miércoles, 18 de junio de 2008

"La elegancia del erizo", Muriel Barbery


“La elegancia del erizo” empezó siendo un fenómeno editorial en Francia, pero ya lo es también en el resto del mundo. La escritora francesa Muriel Barbery (1969) es autora, además, de la novela “Una golosina”, que ha sido traducida a doce lenguas.

“La elegancia del erizo” cuenta la historia de Renée y Paloma, que viven en sendas viviendas de un lujoso edificio de París. Renée es la portera y Paloma la hija de 12 años de una de las 8 familias ricas que habitan el inmueble. Ninguna de las dos es tal como parece o intenta parecer. Ambas son cultas y muy inteligentes, y ambas lo disimulan como pueden. Renée se esfuerza por responder al paradigma de portera de finca (vieja, fea, arisca e inculta). Paloma es una niña prodigio a quien la vida le resulta tan absurda, que ha decidido suicidarse y prenderle fuego a la casa el día que cumpla 13 años.

Aisladas del resto del mundo tras sus respectivos “autismos”, tanto Paloma como Renée parecen invisibles a los ojos de sus vecinos. Al menos, hasta el día en que Ozu Kakuro, un nuevo inquilino, se instala en el edificio. Kakuro las desenmascara y las une. Gracias a él, Paloma y René se reconocen como almas gemelas y empiezan a ver la vida y la muerte de otra forma.


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Mis ideas profundas ante la obra de Muriel Barbery


Todas las narraciones hablan de dos cosas: de la historia que cuentan y de lo que el autor o la autora, en el fondo, quiere decir con ella. La idea profunda que se esconde detrás del argumento ha de estar integrada en la obra de tal forma que no estorbe a la peripecia vital que se está relatando; que no frene su ritmo. En el caso de “La elegancia del erizo”, estas ideas son tantas y tan diversas, que me sorprende mucho ─como autora─ que haya logrado atrapar a tantos lectores con tal concentración de pensamientos.

¿Cómo consigue Muriel Barbery integrar pensamiento y acción? En primer lugar, me parece a mí, gracias a su talento como filósofa. Es profesora de filosofía ─eso no puede ocultarlo─ y ha vertido sus conocimientos en sus dos protagonistas. Renée y Paloma son dos empedernidas pensadoras. Lo suyo es hablar consigo mismas, puesto que están aisladas del resto del mundo. ¿Y qué es lo que se dicen? Que nunca vemos más allá de nuestras certezas; que hemos renunciado a conocer a la gente; que el tiempo de una vida es irrisorio, y que el futuro sirve para construir el presente con proyectos… Tanto Renée como Paloma se dicen a sí mismas todas aquellas cosas que quería decirnos la autora; y yo, de paso que leo sus respectivas historias (y la historia común en que confluyen luego), reflexiono y aprendo.

“La elegancia del erizo” es una novela plagada de ideas gracias a ese talante tan particular de las dos protagonistas.

Renée es una mujer de origen campesino. En su casa de la infancia apenas se hablaba. Entre los gritos de los niños y las tareas de los mayores, ella no se sintió persona hasta el día que su maestra la llamó por su nombre. Sin embargo, tras la muerte de su hermana, ocurrida en su infancia, Renée vuelve a convertirse en invisible. Sólo quiere parecer tonta perdida. En el comienzo de la novela, a sus 54 años, está enamorada de muchos placeres pequeños y de todas las formas del arte. Ha devorado una parte apreciable de la literatura mundial. Estudia filosofía, como autodidacta. Admira la pintura, especialmente las naturalezas muertas. Le gusta el té de jazmín. Valora el cine de autor y las películas comerciales… Pero, salvo el té, con su amiga Manuela, Renée no comparte placeres con nadie. A fin de que todos la dejen en paz, se esfuerza por responder a la idea preconcebida que sus vecinos tienen de una portera y pasa ante ellos por una ignorante; aunque, claro, algunas veces, da el nombre del autor que dijo algo, y se delata.

