miércoles, 24 de noviembre de 2010

Los míticos mitos de "Kafka en la orilla"

─¿Me estás diciendo que, en tu opinión, lo que hace Saturo Nakata, el protagonista desmayado de “Kafka en la orilla”, es echar mano de lo que hay en su subconsciente para reinventarse como Kafka Tamura? ─me pregunta la mujer llamada Villa-Dios.
Asiento.
─Ése es el mecanismo de la creación artística: tomar lo que ha absorbido nuestro cerebro, que es una esponja, y relacionarlo de forma distinta. Murakami, el autor, recurre, incluso, a los iconos que se han colado en la mente de su personaje a través de los mensajes subliminares de la publicidad, ya representen a una marca de whisky o de pollo frito. El personaje principal de su novela echa mano de la música, la poesía, las películas, los libros y los recuerdos que tiene grabados en el alma, los convierte en símbolos, y se reinventa dentro de un mundo inventado también.
─Pero el niño del que hablamos está inconsciente, en el bosque; así, ¿cómo va a inventar nada? ─me pregunta la mujer llamada Villa-Dios.
Le lanzo una mirada de impaciencia.
─Los símbolos apenas nos necesitan ─contesto─: son imágenes que se ponen de pie y se echan a andar por sí mismas para re-crear el mundo. Lo importante es que, detrás, subyazca un mito: si hay mitos escondidos en alguna parte, habrá creación… Bueno, escondidos, escondidos… Murakami no los esconde. Su libro es un bosque de mitos tan frondoso que, más que con oraciones, parece estar escrito con enigmas.
─¿Qué es eso de los mitos? ─me pregunta, con ojos intrigados, la mujer llamada Villa-Dios.
Parpadeo un poco incómoda. Con tantas interrupciones, no terminaré nunca esta entrada del blog. “Kafka en la orilla” es un libro denso. Debo tomar nota detallada de demasiadas cosas y sé que me llevará mucho tiempo acortar la lista de lo importante. Aún así, le respondo:
Los mitos son esas historias que no necesitan voces que las cuenten, porque están en los genes de todas las historias. Cada cual los interpreta a su manera; pero, sea cual sea nuestra edad, todos los entendemos, porque nos vienen dados como herencia. Se han instalado en la raza humana como un mecanismo secreto; pero, cuando son necesarios para edificar o para comprender lo edificado, muestran el lado oculto del iceberg y salen a la órbita de la conciencia.
─O sea que, a la que te das cuenta, los mitos dan brillo a tus recuerdos congelados y, si tienes pocos, por edad o por lo que sea, te cuelan la memoria de la sociedad en tu memoria propia.
─Va por ahí la cosa. Aunque sólo sean la sombra de lo que eran (la mitad de la sombra), los mitos siempre conservan su fuerza antigua. Inspiran, motivan, despiertan. Tienen un poder inmenso. Hacen que los mundos crezcan como setas y ponen en movimiento las sensaciones, igual que si viviéramos experiencias auténticas. Los mitos hacen llover sobre nosotros arenques rojos para que nos olvidemos de que, en realidad, nos está sepultando el barro. Consagran la ambigüedad y la contradicción. Son como copos de nieve de un reluciente color negro. Expanden o contraen el tiempo y la distancia según necesidades del usuario. Fluyen aquí y allá, repartiendo energía. Dan con su varita mágica en nuestros circuitos, y materializan nuestro subconsciente. Para desmoronarlo y reconstruirlo todo, los mitos no hacen más que repetirse. Así es como enredan, recomponen, confunden, transforman y hacen que ocurran cosas sin haber ocurrido... cosas como la historia de Kafka Tamura.
La mujer llamada Villa-Dios alza la vista al cielo y dice, pensativa:
─Mira que es raro Kafka Tamura, ¡ostras! Imagino que el subconsciente del niño de las setas, Saturo Nakata, habrá necesitado mucho mito para convertirse en un bicho tan raro.
Asiento de nuevo.
─Mucho es decir poco. Murakami hace un mito de los mitos. Supongo que será por eso (porque es uno de los pocos autores que consigue aunar la fuerza de muchos mitos sin ponerse pesado) por lo que esta enigmática historia ejerce sobre mí un poder de atracción tan inmenso. Los símbolos son, aquí, realidades en sí mismos. Para Kafka y para Nakata, lo real es la metáfora.
Respiro hondo y le pido a la mujer llamada Villa-Dios que me deje continuar subrayando los mitos de “Kafka en la orilla”.
