lunes, 6 de enero de 2014

Un telón que no cierra

Hasta ahora, cada vez que he imaginado tu cara tras escuchar tu nombre en un concierto, he sonreído”, pensé con una mueca tímida, cuando vi el rostro de Jorge Maldonado.

Aquel 21 de diciembre, ocho meses después de que su espejo lo viese por última vez, me reencontré con el reflejo de un gran hombre en la gran pantalla del Teatro del Bosque, donde estaba empezando a celebrarse el Concierto de Navidad del Conservatorio Rodolfo Halffter. Observé su retrato e intenté reflejar su alegría en mis facciones. Lo había hecho siempre sin proponérmelo. Lo malo es que, en esta ocasión, las comisuras de mis labios temblaban con una risilla efímera y quebradiza; tan quebradiza y tan efímera como esa pompa de jabón que es nuestra vida.

Aunque luego la música lo iría animando todo, el silencio inicial no me dejó alegrar, en un principio, la sombra de mis cejas. Ni poniéndole al mundo ojos broma. Se abrió el telón y, como en uno de tantos acertijos chistosos, apareció la sonrisa de Jorge. Anunciaba una película hecha con los recortes de una vida vivida… para siempre jamás…

Yo intenté sonreír, como otras veces, pero una dentellada de mi boca me dijo: “Algo va mal, muy mal: esto no se parece a una sonrisa”. Entre Jorge y el público, en la penumbra, empezó a respirar una orquesta infantil. Las gentiles siluetas de unos cincuenta músicos (niños y niñas) interpretaban la Segunda de “Tres maneras distintas de Caminar”, de Pablo Berlanga. Las aladas almas de sus instrumentos flotaban en el aire con elegancia. Había tanto cariño en los altos andamios de esas notas como delicadeza. Sentidas, contenidas, templadas con un mimo difícil de entender en chicos de su edad… Aquel era el primor con que envolvían el mejor regalo que podían hacerle a Jorge: el acompañamiento de su música. Supongo que la muerte de un amigo –al fondo del escenario– enciende el corazón y lo refrena… ¿O no?

Un silencio. Un aplauso. Y, ya, cuando mi llanto estaba a punto de estallar, Mateo Lorente, el director del Conservatorio, pronunció unas palabras para él. Fueron esas palabras auténticas las que desataron tormentas de lágrimas. Mateo las regaló sin envoltorio; por sorpresa, fuera de programa. Las dijo en un susurro, como si le estuviese doliendo el aliento, pero volaron nítidas y sin vacilación hasta clavarse en nuestros oídos agitados.

Y la cosa es que no se dirigía a nosotros. Habló de Jorge con Jorge mismo; acerca de su infancia truncada, de sus pérdidas, de sus obligaciones tempranas y de los empujones que le dio la existencia. Esto es ser hombre: horror a manos llenas. Mateo citó el destierro de Jorge de Argentina y ese otro –peor aún– destierro de sí mismo. Le agradeció la literatura, la música y las artes que inundaron sus días hasta llenar los nuestros. Evocó muchas cosas: su brillante uso de la palabra; esa madeja que Jorge solía liar con hilos de la realidad y de los pensamientos; el miedo que sentimos cuando nos dice el médico que somos, ¡cómo no!, carne de cementerio  y nos asalta el pánico de no haber hecho bien las cosas… o no todas las que debimos… Si le hubiera podido contestar –supongo–, Jorge habría recordado lo que Borges, Miguel Hernández, Ángel González, Juan Ramón Jiménez y otros muchos poetas piensan sobre el asunto. La muerte es una vida vivida y la vida una muerte que viene. Nos mira desde un espejo sin porvenir; se acerca con pasos mudos; aparece al primer suspiro, y nos convierte en jinetes que nunca llegan a Córdoba.