Paloma es una chica de gran inteligencia preocupada también por ocultar su condición de niña prodigio. Sueña con pegarle fuego a su casa; especialmente, cuando su madre le pone caras de somnífero mal evacuado, su hermana defiende sin saber de qué habla ideas las de otros, y ve a su padre repanchigarse en el sofá, a leer el periódico. Para ella, la vida no tiene sentido. Pensar que lo tiene y que los adultos lo conocen es una mentira que todos creemos por obligación. Todos, salvo Paloma. La vida le parece tan absurda, que ha planeado su suicidio para el día de su cumpleaños. Pero lo que le importa no es morir, sino lo que hará en momento en que muera. Hay que morir construyendo. Por eso, hasta el día programado, aborda la vida como quien realiza el servicio militar: haciendo lo que puede a la espera del combate o de que termine el servicio; es decir, apuntando en su cuaderno el mayor número posible de ideas profundas.

Paloma y Renée son dos personas solitarias que emplean todas sus energías en convencerse de que hay cosas en la vida que valen la pena… y en anotarlas. La soledad en que se aíslan nos permite detenernos a pensar con ellas, sin dejar de sonreír a cada instante y sin que esas meditaciones nos aparten de la historia que estamos leyendo. Ahí está el truco y la originalidad de “La elegancia del erizo”. Ideas constructivas con sentido del humor. Las ideas son, a mi modo de ver, el mayor valor de esta novela; más que el valor literario (aunque no sea tampoco desdeñable).

Todos somos un poco autistas (que se lo pregunten al extranjero); por eso, yo (que a veces siento escalofríos porque no me conmueven los telediarios) me relaciono con estas dos princesas clandestinas y eruditas quedándome a solas conmigo misma y reflexionando sobre si permanezco centrada en mí misma, sin “perder los calzones”, y si me esfuerzo o no me esfuerzo, día tras día, en representar el papel que me toca en esta comedia fantasma…


Pero si la cosa terminase ahí, acabaría tan desesperada como están las protagonistas y cerraría el libro por la mitad. Tanta filosofía como me han servido, ha de elevar el pensamiento, contribuir al interés común. Tampoco yo creo que se pueda hacer miel sin compartir el destino de las abejas. Muriel Barbery salva la situación poniendo a estas dos almas gemelas en contacto, para que, una con otra, acaben con su aislamiento. ¡Bien hecho! Ya estaba yo pidiendo que les diera la oportunidad de ver más allá de ellas mismas. A ellas dos y a mí. Concordancia de gustos y de vericuetos psíquicos. A partir de ahí, todo cambia. He hecho dos amigas… (Tres, si contamos a Kakuro, el personaje “pegamento”).


A Paloma le gusta el manga y todo lo japonés. Por eso le gusta Kakuro y por eso le gusta el go. Un juego cuyo objetivo es el de construir un territorio sólo puede ser bello. En cuanto a Renée, cuando Kakuro la desenmascara, tiene miedo. Los impulsos son peligrosos para quien vive una existencia clandestina. Ya sólo le queda una opción: hacerse la muerta. Aún así, las protagonistas optan por renacer y yo, de golpe, me tranquilizo.

Por primera vez, me veo ─dentro del libro─ en un ambiente de confianza total, aunque no esté sola. ¿Para qué serviría la literatura ─el arte─ si no encarnase el universo de los afectos? Si nos sacude la complicidad, lo que hay que vivir antes de morir es un aguacero que se transforma en luz. Té y manga contra café y periódico. Elegancia y embrujo contra la triste agresividad de los juegos adultos de poder. Amistad. Amor. Armonía. Serenidad. Sensaciones sencillas… Esperanza.

