miércoles, 4 de diciembre de 2013

La Casita… de música

La única orquesta del Conservatorio Rodolfo Halffter que programa conciertos antes de la cita anual de Navidad es la Orquesta de Antiguos Alumnos, dirigida por Juan Manuel Saiz Rodrigo. Lógicamente, esta agrupación no necesita el primer trimestre para preparar sus obras, puesto que sus miembros (profesionales ya, muchos de ellos) tienen más repertorio y experiencia, y sus ensayos no han de atenerse forzosamente al calendario escolar.
La novedad es que, este año (como les anuncié en uno de mis últimos comentarios sobre los conciertos del curso pasado), cuando el 20 y 21 de este mes se celebre el Concierto de Navidad, ya habremos asistido a un gran evento en que, además de la Orquesta de Antiguos Alumnos, participó la de Enseñanzas Elementales.
  La Orquesta de Enseñanzas Elementales en el Centro Cultural Villa de Móstoles. Foto: Carmen Montalbán

Yo asistí. Fue el 5 de octubre, en el Centro Cultural Villa de Móstoles. Juan Manuel Saiz le había sugerido a María Dolores Encina que los músicos graduados que él dirige compartiesen el programa con los niños y las niñas que dirige ella. Me pareció una idea preciosa, pues es esta especie de “apadrinamiento” (entre los que se han ido del Conservatorio sin desprenderse del todo, afortunadamente y los que no han hecho más que llegar a la música)  lo que estrecha los lazos de los que hablamos ayer… o el otro día… Los mismos lazos a que aludí al hablar de Jorge Maldonado. Creo que piensan hacerle un pequeño homenaje en el Concierto de Navidad. También en esta ocasión, de la que hablo ahora, Juan Manuel le dedicó unas palabras a nuestro querido bibliotecario y, como ocurre siempre que alguien nombra a Jorge en público, su sonrisa revivió en nuestra boca… y aplaudimos. Luego, en medio de ese clima de recogimiento alegre que deja una amistad tan felizmente compartida, la magia se transformó en sonido.
En fin, que Lola había aceptado el reto, por supuesto. Dirigió a la misma orquesta que tenía antes del verano (sin despedir aún a los que hoy han pasado a Grado Medio ni contar todavía con los recién incorporados a Enseñanzas Elementales, que van a debutar en Navidad). El curso apenas llevaba en marcha unas semanas, así que fue preciso recuperar el pulso de los instrumentos en tiempo récord para acudir a aquel Concierto Solidario.
El acto se había organizado a favor de una Asociación sin ánimo de lucro: Accede a respiro. Accede a respiro intenta mejorar la calidad de vida de pacientes con TEA (Trastornos del Espectro Autista) y, como consecuencia, la de sus familiares (a quienes ayuda a enfrentarse con fuerza a esos trastornos y a las tensiones que dificultan su día a día). Entre los proyectos de la asociación (equinoterapia, actividades al aire libre, taller de psicomotricidad…), la Casa de Juegos programa actividades para el desarrollo personal de adolescentes con este tipo de discapacidad… A pesar de la crisis, La Casita –como también se conoce el proyecto– sobrevive por ahora… o eso creo.
Fue con esos muchachos, integrados entre muchas otras personas de todas las edades, con quienes presencié el concierto solidario aquella tarde. No supe nada de ellos hasta el momento de los aplausos de despedida, cuando Presentación Abellán, la presidenta de Accede a Respiro, les dio las gracias a los músicos de ambas orquestas por conseguir que los chicos de la asociación hubiesen disfrutado tanto de un concierto. Yo quiero creer que todos habitábamos la misma casa, en la que sentíamos algo parecido: que podíamos sentir.
Para la Orquesta de Enseñanzas Elementales, que tocó en la primera parte, había sido un reto; para el público, un regalo. Nos ofrecieron dos piezas preciosas: Caramelo Vals, de Álvaro Gómez Alvarado y Tres Maneras distintas de caminar, de Pablo J. Berlanga Rui-Díaz.