─ ¿Qué vas a subrayar?, ¿no has estado atenta? A la orilla de esta novela vienen a batir mitos como el de la caverna que absorbe las conciencias y las hunde en las sombras; la proyección del espíritu; los mundos paralelos; el laberinto que forman nuestras vísceras, correlativo al bosque en que nos extraviamos como Hansel y Gretel; el viaje del héroe, correlativo a su odisea interior; el hombre como microcosmos, pues dentro de sí mismo lo contiene todo, en forma de símbolos (los rayos, el mar, las rocas, las tormentas de arena)… ¿Todavía quieres más mitos? Aquí tienes la muerte y su danza macabra; la vida como un río por el que todo fluye; la profundidad del abismo; el deseo de regresar al vientre materno; la sangre derramada; el dolor como cruz y como ancla; ese amor… ¿cómo lo definiría?
─El amor al que le canta Joaquín Sabina; que, si no muere, mata; y, si no mata, muere ─le digo.
─Tú lo has dicho ─asiente ella─. No te vayas todavía, que aún hay más: el temor de ser abandonados; el miedo a convertirnos en estatuas de sal si miramos atrás o el de desaparecer de un soplido si miramos adelante; la eterna duda de si estamos haciendo lo correcto; la necesidad de “asesinar” al padre; el triunfo del débil; la luz contra la sombra; la correlación entre mundos distintos; el perdón; la ira; el judío errante; el ladrón de almas; la espada desenvainada; el mundo del revés; los caminos borrados; la muerte como disolución
La veo tan sin aliento, que le tomo el relevo, ampliando la lista:
─las metáforas recíprocas; la perfección del círculo; esa nada tan llena de símbolos que nadie ha leído y de acordes que nadie ha escuchado; el caos que causamos con un aleteo; los recuerdos importantes que acabamos, siempre, convirtiendo en símbolos…
La mujer llamada Villa-Dios mueve la cabeza arriba y abajo.
─Es una propuesta interesante; los marcos de los que me hablaste ayer. El protagonista de esta novela inventa al protagonista de otra novela que esta primera lleva dentro de sí misma ─suspira con un aire de lo más pensativo, y me pregunta─. ¿Con qué podría tu mente encender su interruptor e iluminar, dentro de ti, un reino tan lejano que tu yo fuese otro yo y tu vida otra vida?
─ Imagino que revolvería el cajón de las cosas inolvidables y que buscaría en él algo que, alguna vez, me hubiera hipnotizado.
─ ¿Algo como qué?
─ Ya te lo estoy diciendo ─respondo, un poco harta de sus interrupciones─: algo como algún mito. Para re-crear el mundo hay que elegir los mitos. Ahora, haz el favor, déjame seguir buscando los mitos de Murakami; ya elegiré los míos cuando llegue el momento.
Pero la mujer llamada Villa-Dios no se da por vencida.
─ Mil perdones ─me suelta, herida en su orgullo─, pero cuando llegue el momento no creo que sea tan fácil elegir. Ya has visto lo que le pasa Kafka Tamura; de modo que contesta, ahora que puedes.
Por mucho que lo intenta, la mujer llamada Villa-Dios ya no consigue disimular su entusiasmo.
─¡Juguemos a ese juego! ─exclama─. Vaciemos el cajón de todas esas cosas que se nos han grabado a cincel en el cerebro.
Levanto la vista de mi cuaderno y pronuncio, de memoria, una frase de Murakami que acabo de copiar.
─"A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar". Ésta levanta ondas en mi corazón ─suspiro.
La mujer llamada Villa-Dios se asoma a la hoja por encima de mi hombro y, arrastrando las palabras muy cerca de mi oreja, lee en voz alta:
─ La oscilación de un pendiente de cerezas; el “aibó, aibó” de los siete enanitos; el rincón más soleado del jardín de casa; mi almohada, cuando huele a luz del sol; la voz de mis hijos; mi familia, mi madre y toda la pesca; los gritos de las ranas de la charca; el rumor de la lluvia y del mar; el olor de mi encina; el vuelo nocturno que hago en cada sueño; Comala, mi ciudad invisible; aquello que toqué hace mil años y que todavía me quema las manos; unos cuantos recortes de mi blog; mi primer diario; mis escritos; los libros que leí; los cuadros que miré; las películas que vi; la música que suena; un par de lagartijas, como acordes; la sangre de mi primera regla; mi grito de “Allá voy”, cuando hace falta darlo; el “!No se vayan todavía, que aún hay más!” de los dibujos animados… Aquí se acaba la página. ¿Es verdad que aún hay más? ¿Te queda, por detrás, algo importante? ─me pregunta la mujer llamada Villa-Dios.
Yo, que no tengo tiempo para sumirme en profundas cavilaciones, cierro los ojos y niego con un movimiento de cabeza; pero, en ese instante, veo una cosa impresa detrás de mis párpados.
─“Kafka en la orilla” ─exclamo, asintiendo ahora─: este libro. Es un mito hecho de mitos. Además, dentro de sí contiene tantos libros, que es, por sí solo, una
biblioteca conmemorativa.

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