosamente.


La Orquesta de Antiguos Alumnos del Rodolfo Halffter

¡Qué asco de crisis! Es un tema que viene y que va de las conversaciones, como en una especie de rondó fragmentario. Espero que, al menos, no empobrezca nuestra sensibilidad. La Orquesta de Antiguos Alumnos (recapitulando yo sobre mi tema) es un sólido lazo para mantener la cohesión fraternal del Rodolfo Halffter. El mero hecho de hacer música los pone a todos de acuerdo. Sería triste que un grupo que solamente lucha por rozar lo sublime chocara con barreras materiales. La música no es algo de lo que nadie pueda prescindir… Ha de seguir sonando, aun cuando el barco se hunda.

¿O encontrará Juan Manuel algún mecenas del estilo del barón van Swieten? ¿Hay alguien deseoso de que el arte haga vibrar estancias y salones con su acompañamiento de acordes sincopados? El patrocinador sale ganando: para él, mantener una orquesta puede ser un respiro inmaterial.  ¿Quién no pondría en su casa una consagración de pizzicatos? Son como pellizquitos que despiertan; relámpagos que alumbran nuestros cuartos oscuros.

Sin darme apenas cuenta, me he metido en camisas de once varas… Yo no soy nadie aquí para pedir mecenas; pero, quizás, lo he hecho… ¿Me han oído?

¡Fortísimo!


Ver más: Los Conciertos del curos 2013-2014

lunes, 10 de marzo de 2014

RECITAL DE CÁMARA EN EL MUSEO DE LA CIUDAD

Ayer abrí una carpeta sin nombre en mi ordenador y me reencontré con las fotografías que hice en el Museo de la Ciudad, de Móstoles; en el Recital de Música de Cámara con que alumnos y profesores del Conservatorio Rodolfo Halffter despidieron el primer trimestre. Esas fotos estaban olvidadas a propósito: son malísimas. Pese a todo, ayer, cuando los músicos reaparecieron en mi pantalla y los vi a lo lejos, entre las cabezas desenfocadas que abarrotaban la sala, no me importó demasiado mi incompetencia como fotógrafa.

Escuchar música de cámara es un placer tan relajado como el de bordar al sol… u observar los avatares de una hoguera. Si el encuentro con esos pequeños grupos ocurre en una sala del Museo de la Ciudad, entre sus cálidas maderas, aún siento más esa serenidad otoñal.


No hacen falta  buenas imágenes para hacer resonar en mi memoria piezas como las de aquel programa; impresiones que no se enturbian ni con el ruido de mis fotografías.


Esa es la razón de que mis recuerdos saquen algo en limpio de los borrones verdes de aquellas imágenes. Mirándolas me acuerdo, por ejemplo, del ambiente mágico en que me colocaron las dos piezas de Max Bruch que abrieron el concierto. Ni siquiera tamaño desenfoque ha impedido que, hoy, el delicado diálogo entre la viola y el clarinete, bajo la constante compañía del piano, se materialice de nuevo.
Había escuchado en casa a mis dos hijos, ensayando juntos y por separado las partes que les correspondían de piano y de violín en la pieza de Carl Böhm. Ahora, ante sus retratos, me viene a la memoria que, cuando escuché  el trío completo en aquella audición –con el violonchelo de Eduardo del Río–, la obra me pareció nueva (toda una revelación); de apariencia ligera, pero vigorosa, eficaz, encantadora…

También el Haydn que pude disfrutar aquella tarde en el Museo de la Ciudad, sin tener que ser yo princesa de Esterházy, me resultó de lo más inspirador.
Lo mismo digo de Mozart, tanto del alegre Divertimento como del Cuarteto. Incluso en mis fotos puedo presentir el recogimiento intimista de los antiguos salones de Milán, sin haber tenido que salir de Móstoles.

Aunque yo estaba en la última fila, recuerdo que, aquella noche, tras la pieza de Almicare Ponchielli que cerró el programa, vi un lápiz en una silla y pensé que era el de Almicare, que había venido a firmar las partituras de los jóvenes músicos que las habían tocado.