lunes, 29 de septiembre de 2008

“Sauce ciego, mujer dormida”, Haruki Murakami

Sauce ciego, mujer dormida” es un libro que incluye veinticuatro relatos con elementos fantásticos y oníricos. Todos ellos están llenos de humor y de surrealismo, y reflejan el ansia de amor de sus personajes y la soledad humana.

Haruki Murakami (Kyoto, Japón, 1949) es autor, además, de “La caza del carnero salvaje”, “Tokio blues”, “Al sur de la frontera, al oeste del sol”, “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”, “Sputnik, mi amor” y “Kafka en la orilla”. __________________________________________________________________________
LOS TEMORES DE MURAKAMI


Veo el libro sobre la mesa y me pregunto cuál será la contraseña para entrar. La noche es profunda; el tiempo, flexible. Mi conciencia está despejada. No tengo sueño. “Haruki Murakami”, digo, en voz alta. Pronuncio el nombre del autor y, como un perro al que le han lanzado un palo, corro tras él, pierdo el sentido de la orientación, pierdo la noción del tiempo, me pierdo de vista a mí misma, y caigo de las tapas del libro hacia dentro, sin hacer ruido.


Levantar la esquina de la primera página es como levantar una esquina del mundo y, poco a poco, desembrollar sus hilos. Eso sí, es otro mundo. Un mundo que, al principio, me parece tan gracioso y ordenado como medido con una regla. Haruki Murakami me guía por esta ciudad invisible y me hace desaparecer, como absorbida por unas arenas sin nombre. Es un autor mágico. De repente, hace que yo aparezca en un vasto paisaje de impresiones, instantes, sueños, relojes parados… Trenes que pasan. Surrealismo, impresionismo. Cuadros parecidos a campos de maíz azotados por la sequía del verano. El verdor tras el follaje de un árbol alto. Desagües desecados y alcantarillas de la antigua Roma. Playas apetecibles y tranquilas, amodorrantes, y olas devoradoras que dan bramidos siniestros y retroceden antes de avanzar; como si, en el fin del mundo, alguien estuviera tirando con todas sus fuerzas de una gigantesca alfombra.

Ya no podría escapar de aquí ni aunque quisiera, porque aquí no existe la distancia. El tiempo avanza y se detiene, se detiene y avanza. Me olvido de esta habitación, del dentista, de la declaración de la renta, de las letras del coche y de la avería de la calefacción, y permito que mi conciencia empiece a vagar por la frontera entre lo real y lo irreal. Aquí no hay sitio para nada más que para estos relatos y para mí. Los cuentos y yo, en un vacío íntimo. Éste es el instante que más me gusta de una lectura: cuando acepto las reglas del juego que me propone el autor y me zambullo en la obra.

Al principio, todo parece plácido y estable; pero lo cierto es que me encuentro dentro de una calma fugaz creada en el núcleo de un remolino de presión atmosférica. En seguida, algo sale reptando de entre las páginas y me doy cuenta de que lo que tengo en las manos no es un libro cualquiera. Tengo en las manos alta literatura; tan alta y tan profunda, que da vértigo. Este libro es un iceberg que flota en un mar oscuro.

Haruki Murakami fabula con experiencias que ha vivido, con sucesos extraños, y los deforma. Inventa historias sin recato, las mete unas dentro de otras, como cajas de distintos tamaños, y me conduce a través de ellas, como un encantador de serpientes. Algunos de esos relatos son absurdos, pero tienen un tono tan adecuado, que nada me parece más verosímil que su hombre de hielo, sus señores cuervos, o su mono roba-nombres. No me interesa ninguna otra cosa; en caso contrario, leería los periódicos. Lo que me roba el corazón ahora son las moscas que nos comen por dentro; ese tipo que llama y cuelga, y la tía pobre que permanece oculta en nuestro interior hasta que un día se sube a nuestra espalda. De lo que se trata aquí es de preguntarse qué tipo de traumas sufre un canguro; adónde van a parar los nombres que se pierden; si me arrepentiré alguna vez de elegir el deseo que elegí, o cuál será el destino de los gatos que se comen a su dueña…