Suspendidos como marionetas en un denso silencio –ni carraspeos ni tos–, el público, los músicos y yo oíamos a un hombre emocionado hablar con un amigo cuya vida se estaba deslizando en la pantalla. ¡Cuánto penar para morirse uno! Mateo miró la proyección del modo en que se mira al más allá, pero sin ambición de muerte. Tampoco ponía voz de sepultura, aunque era el otro mundo el que parecía vivo. De este lado, todos éramos sombras; almas en pena que no se contentaban con que Jorge las hubiese perdido. Sólo relucía él, el genio de la lámpara. Él sí resplandecía; era como si hubiese colgado su sombrero en una estrella… Incluso quienes no le conocieron se conmovieron en el teatro aquella noche, ante su brillantez. Debían de imaginarle como fue: una de esas bellísimas personas sin las que ponemos al mundo en peligro de convertirse en un estercolero.

Diste color a la lectura y música al acompañamiento. Son muchos los chicos, como tú les llamabas, que han compartido literatura, horas de charla amigable, de cafés, de escucha, de aprendizaje mutuo…”, dijo Mateo, mirándole directamente.

Y, así, mientras veíamos imágenes para llenar mis álbumes vacíos con las facetas múltiples de Jorge (padre, hijo, esposo, oyente, luchador, lector, animador, artesano, claridad, bruma…), Mateo fue de su corazón a sus asuntos; los de Jorge, los de “los chicos”, los míos, los nuestros… El director del Conservatorio expresó –en tono poético, pero con sencillez y gran ternura– su gratitud hacia el bibliotecario, un compañero del alma que “navegó entre océanos de poesía”.

Navegó”, pensé yo. Pretérito perfecto. El tiempo de surcar por un poema está perfectamente terminado. Simple pasado. Ayer y siempre ayer, y así hasta ahora. Mañana será nunca y no será mañana… Nunca más. ¡Ojalá que Mateo hubiera dicho “navegaba”!, eso habría significado que aún había esperanzas de volver a hacerlo. Hasta que entendí que aquella película que estábamos viendo era una obra póstuma del tiempo y la memoria, había sido sábado toda la mañana. Ahora, de repente, ya no era ni lunes. Para Jorge, al andar la jornada, la vida había sido aventada de un soplo. Un vendaval sobre aserrín había borrado toda la hermosura del mundo: el silencio, la música, la Navidad, los libros, el compañero que le estaba hablando, y el público en la penumbra…

¿Cómo no iba un pensamiento así a descolgar las comisuras temblorosas de mis labios? ¡Vaya hachazo! Aún teníamos que hablar de tantas cosas… Empecé a charlar sobre los “temas poéticos” en 2010; pero, hasta hoy, nunca debatí acerca de la MUERTE con el poeta. Y, ahora, “Nunca” era “nunca”. O tal vez no. ¡Qué tiempo el tiempo! Tal vez, aún, Jorge pudiera ser mi apuntador, puesto que aún documenta mis recuerdos. No está la cosa para andar con “olvidanzas. Traer a mi memoria los versos de lija que él me recitó es mi única manera de desamordazarle. Con eso me conformo, ¡qué remedio!; aunque sospecho que, de estar aquí, Jorge tararearía alguna canción última muy distinta a estas en las que yo pienso. Marcaría con cintas negras algún poema póstumo; algún salmo a lo fatal, al ayer; a los límites de ese viaje definitivo que nos deja sin hogar, sin árbol verde, sin pozo blanco… y sin nosotros mismos.


 “¿Me atreveré a contar lo que pienso en mi próxima entrada del blog?”, me pregunté, mirando a Jorge en la pantalla. Tal vez debería –como hizo Javier Ortiz, un amigo común de los dos–, dejar escrito mi propio obituario. Tal vez debería terminar lo empezado… Y decir “Te quiero”… Y llegar a Córdoba...