Paloma ya no quiere suicidarse. Los caminos de la vida siguen abiertos. Puede cambiar el destino y convertirse en lo que todavía no es. Ahora, lo que Paloma se pregunta es si, de mayor, debería escribir o hacerse médico. Es un poco lo mismo. Cuidar a los salvables. Yo pienso casi igual. Una camelia puede cambiar el destino. Además, si le prendo fuego a mi casa, corro el peligro de estropear la casa de mis amigos. Mientras Paloma y Renée se entregan juntas al ritual del té, yo avanzo por mis mares interiores, entregada al ritual de la lectura, para que sus camelias se estremezcan en mi pecho. Me zambullo en el agua negra, profunda, helada y exquisita de este instante fuera del tiempo y dejo de ser yo misma. Paso a ser parte de un todo sublime al cual pertenecen también ellas dos. Las tres, al fin y al cabo, perseguimos y conseguimos lo mismo: que el tiempo se convierta en algo más sublime.

No me engaño: no voy a dejar de ser una insignificancia biológica, pero con amigos. Por eso suspiro, optimista. Por eso y porque éste es un buen libro. También Renée, cuando está angustiada, recorre a las esferas de su memoria literaria. Piensa ─igual que yo─ que la lengua es una riqueza del hombre, y que sus usos son obras sagradas. Que la gramática es una vía de acceso a la belleza. ¿Qué distracción hay más noble, qué compañía más distraída, qué contemplación más deliciosa? Un libro es una lluvia de verano. Algo que no sólo activa mis neuronas espejo, sino que, también, me enseña a disfrutar de las camelias sobre el musgo…

Y si, a pesar de todo, muere alguna… y si, como me temo, un día de estos siento el significado de la palabra “nunca”, un libro pondrá un siempre en el jamás. “¿Que si tiene sentido la vida?”, pregunta Paloma. En este dulce insomnio, cuando termino la obra que tengo entre las manos, también yo me lo pregunto. Pienso que el arte es vida, pero con otro ritmo, y que necesito el arte desesperadamente para sanear mi espíritu.


Quizás estar vivo sea esto: perseguir instantes que mueren.

martes, 10 de junio de 2008

“El extranjero”, Albert Camus


“El extranjero” (1942) es una novela del escritor francés Albert Camus. En el ambiente posterior a la II Guerra Mundial, esta obra denuncia la carencia de valores del mundo contemporáneo.

“El extranjero” narra la historia de Meursault, un hombre afincado en Argel que comete un crimen sin motivación alguna.

A pesar de estar relatada en primera persona por el protagonista, la novela tiene un tono frío que denota la ausencia total de implicación por parte del narrador. Meursault encarna la filosofía del absurdo, la alienación, el desencanto… A él todo le da igual. Bajo esta gélida perspectiva, Camus conduce al antihéroe a una constante indiferencia. Lo único que hace que Meursault se sienta seguro es su propia existencia. La vida no tiene sentido fuera de él mismo. Ni religión ni sociedad ni leyes… todo es demasiado incierto. Y aburrido. Le aburre, incluso, su propia muerte.
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Mi grito ante el libro de Camus



Desde el principio de la novela me pregunto hasta qué página puede durar mi relación con el protagonista de Camus.

A Meursault no le interesan los problemas del vecino. Le da igual casarse que no casarse. Le da igual irse a París que a la playa. No tiene ambiciones. Según él, nunca se cambia de vida. No capta el dolor que siente un viejo al perder un perro. El sufrimiento ajeno le da sueño. Le aburren los domingos. Hasta el entierro de su madre le resulta pesado. Le molesta el calor y le fastidia el llanto de las mujeres. Para él sólo es un trámite. Nada ha cambiado. Si su madre ha muerto, no es culpa suya. Puede irse a bañar al mar. Puede ir al cine y acostarme con María sin hacerle ni un comentario…

Lo único que siente Meursault son las demandas de su cuerpo, el hambre, el sueño, el calor, que el sol brille demasiado o que la toalla esté húmeda...