En lo que el autor sí es un espejo ─sin deformaciones─ es dándonos idea del corazón humano. Sus personajes existen y funcionan como si fueran fenómenos atmosféricos. No parecen malas personas. Hay jóvenes que me cuidan, igual que hadas bondadosas, y ancianos que me conceden un deseo. El que yo quiera. Hay adultos de mediana edad ─como yo─ que ─como yo─ ya no son poetas ni revolucionarios, ni estrellas del rock. Ya no duermen la borrachera dentro de las cabinas telefónicas ni beben hasta perder el sentido, ni escuchan ningún LP de los Doors a todo volumen a las cuatro de la madrugada… Ya no. Hay náufragos que van a parar, junto con sus gatos, a islas desiertas. Mineros de la tragedia de la mina de carbón en Nueva York, respirando lo menos posible, porque queda ya muy poco aire. Estudiantes de piano cuyo corazón se ensancha cuando pasan los dedos sobre las teclas. Muchachos con una marcada tendencia a enamorarse de sí mismos. Mujeres que necesitan llorar en los brazos de alguien y mujeres que sólo se acostarán con su novio después de haberse casado con otro. Líderes que comulgan con el éxito, metidos en una especie de marco del que intentan no salir… hasta que se ven fuera. Hombres y mujeres hartos de su vida miserable, de los plazos, de las asignaciones de sus ex, de sus casas pequeñas, de las cucarachas en la bañera, del metro, de las horas punta…

En este libro de relatos hay personajes verdaderamente excéntricos, como el hombre que entra en el zoológico cada vez que llueve torrencialmente y se bebe una cerveza frente al tigre de Bengala. O el que habla a solas sobre un avión, sin darse ni cuenta, porque su corazón quiere. O el surfista japonés con una sola pierna. O el futuro cartógrafo que tartamudea cada vez que pronuncia la palabra “mapa”. Pero todos ellos, sin excepción, incluso los que parecen normales y corrientes, son pozos profundos. Sólo podemos imaginarnos lo que llevan dentro mirando las cosas que, de vez en cuando, suben a la superficie.

Murakami elige tan bien los indicios flotantes que retratan a sus personajes, que los siento muy cercanos. Es como si ellos y yo hubiésemos quedado atrapados en un ascensor averiado. Mirándolos bien, son seres etéreos que cambian de forma según las imágenes que yo tenga en mente cuando los observo. Parece que van a asustarse y a huir si me suenan las tripas. Son ligeros como libélulas; pero, si flotaran en el mar, de noche, hundirían los barcos que chocasen con ellos.

A través de todos esos personajes, Haruki Murakami me informa sobre la necesidad que tenemos de hablar unos con otros. Y de comunicarnos con nosotros mismos. Hay quienes estrechan lazos y quienes echan la llave. Hay quienes buscan compañía y hablan y hablan como si estuviesen llenando algún vacío, y quienes, para no mantener ninguna relación con nadie, hacen espaguetis solos, todos los días. Por eso charla el autor conmigo y por eso charlo yo con él: porque no queremos tragarnos las palabras.