¿Cómo no iban a fascinarme otra vez esos niños? Son de los que crecen con las dificultades. Cuanto más complicado es el desafío, más altura alcanzan sus arcos; más distancia cruzan sus puentes; más dignos, erguidos y disciplinados se ven; más comunican… Supongo que se concentran en su objetivo: sonar como un solo ser en esa dulce canción que canta toda la orquesta; una canción en la que –lo confieso– yo ya empiezo a pensar con añoranza. Mi hijo Andrés, que ha sido durante años uno de sus pianistas, se… “jubiló”, precisamente, en aquel Concierto Solidario. En fin: espero seguir escuchando muchos años a sus compañeros –los   mismos otros–, porque siempre estaré agradecida a la cuna musical con la que él se identifica.
Los mismos otros. Foto: Carmen Montalbán
También la segunda parte fue entrañable e hipnotizó a los chicos de Accede a respiro (y a todos los demás, jóvenes o no) de la misma forma.
La Orquesta de Antiguos Alumnos reabrió la cajita de música y lanzó al aire otras dos maravillas: el estreno mundial de Divertimento para orquesta, nueva obra del prolífico Berlanga,  y el Concierto para piano y orquesta n. 1 Op. 23 de Tchaikovski, interpretado por el solista Enrique Bernaldo de Quirós, que me pareció una preciosidad.
Las obras de Pablo Berlanga son una garantía de que el concierto va a ser un éxito. Son piezas muy atractivas que, de remate, consiguen algo dificilísimo para un creador (lo sé como escritora): parecer fáciles. Quien escucha –o lee– se desliza gozoso de un pasaje a otro; sin preguntarse qué complicaciones habrá tenido que superar el autor para conseguir ese… tacto de seda. Pero esta obra de Berlanga es, además, una de las que más me ha gustado hasta ahora. Recuerdo que empezó sonándome igual que un cuento de hadas y que, después de algunas travesuras (como si un gato bobo persiguiera a un astuto ratón por entre figurillas de cristal), ¡zas!, un contundente solo de trompeta lo llenó todo de contrastes y de ecos españoles que me arrastraron a otra persecución con mayor peligro… y más maravillosa todavía.
Nuevo éxito de Pablo Berlanga y Juan Manuel Saiz
¡Bravo!, Berlanga, ¡bravo!
En cuanto a Enrique Bernaldo de Quirós estuvo tan brillante como el año pasado, la primera vez que le escuché en directo (en Concierto X Aniversario del Teatro del Bosque, cuando interpretó el Concierto para piano y orquesta nº 20 en Rem. Kv 466, de Mozart).  Como ya les dije en aquella ocasión, Enrique es uno de los mejores pianistas españoles de su generación; un artista joven, pero ya tan generoso como sólo saben serlo los muy grandes. Pese a sus incontables premios internacionales sigue siendo solidario con la educación. Actualmente, es profesor Titular en el Conservatorio Superior de las Islas Baleares... Pero yo no estaba hablando únicamente de ese tipo de educación; me refería, más bien, a que hay personas que, sin proponérselo, nos enseñan a sentir la vida de otra forma.
Enrique Bernaldo de Quirós con la Orquesta de Antiguos Alumnos del Rodolfo Halffter
Siempre me fascinará la sutileza con que la buena música consigue, a veces, conectar con nuestras almas sordas. Tampoco me refiero ahora, solamente, a esos chicos con problemas de socialización, comunicación o reciprocidad emocional; hablo de otro tipo de autismo que, en mayor o menor medida, nos va afectando a todos los demás, incluida yo… Hasta que, de pronto, abro la caja de música y conecto conmigo misma. ¿Vieron la película Dos cabalgan juntos? Se me pasó la escena por la mente cuando aplaudí en aquel concierto (ésa en que el joven deja caer la cajita y, al oírla abierta, recupera la infancia que perdió cuando le raptaron los indios). Mi experiencia, claro, no fue un drama: al revés. Sentí la magia de la música sin estridencia alguna; sin dolor ni caída. Una sutil caricia en el oído atravesó mi piel de piedra; hizo temblar mi carne y, ¡zas!, dejé de ser estatua.
5 J.M. Saiz, E.B. Quirós y la Orquesta de Antiguos Alumnos


jueves, 21 de noviembre de 2013

¡CUÁNTA GENTE ESTUPENDA!

