jueves, 21 de enero de 2010

“El perfume. Historia de un asesinato”, Patrick Süskind

“En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuese a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: el efímero mundo de los olores”. “El perfume. Historia de un asesinato”, Patrick Süskind.______________________________________________________
“El perfume. Historia de un asesinato” ─en su día, un éxito clamoroso─ es un libro tan personal como un perfume. Su originalidad no sólo reside en que prefiera las descripciones olfativas a las visuales, o en que se sumerja en el poco trillado mundo de los olores, sino en que su aire fabuloso mezcla el realismo, el surrealismo y el género fantástico.

A través del olfato casi animal de su protagonista, Jean-Baptiste Grenouille, el autor desarrolla el tema del olor humano (de cómo marginamos lo que nos “huele” a “diferente”). El contexto es el negocio de la perfumería en la Francia del siglo XVIII.

Además del libro que nos ocupa, su primera novela, el escritor y guionista alemán Patrick Süskind (Ansbach, Baviera, 1949) es autor de “El contrabajo”, “La paloma”, “La historia del señor Sommer”, “Tres historias y una consideración”, “Sobre el amor y la muerte”, etc.
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EL LIBRO DE LOS OLORES
“El perfume” es el mayor coto de olores del mundo. Me lo regalaron con una rosa entre sus páginas en el ochenta y algo, porque en aquel entonces yo pretendía escribir la historia de una perfumista y la pobreza de mi lenguaje no alcanzaba a describir la riqueza del olfato. Recuerdo que abrí el libro y, al hundir la nariz en su olor a rosa y papel nuevo, encontré muchos olores más. Mientras un caos indescriptible de fragancias ─aceites esenciales, tinturas, extractos, bálsamos, resinas…─ hacía que las damas se desmayasen en aquellas perfumerías, en las calles aquellas ─sin alcantarillas, ni Don Limpio que valiera─ reinaba un hedor ante el que nos habríamos desmayado nosotros. Por eso, cuando la historia lo requería, aquellas páginas olían a estiércol, a orinal, a sangre coagulada, a cuerno quemado, a nube de esperma, a aliento pútrido, a viejo enfermo...; en cambio, con el aire de otro lado, la narración olía a jardín de Arabia, a vino de Málaga, a retama, a azahar, a junquillos, a caramelo, a humo tornasolado, a mar, a bosque, a brea, a agujas de pino, a lluvia de mayo…

Dividida en cuatro partes, la novela narraba el periplo del protagonista a lo largo de su vida. En la primera parte (sus primeros 18 años, en París), el niño Grenouille viajó de unos brazos a otros. Nadie quería quedárselo porque no emitía ningún olor y, sin embargo, olfateaba a todo el mundo como si viese con la nariz. Su madre intentó dejarlo morir entre el pescado podrido del mercado en que dio a luz. Tampoco lo querían bajo su techo ni policías ni frailes ni nodrizas ni compañeros de orfanato. Hasta Grimal, el curtidor, que nunca había tenido un aprendiz tan diestro con los venenos, negoció con gusto su traspaso.

El giro más importante de esta 1ª parte ─hilo conductor de la historia─ ocurría cuando, a los 13 años, Grenouille quedó fascinado con la fragancia de una muchacha y enamorado de ese olor hormonal que enamora y que él consideró belleza pura. Cometió su primer crimen para olerla mejor (como el lobo de Caperucita) y, en ese instante, supo cuál sería su meta: crear un perfume tan excepcional como el de su primera víctima. Por eso aprendió con el maître Baldini el alfa y el omega de la perfumería. Pero hasta Baldini, que se salvó de la ruina gracias a su portentosa nariz, respiró con alivio cuando lo vio marchar, a los dieciocho años.

También a mí me ponía nerviosa ese espeluznante protagonista. Me habría molestado ser escudriñada por alguien que no revelaba nada de sí mismo y cuya nariz, sin embargo, apuntaba hacia ti como una planta carnívora. Mis ojos brillaban con una rara vigilancia cuando presentía que él andaba cerca, como si fuese a aparecer un sapo. La maestría de Patrick Süskind para hacer que me interesase un tipo a quien no le interesaba nadie debió de parecerme puro milagro. Grenouille no tenía piedad, pero para aprender a pensar con la nariz, no se podía encontrar mejor aliado. Conocía todos los olores del mundo y era un gran arquitecto de edificios olfativos, aunque destruyese para construir.

Me retiré a mi cuarto acompañada por la mejor nariz de París y rogué no ser molestada bajo ningún concepto. Allí, mientras él se convertía en un maestro de la destilación, yo ─que también había encontrado la brújula que orientaría la caótica espiral de mi alma: escribir una historia embriagadora─ echaba sus palabras aromáticas en el alambique de mi bloc de notas.

