viernes, 17 de octubre de 2008

“Vida y destino”, Vasili Grossman

Vida y destino” aborda la invasión alemana y la resistencia rusa en la batalla de Stalingrado.


A través de una multitud de personajes, el escritor y periodista ruso Vasili Grossman (Berdíchev, 1905 – Moscú 1964) contrapone los individuos a los estados totalitarios. En el Volga, confluyen las dos mayores potencias totalitarias de Europa. Esta intensísima historia (que ha sido calificada como Guerra y paz” de la II Guerra Mundial) parte de ahí para denunciar el fascismo, por un lado, y, por otro, el régimen soviético.


Grossman es autor, además, de “Stalingrado”, “Todo fluye”, “El pueblo inmortal”, “Por una causa justa”, “Un escritor en guerra”, etc.
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GUERRA Y PAZ EN “VIDA Y DESTINO

Vida y destino” es una novela de guerra. Se trata de defender Stalingrado, una ciudad que tiene un alma: la libertad. En los pasajes bélicos que recorren la obra, seré una reportera de las que no se esconden en la retaguardia; de hecho, ya he empezado a redactar mi artículo en este refugio a orillas del Volga, mientras me bombardean.

Mi habitación parece un enorme caldero en ebullición. Descargan ráfagas bajo mis pies. Bandadas de gorriones se elevan de la tierra. Veo sombras humanas envueltas en niebla; centinelas apostados tras sus ametralladoras, bajo una lluvia de fango; torrentes de fuego líquido... Hasta aquí llega el hedor de los cadáveres. En medio del estruendo de las bombas, oigo voces llenas de espanto. Me caliento con humo; como carne de caballo, y avanzo sobre las rodillas, sin levantar la cabeza de la nieve sucia... No me limito a temblar bajo el fuego enemigo. No estoy respirando esta atmósfera épica sólo para sentir miedo. Gracias a la épica, pongo mi vida en peligro, me subo a un montón de cascotes sangrientos con el teniente Zúbarev, y entonamos juntos una cancioncilla. Aunque la letra hable de otra cosa, nuestra canción dice que ninguna fuerza destructora podrá borrar jamás la belleza de la vida.

Con la moral del vencedor, cerco a las fuerzas alemanas en el transcurso de cien horas… de mil páginas… Pero la guerra no es el único horror que llena esta obra. Aunque sirve como columna vertebral para su argumento, en el trasfondo ideológico descubro enseguida un horror aún mayor que la guerra: el totalitarismo. En aras de la felicidad de sus respectivos pueblos, tanto Hitler como Stalin empujan inocentes a la fosa. Uno y otro bombardean a sus súbditos con propaganda y los amenazan con el hambre, la infamia, el ostracismo, el campo, la muerte…

Hitler conoce todas las clases de egoísmo (de clase, de raza, de estado, individual) y utiliza las fuerzas de la reacción para convertir el antisemitismo en una ideología de partido y de estado que apoye su guerra contra la libertad. Eso es el fascismo, enemigo de toda la humanidad, incluidos los alemanes. Si por Hitler fuera, transformaría el mundo entero en un campo de concentración galáctico.

Y el régimen soviético no es mucho mejor. Según Grossman, Lenin se consideró el fundador de la Internacional, cuando en realidad creó el gran nazismo del siglo XX. En cuanto a Stalin, contra todos esos panegíricos que lo retratan, cuchara en mano, dando de comer a los niños, es responsable de las purgas, persecuciones, prohibiciones, acosos, detenciones y desapariciones que se producen bajo su mandato. Algunos personajes de esta novela ponen en duda que tenga derecho a torturar y fusilar, pero no pueden decirlo. Saben que, si él te sonríe, te llueve la gloria; y saben, también, que cualquiera que tenga el carné del partido puede mandar sobre ti, arruinar tu vida y tu trabajo, y enviarte al campo.

Tanto a Hitler como a Stalin les sobran campos de exterminio («de trabajo», «de concentración», «de detención» o como quieran llamarse). Los campos existen al margen de la guerra, fuera de la guerra y por encima de ella. La galería de personajes de “Vida y destino” es inmensa. Puedo elegir a cualquiera: ser alemana o soviética; judía o no; oficial de un ejército o del otro, o no participar en la guerra; ser ama de casa, pastora, campesina, analfabeta o especialista en física molecular… Me identifique con quien me identifique, el resplandor rojo y negro de los hornos crematorios penderá sobre mi cabeza.

Sólo de pensar que entro en el pellejo de Roze, soldado alemán encargado de las cámaras de gas, temo que se rompa el frágil dique de las paredes de mi cuarto y entren las tinieblas. ¿Seré capaz de nadar contracorriente o me convertiré, por miedo, en un verdugo? ¿Haré “mi trabajo” a gusto en crematorios cálidos y tranquilos? ¿Qué le pasará a mi alma si cargo a mi espalda botes de Zyklon B como quien carga tarros de mermelada? Está bien: puede que, a cambio de comida y privilegios, me convierta en una mujer sumisa, cruel, indiferente, desesperada… O que, en esta situación, antes de sentirme insignificante, prefiera convertirme en una avalancha que barra bosques y desborde ríos. Pero si ─tras asesinar─ me siento como un gato que ha estado jugando con un abejorro, es porque he dejado de ser yo misma. En momentos así, o se le pierde el miedo a la muerte, o se deja de ser humana. Por eso, antes de que los ojos de la persona que soy ahora se crucen, al otro lado del cristal de esta cámara de gas, con los ojos de un niño, me pongo al otro lado de la puerta.