En cuanto puse el pie en el Auditorio del Conservatorio Rodolfo Halffter, comprendí que aquel 21 de junio, día de la música, Mozart era lo de menos.

Hoy, antes de amanecer (cuando el verano que empezó aquel día ha acabado por completo y al otoño no le queda demasiado), he estado buscando las fotografías que hice aquella tarde. He pasado ordenándolas toda la madrugada. Mientras las veía, exclamaba en voz alta, sin darme ni cuenta de que estaba sola, las primeras palabras que la alumna –ya ex alumna– de Violín Yaiza Palomar pronunció en aquella Ceremonia de Graduación: “¡Cuánta gente estupenda!”



Decimotercera Promoción de Alumnos. 21 de junio. Concierto nº 3 en Mib Mayor para Trompa y Orquesta. Kv 447., de W.A. Mozart.

Vi el programa en la puerta, recordé que yo ya había escuchado ese Concierto para Trompa, y entré. No pensé en otra cosa que en la fiesta de Graduación (salvo quizás en que, de paso, oiría esa obra de Mozart que tanto había aplaudido en primavera).

Mateo Lorente, el director del Conservatorio, había intentado conjurar la nostalgia hablando del futuro apasionante que esos doce músicos, ya profesionales, podrían esperar (siguieran o no el camino de la música en sus estudios superiores). Por mi parte, hace rato, evocando su fiesta de graduación, he deslizado miradas sonrientes sobre los retratos; sin poder evitar que, entre una foto y otra, aquel brillo de alegría de mis ojos se haya ido confundiendo más y más con el relampagueo de la tristeza.

¿Que por qué razón? No por Mozart, claro; aunque la Sinfónica sonó mucho mejor en primavera, con todos sus músicos. Alexandre Schnieper volvía a dirigirla también ahora y el trompa Roberto Lerma (otro de los alumnos que se graduaron) volvía a ser el solista. Lo malo es que ambos estaban rodeados, en esta ocasión, por gran cantidad de atriles vacíos. Recuerden la fecha. El curso ya había terminado en el Conservatorio, pero en los institutos y universidades seguía habiendo pruebas de selección y acceso que mermaron a la orquesta. Pensé –perdonadme– en una manada de antílopes a la que le hubiesen restado (o raptado) más de la mitad de los miembros. Me gustaron los solos de trompa: tristes y hermosos como el canto de un elefante melancólico. Mientras él cantaba, los que habían venido a acompañarle se veían tan festivos e inquietos como los antílopes de mi metáfora a la orilla de un lago recién descubierto.

En medio de la fiesta y los vacíos (me refiero a los doce vacíos presentidos, los que dejarían pronto los doce graduados), también mi corazón iba de brinco en brinco. Porque estábamos de fiesta, sí; pero de despedida. Doce alumnos se marchaban del Rodolfo Halffter diez cursos después de haber llegado. Teniendo en cuenta la cantidad de alumnos que entran en primero cada año (muchos multiplicados por muchos instrumentos), me sorprendió que sólo doce de ellos –doce en total, repito– hubiesen culminado sus Estudios Profesionales. “El mundo es de los que tienen voluntad” –les felicitó Mateo–, “y vosotros habéis demostrado una voluntad inquebrantable”.

Detrás del director, en nombre de los alumnos, habló Yaiza Palomar (una de esas chicas que yo pondría de ejemplo para explicar lo que es una buena persona). “¡Cuánta gente estupenda!”, suspiró. Su adiós a los estudios de música nos conmovió a todos. “Son muchos los recuerdos que nos llevamos de la que ha sido nuestra segunda casa”, dijo poco antes de romper en llanto.


Observé a Yaiza sobrecogida, como quien presencia el dolor de una hija. Ninguno de mis dos hijos se graduó aquel curso (ni lo harán este, todavía); sin embargo, durante años, mientras los llevaba de la mano a ambos (ya empiezan a llevarme ellos a mí), también he sido testigo del crecimiento artístico y humano de sus compañeros y compañeras. Supongo que me pasa lo que a otras muchas madres de las que pululan por el Conservatorio, un día sí y otro también, durante tanto tiempo. Ampliamos  el clan a fuerza de acudir a los actos de nuestra familia. Todos nos escuchamos en tal o cual audición, concierto o intercambio; en tal o cual orquesta, banda, o grupo de cámara… Dentro y fuera de Móstoles. ¿En cuántas aulas, cafeterías, teatros y pasillos habría visto yo las caras de los doce graduados? ¿Cuántas veces aparecen, más o menos enfocados, en las fotos de mis hijos?