Durante varios días, subo por la escalera del alma humana hasta que, finalmente, el libro se termina. Quiero seguir subiendo, pero no hay más peldaños.
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Y cuando todo hubo acabado, el rey y sus súbditos se mondaron de risa.
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Bueno, sí, hay una chispa de humor en todos los relatos, sólo que yo no tengo ganas de reírme. La belleza del libro me causa un terrible desasosiego. Es como si el autor hubiese emplazado una ametralladora metafísica en lo alto de una colina metafísica y ahora me estuviese inundando de olas metafísicas.
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No sé si seré capaz de llevarme a cuestas tanta historia. Pero mayor problema sería olvidarla y pensar eternamente en un puñado de espaguetis que no se van a hervir nunca. A la luz de la luna, la última página parece la hoja fresca de una planta carnívora. Me parece ver, atrapados en ella, los personajes sobre los que he leído. De ahí, han saltado a mi espalda, como tías pobres cualesquiera, para intentar arrastrarme con ellos a ese otro mundo. Dirijo una mirada a los zapatos que hay en el suelo, por si tengo que utilizarlos como armas arrojadizas cuando se tuerzan las cosas.
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Quizás debiera levantarme y hacer la limpieza, sin pensar en nada. O irme al zoológico a media noche, aunque no llueva. Pero no puedo moverme todavía. Me he metido tan al fondo de este libro, que no me encuentro. Sí. Ahí estoy. Ya me veo. ¡Seré imbécil! Tengo delante un espejo. Aunque, pensándolo bien, la que se ve reflejada no parece ni yo misma. O sí, pero es otro yo. Espero que mi yo auténtico no haya sido devorado por los gatos. Si no arrojo el libro contra el espejo, voy a ser presa del pánico. Ya lo soy. Ya he soltado un alarido.
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¿Que por qué me asusto? Porque en esta habitación no ha existido nunca ningún espejo. Aquí, conmigo, únicamente están Haruki Murakami, sus relatos y su idea de que el hombre solamente se teme a sí mismo.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

"Anastasia de nuevo", Lois Lowry

Anastasia Krupnik tiene problemas muy serios, como todas las chicas de doce años. Se considera una especie de monstruo. Será uno de los seres humanos más altos del mundo cuando acabe el colegio.

Su familia también es rara, pero encaja bien en Cambridge. A pesar de ser calvo, su padre siempre está contento. Anastasia vive con el continuo temor de que un día haya algún amigo en casa en el momento en que él suelta el solo tenor del “Requiem" de Verdi con los ojos cerrados. A pesar de ello, Anastasia sólo reza cuando es absolutamente necesario; o sea, cuando su compañero de clase, Robert Giannini, se desata una zapatilla en su presencia. No podría soportar verle los pies descalzos. Le resulta terrible no tener qué ponerse cuando sale con él a montar en bici. Y no es que le importen los chicos. Los detesta; especialmente, a ese pelma, pero mete la pata cuando habla con él y siente deseos de morirse ahí mismo.

Y hablando de muerte, en su corta existencia, Anastasia ha tenido que decir adiós muchas veces. Su abuela ha muerto y a su pez lo ha tirado su hermano Sam por el retrete y no han podido recuperarlo ni llamando al fontanero.

Pero ningún problema es tan grave como el que se le avecina. Porque, hoy, de repente, cuando ya tiene a Frank, su nuevo pez, y todo parece ir bien en la familia, sus padres han decidido mudarse a las afueras. ¿Cómo pueden hacerle una cosa así?

Además de una serie de nueve novelas sobre Anastasia y de otras cinco sobre su hermano Sam, Lois Lowry (Honolulu, Hawai, 1937) es autor de “Otoño de la calle”, “Mirando hacia atrás”, “Un verano para morir”, “El Dador”, “Número de estrellas”, “Messenger”, “Nosotros y el tío Fraude”… Su obra más reciente es “El Willoughbys”.
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Los misterios de Anastasia

Anastasia Krupnik es una chica precoz y extravagante que quiere ser escritora y que, por encima de todo, se empeña en convertirse en amiga mía desde el principio del libro. Llama a la puerta de mi cuarto, le pregunto quién es, y ella responde: “Anastasia otra vez”. Y, claro, abro. No es sano encerrarse entre cuatro paredes, escuchando sola a Verdi y dándole demasiada comida a un pez.

Quizás no imagine el lío en que me meto. Si hay una chica capaz de crear situaciones absurdas sólo con abrir la boca, ésa es Anastasia. Un auténtico desastre. Pero los personajes como ella me fascinan, y Anastasia es una chica bienintencionada. Detrás de todos sus líos hay propósitos buenos. El resultado es que empiezo a sonreír en la primera página y ya no paro. ¡Y eso que, para Anastasia, la crisis con que se inicia la historia es seria!: van a mudarse a vivir a un barrio de las afueras.