En la segunda parte, el periplo de Grenouille era interior. Abandonó París con su título de oficial de artesano debajo del brazo y comenzó su viaje hacia Grasse con idea de aprender los métodos de extracción de fragancias delicadas que necesitaría para su obra maestra (el olor de la muchacha); sin embargo, alejarse del asfixiante clima humano supuso para él tal liberación, que subió a la montaña de la soledad, se encogió en el vientre de una cueva, y se olvidó de su meta. Sólo quería disfrutar del silencio olfativo de los montes de Cantal; y yo, que también soy un poco esteparia, leía sobre aquellos desolados paisajes sin bajar a comer siquiera.

Mientras el gran Grenouille interior exterminaba en su memoria los olores de sus conocidos y recreaba después, en el recuerdo, la fragancia de la niña estrangulada, fue creciendo tanto mi hambre que me habría comido un murciélago. La orgía de “zaratustrismo” no habría acabado nunca si aquel vengador que se creía Dios Todopoderoso no se hubiera dado cuenta de lo que todos sabíamos ─segundo giro importante─: él, que todo lo olfateaba, no olía a nada en absoluto.

Tras siete años de aislamiento, ese galeote fugado volvió al mundo y accedió a someterse a los experimentos de Taillade-Espinade, un aristócrata que trataba de demostrar su extravagante teoría del “fluido letal”. Finalmente, purificado con corrientes de aire, lavado con agua de lluvia y jabón de Potosí, alimentado, afeitado, empolvado, y engalanado con terciopelo, Grenouille parecía un hombre distinguido. Parecía un hombre. Pero lo parecía, sobre todo, porque se había creado un perfume que olía a hombre perfumado. La confianza de su olor a humanidad le hizo volver a su meta de crear un aroma sobrehumano; sólo que, ahora, no lo haría por amor al arte; ahora lo haría para que los demás lo amasen a él.

En la tercera parte, Grenouille llegó a Grasse cargado con su amor propio, con su olor propio y con su meta: crear una fragancia aún mejor que la de la niña que mató en París; una fragancia como la de Laure, recién olfateada en Grasse. Se apoderaría de ella dos años después, cuando la muchacha hubiese madurado y él hubiese averiguado cómo extraerle el olor sin destruirlo. Durante ese tiempo, limó sus técnicas, perfeccionó sus métodos y afiló las armas que necesitaba. Mientras yo desenredaba el ovillo literario, él solucionaba problemas de perfumería. Porque la fragancia de Laure duraría más si la usaba mezclada, como nota central, con la de otras doncellas. Y, ya, nada, a crear. A pegar garrotazos y a cortar cabelleras.

El final de esta tercera parte también fue para mí un mazazo en la nuca. No sabía qué pensar. Sí, la obra tiene un aire fabuloso y el autor me había avisado del milagro. Gracias al perfume, amarían al asesino con locura. Lo que no alcanzaba a creer, a pesar del surrealismo que de pronto aparecía, era que nadie se librase del hechizo, ni siquiera el padre de su última víctima. Una gotita mágica, y todos en celo. No hay filtro de amor más potente ni en “Tristán e Isolda”. Si hablamos de verosimilitud, una gota de unanimidad equivale a una catástrofe, creo yo. Para mí, la novela habría sido más verosímil si entre todos aquellos “todos”, hubiera habido un “casi”, por lo menos... Pero no estoy segura de si esto habría ayudado, porque, del surrealismo se pasa, en la cuarta parte, al género fantástico.

Cuando acabé la lectura, me abaniqué con el libro y permanecí todavía un rato en cuclillas, para sobreponerme. ¡Resultaba tan agradable haber perdido de vista al inodoro Grenouille! Iba a lanzarlo lejos de mí, cuando un súbito olor a plato hindú despertó mi hambre, cuidadosamente olvidada. Mi boca era succionada hacia aquel olor tan rico. Ensalada de pétalos de rosa. Hundí la cara entre las páginas y, ¡ajá!, ahí estaba la flor. La olí hasta marchitarla por completo. Decididamente, tenía que comérmela. Miré a mi alrededor, por si me observaba alguien, y caí como granizo sobre los pétalos prensados y sobre las páginas impregnadas con su aroma. A la panza con ellas. ¿Devorar a un libro entero? Podía ser; una vez, después de un examen, me comí una chuleta… Media hora más tarde, hasta la última fibra de Grenouille ─aquel amoroso monstruo, aquel ángel monstruoso─ había desaparecido de la faz de la tierra.

miércoles, 13 de enero de 2010

“Mi entorno nevado”, Carmen Montalbán


“Carmen Montalbán en la noche nevada”. Foto: Eduardo Poncela.


He estado estos días jugando con la nieve de Madrid.



“Muñeco de nieve”. Foto: E. Poncela.
Había nieve en mi tendedero.
“Frío fuera”. Foto: C. Montalbán.
En el patio de mi casa.
“Patio particular”. Foto: Eduardo Poncela.

Nieve en mi paseo.
“Arroyo Meaques nevado”. Fotos: Eduardo Poncela.

En mi árbol.

Nieve en la Carretera de Extremadura.
“Nieve en la Nacional V”. Foto: Carmen Montalbán.

Espero que la nieve os traiga bienes para este nuevo año. Aquí va un puñado.
“Puñado de nieve”. Foto: Carmen Montalbán.