Quizás sea cierto, después de todo, que la música forma manada. El mayor mérito está en la vocación de los tutores. En el Rodolfo Halffter hay más de una docena de estupendos pedagogos; muchos de ellos, buenos músicos, buenísimos; tan apasionados por seguir mejorando ellos mismos, que sacarían un artista de un leño. ¿Y cómo no afiliarse a un clan así?

Pero, además, hay miembros no docentes de la comunidad educativa que le dan cohesión a esta… “familia”: personas como Jorge Maldonado, el bibliotecario, que murió inesperadamente durante el curso pasado. Él no sólo conocía de oídas a los alumnos del Rodolfo Halffter, sino que los llamaba a todos por su nombre. Sabía quién era el tutor de cada cual; quiénes sus padres; qué documentación necesitaban, aunque pidieran otra; qué tal iban en coro, en orquesta, en la vida… Puede que haya en el mundo alguien tan erudito como Jorge (muy pocos); puede que exista alguien igual de generoso y de sociable (tengo varios amigos parecidos)… pero, ¿todo a la vez, y en ese grado? Jorge era un sabio alegre y cariñoso; un sabio que, no obstante, se las arreglaba para que todos y cada uno de los que hablábamos con él nos sintiésemos doctores en el tema elegido. Honoris causa. El honor era un préstamo suyo que intentábamos devolverle a tiempo (salvo que él mismo nos entretuviera). Salíamos de su charla un poco tarde, pues sus ideas se encadenaban una a otra en una red inmensa de meandros, pero sintiendo que nosotros –los demás– éramos sabios… Sabios risueños.

Mateo le recordó en la graduación cuando habló de esos lazos que unen a los artistas (además del sacrificio, el tesón, el esfuerzo y el gusto por el arte). “Jorge siempre estaba con vosotros y con nosotros, acompañando y complementando la labor musical y humana” –dijo, antes de que le interrumpiesen los aplausos. Ocurre siempre que se nombra a Jorge: cada oyente se concentra en él y en su propio aplauso; y eso acaba convertido, por supuesto, en ovación. Concierto para Corazón y palmas de las manos. 

Llevo un rato pensando que es extraño, ¡extrañísimo!, pero Jorge, que estaba en todas las audiciones habidas y por haber, no aparece en ninguna de mis fotos… Debe de ser el único que nunca se cruzó con mi objetivo... En fin, Mateo tenía razón, no hay peligro de olvido. En el último espacio de este álbum les dejaré el vacío que Jorge nos dejó, para que cada cual ponga la imagen que tenga de él (Si me enviáis fotos, dedicadas a Jorge, las pegaré a otro álbum de este blog).


De izquierda a derecha: Mateo Lorente (director del Rodolfo Halffter), Mirina Cortés (Concejal Delegada de Educación, Cultura y Promoción Turística del Ayuntamiento de Móstoles), Alexandre Schnieper (director de la Orquesta Sinfónica Rodolfo Halffter); Yaiza Palomar (ex alumna del Conservatorio); David Arenas (profesor, excelente clarinetista); Daniel López Villalba (Jefe de estudios); Roberto Lerma (ex alumno)

¿Cómo no iban a brincar como gacelas, el día de su graduación, esos doce nuevos profesionales de la música que Jorge, Mateo, Mirina Cortés, profesores varios, compañeros mayores y familias amigas han llevado bajo su ala durante diez cursos? Fue el primer día del verano. Sus  vidas estaban cambiando de estación en aquel preciso instante. Habían acabado un durísimo ciclo e iniciaban otro; un ciclo apasionante y venturoso: eso espero yo también. Alegre de saberlos gente de confianza, Mateo les despidió con una cita de Shakespeare a la que me adhiero: “Desconfiad de los hombres que no tengan música en el alma”.  