¿Que cómo sabe que el cambio será tremendo? Pues porque lee desde los cuatro años. Se fija en los anuncios de la tele, saca de la biblioteca un libro sobre la lepra en cuanto le pican los lóbulos de las orejas, y estudia artículos de Cosmopolitan sobre las mujeres que se hartan de todo y se escapan de casa. Por si eso fuera poco, lleva meses tomando notas sobre los misterios de su propia existencia, con la idea de escribir una novela de misterio cuando se le ocurra el título. El misterio de por qué algunas personas toman decisiones sin consultar a sus hijas de doce años, por ejemplo.

Su padre, que además de profesor de literatura es poeta, debería fiarse de su criterio en lugar de acusarla, gratuitamente, de hacer afirmaciones gratuitas. Anastasia está bien informada, por ejemplo, de que en los chalés adosados no hay libros. Donde deberían estar las librerías, la gente pone un enorme televisor en color adornado con un cuenco de frutas artificiales.

De acuerdo: el piso se está quedando pequeño, pero sólo de pensar que ahora le toca despedirse de él, y de imaginarse a sí misma en un barrio de las afueras ─tan alta, con tantos granos, y con un pelo así de grasiento─, se pone enferma.

Y no se preocupa sólo por ella. Ni papá seguirá yendo en bici a la universidad (ahora tendrá que ir en coche, contaminando la atmósfera), ni Frank sobrevivirá a una pecera llena de chismes de plástico, tan distinta a las peceras de los peces de ciudad.

¿Llevar a su hermano Sam, sin su vieja manta, a vivir a las afueras?: otro desastre. Sam habla como Einstein, pero sigue llevando pañales. Los que hacen las mudanzas no van a cargar con su manta mugrienta.

¿Y mamá?, ¿se liará con los maridos de las vecinas de al lado?

El caso es que no queda otro remedio. Esta familia no es una democracia; es una dictadura tolerante. Por mucho que Anastasia haya perfeccionado el arte de rumiar su mal humor con la puerta bien abierta, da su mano a torcer con una condición: se mudará a un barrio de las afueras siempre que su habitación esté en una torre.

Pero sí, encuentran una casa de ésas.

Anastasia siente en el estómago como una patada con botas camperas al notar dentro de sí tantas contradicciones. Es el misterio de las despedidas. Porque, lo quiera o no, se enamora de la casa y le da al piso el adiós más difícil de su vida. Se marcha sin funeral, sin ceremonia, sin tirar de la cadena. Tristísima y muy feliz. Con una sonrisa tonta… y una torre... y un título bueno para su novela.

¿Quién no escribe en una torre? Aunque no es tan sencillo, escribir consuela. Y la vida sigue. Su madre vuelve a pintar, su padre a dirigir orquestas que no ve, Sam a despertar el “¡Oh!” que despiertan los niños con rizos, y ella a terminar su novela de misterio, a hacer amistades, a liar todo lo liable con sus mentiras a medias (en las novelas no hay que decir toda la verdad) y a desenredar el pelo de su nueva-vecina-vieja mientras, de paso, nos enreda la vida a las demás.

A lo mejor no está tan mal como creía vivir en las afueras. A lo mejor es verdad que Anastasia tenía prejuicios… Y, a lo mejor, yo los tenía con ella, porque he salido bien parada de nuestro encuentro y ya he llegado a la palabra “Fin”. No sé cómo, ni nunca lo sabré, pero le he cogido cariño.


─Adiós, “Anastasia otra vez” ─suspiro.


Estoy agotada de tanto reír, pero me desconsuela cerrar el libro. Es el misterio de las despedidas: la risa, la pena, la sonrisa tonta…

Y, hablando de misterios, si el género me exige que haga alusión ahora a algún cadáver, aprovecho que también ha terminado el disco en mi habitación para decir que Verdi sigue muerto.