Así pues, soy judía. En la piel de Sofia Ósipovna, el antisemitismo de los fracasados que me rodean me da una idea de cuál será mi destino. Cuando suba al tren, ya no me quedará el deseo de ser feliz, pero tendré aspiraciones. Levantarme hasta la rendija y respirar, por ejemplo. A los demás les alegra el anuncio de que vamos a las duchas, pero yo sé que esa caja de hormigón será lo último que vea. Hasta mi habitación segrega toxinas. Alguien mira al niño que agoniza a mi lado. Si no tuviera que abrazarlo, me estrangularía con mis propias manos.

Pero, en “Vida y destino”, no basta con estar fuera de una cámara de gas para respirar a gusto. Todos los personajes ─judíos o no; víctimas o verdugos; alemanes o soviéticos─ están ahogados por un terror secreto que no pueden vencer ni entrando en combate consigo mismos. Yo, por lo que pueda pasar, leo con la boca cerrada. Tengo miedo a decir lo que no debo. En estados como estos, las palabras no son útiles para que nos comprendamos. No sirve ni la lógica. La idea de expresar lo que quiero es tan absurda como el hielo frito. Y nada de bromas. Jugar con nitroglicerina tendría menos peligro. Conque me callo. Hablando demasiado sólo conseguiré que me desuellen viva. ¿Que alguien ha dicho algo conmovedor?: miro atrás, a ver quién viene. No me fío de éste, ni éste de mí, aunque los dos olamos igual de mal. Nada más sólido que mi caparazón de miedo acumulado. Oiga lo que oiga, yo tranquila. Ni una palabra fuera de tono. Malo será que, de pronto, descubra mi sumisión, me avergüence de mí misma, me entre miedo a volver a tener miedo, y adiós prudencia.

¿Y qué ocurre si me pongo en el lugar de Krímov, el comisario del Ejército Rojo que detiene a la gente y la encierra en los campos de exterminio? Parece un papel más cómodo, ya que él, en un principio, no alberga ninguna duda. A su modo de ver, el partido tiene derecho a blandir la espada de la dictadura y aniquilar a quien sea preciso aniquilar. Así pues, empiezo así, defendiendo a los amigos en cuya inocencia creo. O murmurando. O no haciendo nada, que es mucho peor. Quiero creer que alguna culpa tendrán de haber llegado hasta aquí y que voy a privarlos de su libertad porque son enemigos de la revolución. Pero, ¿qué ocurre cuando es a mí a quien se pone en entredicho?

Son muchos los cuestionarios que deberé rellenar para no entrar en la raza de los intocables. Y, al final, ¿para qué? Nadie escapa a la sospecha. ¿Quién no tiene un familiar que no es miembro del partido o que no ha denunciado a quien tenía que denunciar?

─Se trata de un malentendido ─balbuceo. Es lo que lo que dicen todos cuando los detienen. O sea, que ya no soy libre. Ahora me entero.

Los que me interrogan parecen de una raza superior mirando a una ameba. Tengo cara de estúpida porque sé lo que viene después de que me pisoteen. Antes, pisoteaba yo. Me quitarán las gafas, me arrancarán los botones, y me romperán la ropa hasta desgarrarme a mí también, por dentro. Me torturarán mientras la medicina lo permita. ¿Pulso débil?: inyecciones de alcanfor. El fanatismo de mis torturadores me hará dudar de mi inocencia. Sé que confesaré, aunque no comprenda de qué se me acusa. En los estados como éste, culpable es todo aquel contra quien haya una orden de arresto, y ésta se puede emitir incluso contra mí, que he pasado la vida firmándolas contra otros. Así que mi destino acaba aquí. Sólo me queda gritar de angustia, salir del catre, y darme puñetazos en el cráneo.

Afortunadamente, en “Vida y destino” hay también una historia de amor. No sé cómo reconcilia Grossman la ternura con la férrea austeridad de los estados, pero lo consigue, y es un alivio. Porque, contra el amor (aunque sea un amor frustrado), no tienen fuerza ni los dictadores ni la artillería ni la furia racista.

Aún así, cuando acabo la lectura, el silencio de mi habitación es todo menos apacible. Tras mi rodaje por aquellas latitudes se me ha quedado el cuerpo dolorido. Me siento tan vacía como la estepa y mirando hacia ella, como un lobo. Si oyera ahora cantar a un niño, me echaría a llorar. Lástima que aún haya personas que, sólo con abrir la boca frente al dictador que les haya tocado, se sientan más tontas que el asa de un cubo y se vean obligadas a cerrarla. De repente, necesito hablar. Yo puedo. Cierro el libro, salgo de mi cuarto, llamo por teléfono a quien sea y hago las observaciones que se me antojen sobre los poderosos del mundo. Bromeo, me burlo, y me relaciono con mis amistades de la única forma posible: de la humana.