Ahora, al leerla en voz alta, oigo mi propia voz más quebradiza e inestable que un atril vacío; así pues, parpadeando, cierro este blog y exclamo: ¡Cuánta gente estupenda!


Yaiza Palomar


miércoles, 13 de noviembre de 2013

AUDICIÓN DE MÚSICA DE CÁMARA

Cuando ya han empezado los conciertos de este año (y muy bien, por cierto, ya les contaré… si el tiempo no lo impide), yo aún encuentro fotos y programas del curso pasado en el Conservatorio Profesional de Música Rodolfo Halffter, de Móstoles (Madrid) que no había mencionado todavía cuando hablé de los conciertos del curso 2012-2013.


 
Hoy recuerdo, por ejemplo, el último recital de la Asignatura de Música de Cámara que organizaron los profesores Eduardo del Río (violonchelo) y David Arenas (clarinete) con los distintos grupos de Cámara que habían formado sus alumnos.
Fue un precioso y caleidoscópico recital con una gran variedad de obras y de intérpretes; empezando por Gabriel Fauré (1845-1924), compositor al que yo apenas había escuchado antes. Su Trío en Re menor, op. 20 (clarinete, Leticia del Monte; violonchelo, Eduardo del Río; piano, Andrés Poncela) me sorprendió muy favorablemente. Sonaba muy vivo y, a la vez, sereno, como aterciopelado.
 
Y, de ahí en adelante, todo siguió añadiendo momentos de disfrute musical.
 
La Sonata en Do Mayor (Diego Sabio y Mario Lucas, piano a cuatro manos) me llevó a Viena, con Mozart. Y lo mismo digo (también con Mozart) de la Sonatina en Sib Mayor, Kv 434b (Lidia Ortega, piano; David Arenas, clarinete); el Divertimento nº 1 en Sib M, kv 439b (David Sánchez, piano; David Arenas, clarinete); el Trío en Do Mayor (Laura Ferrer, flauta; Eduardo del Río, violonchelo; Cristina Ortega, piano)…
Otras obras que escuché aquel día fueron el Dúo Nº 5 en Sib Mayor de Ignaz Pleyel (Julián Fernández y David Arenas, clarinetes); el Trío "Patético" en Re menor de Mikhail Glinka (Daniel Martín, clarinete; Eduardo del Río, violonchelo y Javier López, piano); el Vals de Teresa Carreño (Mª Ángeles Higuera, contrabajo; Eduardo del Río, violonchelo; Lucía Bonilla, piano) y el Cuarteto en Mib Mayor, OP. 69 de Franz Krommer (David Lozano, clarinete; Yaiza Palomar, violín; David Arenas, clarinete; Eduardo del Río, violonchelo)…


De izquierda a derecha: Eduardo del Río, David Arenas y Rafael Blázquez

Recuerdo haberme sentido muy a gusto escuchándoles a todos; aunque, quizás, recibí con especial satisfacción mi reencuentro con la guitarra, que sonó en dos piezas: el Duetto nº 3 en La Mayor de Ferdinando Carulli, (Rafael Blázquez, guitarra y David Arenas, clarinete) y la Serenata op. 50 de Malcolm Arnold (Rafael Blázquez, guitarra y David Sánchez, piano).
 
Aquí les dejo el programa de la audición.








viernes, 12 de julio de 2013

Aldo Mata en el “Rodolfo Halffter”