Deseo que mis cenizas sean lanzadas a dos ríos, Guadamía y Guadalemar; ya irán a dar a la mar. Sin prisas. Sin misas. Con muchas canciones. Que suene la música que yo no me llevo. Me voy con lo puesto, pero con lo puesto debajo de la piel: confío en abrigarme desde las entrañas, con algunas notas. Lo quiera yo o no, la batuta se queda. Me temo que lo triste no es desaparecer en medio de un París con aguacero (sin que afuera perduren ni mi sol ni mi sombra); me temo que lo triste es no llevarme conmigo París, una dehesa de encinas, algún bufón de Asturias, algún volcán de México, la soledad, el páramo, la lluvia, los caminos de La Milana, un Viña Alfonsina, un poco de amor impregnado a mis células, una charca de ranas, un vuelo nocturno por la Patagonia y una isla desierta. Mientras unos y otros la vamos poblando, todos perderemos, del lado de acá, estas páginas que el viento desordena; libros de partituras, álbumes de fotos, poemarios y cuadernos que ya nunca abrirán ni Jorge ni mi padre, ni Pepe, ni Javier
¡Cómo desearía no haber empleado puntos suspensivos!

Perdona mi tristeza, querido lector. No pretendo que te lleves una idea equivocada del concierto. He liado la madeja yo también: me resisto a llamarle “Muerte” a esta película. El discurso de Mateo, aunque lo haya entretejido a una lúgubre red de pensamientos, fue breve, emotivo, precioso… Tras él, siguió la música: bellísima. En sólo unos minutos, yo recobré el aliento y, con él, la esperanza de que Jorge me espere muchos años.

Eché en falta dos joyas que aguardo cada curso: algún concierto para violonchelo (deliciosamente interpretado siempre por Eduardo del Río) y la actuación anual del Ensamble de saxofones que dirige Vicente Sempere. Aun así, fue un encuentro muy bonito; tan alegre como Jorge habría deseado. Dos lágrimas rebeldes quedaron en mis ojos otro rato. Sonreí al colorido de los coros, todavía, entre esplendorosos arcoíris; pero llegué al Mambo de la Banda Sinfónica de Enseñanzas Profesionales con palmadas y sonrisas felices (ahora, sí). Entre la Orquesta Infantil (dirigida por Mª Dolores Encina) y la Banda (dirigida por Alexandre Schnieper) hubo mucha y buena música de los distintos Coros y las Orquestas de Cámara y Sinfónica de Enseñanzas Profesionales, también a cargo de Álex. Aquí dejo el programa.

¿Cómo no iba a animarme? Estupendas adaptaciones de Pablo Berlanga habían puesto timbales en nuestros habituales villancicos. La novedad más sabrosa fueron los arreglos que realizó Manuel Villuendas para adaptar Tres Danzas Populares de Béla Bartók a la Orquesta Infantil. Magníficos. Villuendas es otro de esos genios generosos que apoyan a las Orquestas del Rodolfo Halffter y estrechan lazos entre generaciones en esta gran familia de la música. ¿Sabían que fue uno de los profesores de Violín de Lola, la directora de los pequeños que interpretaron esas Tres danzas en el Concierto de Navidad? Me habría gustado poder asistir yo misma a la Clase Magistral que les había regalado días antes a los chicos, porque Manuel Villuendas ha alternado siempre su carrera violinística con la dirección de orquesta, la enseñanza y la música de cámara. Actualmente dirige la International Youth Orchestra (IYO). ¿No te llena de orgullo que un artista como él proteja, aprecie, enseñe a nuestros músicos?

Hoy, para el día de Reyes, querido lector, quiero que me regales amor al arte. El amor y el arte, como algunas heridas, son telones que no se cierran. Entonces, siempre, acuérdate del poeta (me refiero a cualquier creador: de oficios, de habilidades, de cariño…); porque, aunque su cadáver, ¡ay!, siga muriendo entre otros mil millones de cadáveres, aquí lo que palpita es la belleza que él dejó en nuestra vida.

“Alentadas amapolas”. Foto: Carmen Montalbán

*Aparte de los poetas ya nombrados, me he encomendado a versos de autores citados al final de mi entrada “Que tenemos que hablar de muchas cosas”.

Ver Los conciertos del curso 2013-2014”