No quería que me llegasen las vacaciones y me tuviese que marchar a Asturias (donde no dispongo de ordenador) sin haber hablado de este concierto. También me daba miedo de que mis elogios a los demás encuentros del curso (todos muy merecidos) me restasen credibilidad a la hora de aplaudir éste, que me pareció excepcional. Para los escritores, el clímax es el clímax: hay que preparar la cuesta arriba (sin sobrepasarla en ninguna ocasión) si no queremos que la cumbre se quede por debajo de su sitio.
El nivel de los conciertos del último trimestre en el Conservatorio Rodolfo Halffter, de Móstoles (Madrid) ha sido muy alto; mayor, cuanto más cerca de fin de curso. Pero, ahora, entre esos picos, el que quiero destacar es un… ochomil, digamos.
Se celebró el día 12 de junio, en el Auditorio del Rodolfo Halffter. Yo acudí a escuchar a mi hijo Daniel, que es un violín de la Orquesta Sinfónica. Recuerdo que había estado a punto de no ir, porque ese día tenía obligaciones inaplazables... casi inaplazables, mejor dicho (de hecho, las aplacé). Me sorprendió que Dani no insistiera en que fuese a verlo a él: lo que le dolía es que me pudiese perder a Aldo Mata.
Aldo Mata en el Rodolfo Halffter. Foto: Carmen Montalbán
Tienes que ir mamá. Aldo Mata es Catedrático de Violonchelo en el Conservatorio Superior de Salamanca. Ha actuado como solista en Estados Unidos, América del sur, Asia y Europa. Ha tocado en Viena, Portugal, Croacia, Bélgica, Francia, Italia, Alemania, Colombia… y ahora viene a Móstoles. Entrada libre hasta completar aforo. ¡Qué oportunidad! ¿No sabías que ha tocado con Gutman y  Rostropovich?
Lo pensé mejor. Aldo Mata había formado parte de la Filarmónica de Medellín, la Sinfónica de Castilla-León, la Orquesta de RTVE (invitado como primer chelo), la Sinfónica Nacional de Colombia, el European Royal Ensemble, la Orquesta Ibérica, la Sinfónica de la Universidad de EAFIT, la Orquesta Andrés Segovia, el Coro Tenebrae… Con todo ello, un artista como él se había prestado, desprendidamente, a tocar con estudiantes como mi hijo, en la Sinfónica del Rodolfo Halffter. Como dice Lola: el artista, cuanto más grande, más generoso. 
Orquesta Sinfónica. Foto: Carmen Montalbán
De modo que aplacé mis compromisos y acudí, por supuesto. Dani no se equivocaba: Aldo Mata es genial. La segunda parte, en la que lo acompañaron los alumnos del Rodolfo Halffter fue muy bonita. La Orquesta Sinfónica del Conservatorio tocaba el primer movimiento del Concierto para violonchelo y Orquesta Op. 104  de Antonín Dvorák. Alexandre Schnieper dirigía la orquesta. Disfruté de esa obra. Me gusta la pieza. Me parece fluida, espectacular, vistosa… Sin embargo, a pesar de que la sinfónica estuvo mejor que nunca, su actuación no fue lo más espectacular del año; lo mejor –con diferencia– había ocurrido ya, en la primera parte del programa.
Aldo Mata, Alexandre Schnieper y la Orquesta Sinfónica del Rodolfo Halffter
Quienes hicieron magia verdadera no fueron los estudiantes (aunque no faltó mucho para que lo lograsen); quienes hicieron magia fueron los maestros Aldo Mata y Eduardo del Río, que interpretaron la Suite Op. 16 para dos cellos, de David Popper.
Conseguí sitio delante, frente a un escenario distinto a como suelen organizarlo. La orquesta tenía menos anchura, pero tanta profundidad, que las sillas de los dos miembros del dúo rozaban la primera fila... Desde donde me senté, escuchaba su respiración y casi podía tocarlos; así pues, no se me escapó nada. Ni habría podido yo, aunque lo intentase, escapar de su embrujo.
Aldo Mata y Eduardo del Río. Foto: Carmen Montalbán
Todo empezó con una mirada. En la música de cámara, hay que estar atento al otro; y mucho más en un dúo. Aldo Mata miró a Eduardo del Río; Eduardo del Río le sonrió, y empezaron a hablarse con los ojos. Sus chelos comenzaron a cantar. Las frases musicales que entonaban iban anunciadas por esa cuerda invisible tensa, pero elástica que se tendía entre sus párpados. “Escuchando” sus miradas, comprendí que Aldo y Eduardo no sólo estaban tocando una pieza que ambos se sabían a la perfección; estaban en un plano superior hacia el que nos llevaban a nosotros: la interpretación.
Sonreí yo también. Recordaba esta frase de una de mis novelas: “Echó el cuello hacia atrás para mirarla aún con más deseo. A mi modo de ver, parecía un gallo que acaba de encontrar una lombriz”. Y esta otra: “Llené mi pecho de aire. Quería romper la cuerda que parecía tenderse de repente entre los ojos de él y los de ella, pero me desinflé”. Ambas citas me habían venido a la mente porque también en los cortejos amorosos existe esa atención y ese encandilamiento en la mirada. Igual que en un buen dúo, todo aquello que hacemos cuando cortejamos se puede presentir en el tira y afloja de esa cuerda. Los ojos (la atención que prestamos y nos prestan) hablan de una relación viva, llena de interferencias entre el uno y el otro. “Te observaré mientras me escuchas y, dependiendo de cómo respondas, seguiré este camino o buscaré otra senda”.  
Yo no habría sentido tantísima vida en la Suite de Popper si el dúo sólo estuviese tocando notas. Me daba la impresión de que esas notas que se escuchaban no estaban escritas en ningún papel, sino que los miembros del dúo las elegían de entre un sinfín de opciones, a cada segundo. Siempre frente senderos que se bifurcan. Aldo y Eduardo respondían a lo que expresaba el otro como si no supieran ni ellos mismos dónde les llevaría su exploración. Te observo, te escucho, pienso, reflexiono, decido… Creo que sí, que tomaban decisiones. Hacían música; una música que tendía puentes entre sus chelos, como si cada instrumento templase las cuerdas del otro. “Me pondré gracioso si hace falta, hasta que pueda hablarte en un susurro”, se cortejaban los violonchelos. Todo era tan vivo, que me parecía imposible que ese dúo hubiese estudiado con metrónomo: antes, habría seguido latidos de corazón. Yo estaba muy cerca, y tan emocionada, que hubo momentos en que pensé que era mi pulso el que marcaba el ritmo…

O sea, que viví la Suite op. 16 para dos cellos de David Popper (perdónenme esta niñería los músicos) como si presenciase el cortejo de los violonchelos de Eduardo del Río y Aldo Mata. Para mí, esa obra era el trino de dos aves del paraíso o el frufrú de las plumas del pavo real. Ahora cantas tú, y yo te acompaño. Ahora canto yo, y tú me respondes. Ahora giro a tu alrededor, a ver si te convenzo con mi gracia.

Aldo Mata movía mucho el cuerpo, porque su violonchelo no tenía pica. Es un chelo de 1787 (del lutier italiano Giuseppe Nadotti) que Aldo sujeta al vuelo, entre las pantorrillas. Sus cuerdas están hechas de tripa de animal (no sé si cerdo o cordero). Su sonido es muy peculiar, diferente a otros chelos que yo haya oído... más bravo, más… orgánico. Si de veras hubiese estado presenciando un cortejo de pavos reales, éste sería el macho. Lo digo porque era el Violonchelo I; por el timbre de su voz (que abría sus colores frente a mí, en espectacular abanico), y porque su falta de apoyo hacía que Aldo Mata tuviera que bailar mucho con el cuerpo, al ritmo del arco. Eduardo del Río respondía con dulzura: sus pianos eran tan delicados, que ponían la carne de gallina y causaban emociones de ternura y de cariño.
Tras disfrutar de la música. Foto: Carmen Montalbán
Mi hijo Dani me dijo, después del concierto, que los esfuerzos que exige cualquier carrera musical valen la pena si, de repente, un día, se hace disfrutar al público de la manera en que él había disfrutado. Se abrazó a sí mismo, impresionado todavía; se quedó pensativo un instante y, como pensando en voz alta, susurró: “¡Vaya por Dios! Ni siquiera sé si nos necesitaban. Habrían tocado a gusto hasta sin público”.
Volví a acordarme del gallo que se encuentra una lombriz. Tal vez, lo que yo presentí como un cortejo no había servido para que los chelos se enamorasen entre sí: tal vez había servido para enamorar al auditorio: la lombriz. Enamorar es convencer, y a mí también me dejaron convencidísima. Esos dos violonchelos no habrían podido ser más comunicativos ni aunque yo entendiese su lenguaje. Habían exhibido el color de los ojos de sus plumas para cautivarme y lo habían logrado. Tampoco yo he escuchado algo tan bello en mucho tiempo, de modo que le eché a mi hijo la mano al hombro, y exclamé: “¡Vaya por Dios!”
 
Ver más: Los conciertos del curso 2012 / 2013