Camus conocía el riesgo que se corre cuando es un personaje tan apático como Meursault quien nos narra la historia en primera persona. Sabía que un antihéroe como él no despierta simpatías y que el lector, por tanto, iba a tener difícil ─o imposible─ la tarea de identificarse. Aún así, lo empleó.

Quizás confiase en la curiosidad.

Meursault observa la vida con curiosidad, pero sin extrañeza. La vida es un mecanismo que no despierta sus emociones. La observa como si contemplase un reloj. No le disgusta, pero tampoco le apasiona. No es culpa suya que funcione así. Meursault es un observador, no un relojero. Con la misma distancia con que yo lo miro a él, Meursault sigue al detalle los movimientos de una desconocida que pasa por la calle. Lo único que le mueve a hacerlo es una curiosidad que no cambiará su vida… aunque, si la cambiase, podría acostumbrarse a ello. Podría acostumbrarse a viajar, a vivir en París, a ser amigo de Raimundo, a casarse con María… Uno acaba por acostumbrarse a todo…

Lo admito: la curiosidad me ha vencido a mí también. Llevo casi la mitad del libro y aún no lo he cerrado. Me pregunto hasta dónde llegará la indiferencia de Meursault y sigo.

El sol le deslumbra, el calor le sofoca. El árabe que hirió a Raymond le muestra su cuchillo y él dispara. No tiene móvil alguno cuando aprieta el gatillo y tampoco asesina llevado por la cólera. La culpa de todo es del sol, que le molesta y le hace disparar una vez . Y cuatro más. Este domingo sí será distinto.

Por fin, respiro. Imagino que esto le hará reaccionar. Que, finalmente, tendrá que luchar por salvarse a sí mismo. ¿O no lo hará?

Ni siquiera en la cárcel se siente desgraciado, pero ahora, al menos, recapacita. Está prisionero. Su apatía se difumina un poco. Reflexiona. Algo es algo. Piensa en el paso del tiempo, en la falta de libertad, en que no tiene mujer, en la prohibición de fumar… Por primera vez, parecen importarle algunas cosas.

En el juicio, se siente el único intruso, el extranjero. Oye hablar de sí mismo con curiosidad. El juez busca su arrepentimiento y él no se conmueve. Se considera inocente de su crimen, pero no muestra sentimientos de injusticia ni arrepentimiento. Se confiesa aburrido, más que culpable. ¿Seguirá entregado a este absurdo silencio, sin hacer ni el menor intento de luchar por su vida? Eso parece.

El abogado apela a la confusión que le ha producido la muerte de su madre y él declara, impasible, que no sintió dolor ni conmoción. Meursault nunca ha podido sentir verdadero pesar por nada ni por nadie. Además, su madre se aburría sola y él no tenía para mantenerla. Hablar de ella no le emociona, le fatiga… Al menos, es sincero. Pero, claro, tiene el juicio perdido, y él lo sabe.

Desde ese momento, se hablará más de él que de su crimen. Meursault ha matado a un hombre, pero ahora no le juzgamos por haber matado, sino por no lamentar haberlo hecho.

Yo también le juzgo, por supuesto. Me identifico con el fiscal más que con él, solo que mi rechazo no se debe a que sea un mal hijo. Ni a que considere a Dios una cuestión sin importancia. Eso, para mí, también es lo de menos. Yo no le juzgo porque sea un Anticristo, porque sea inteligente o porque no tenga imaginación. Yo no le reprocho que no tenga ambiciones. Lo que me impulsa a cerrar este libro es su indiferencia por todo, incluso por mí misma. A Meursault le da igual lo que yo sienta. Ni por él ni por nadie. Sin embargo, continúo leyendo.

Porque el día de su ejecución, por primera vez, piensa en su madre y en la apatía del mundo. Tiene recuerdos alegres. Se siente pronto a revivirlo todo. Le concedo una tregua… Al menos, hasta que descubro que sigue sin emocionarse; que sólo espera que la gente grite con odio en su ejecución.

“Hasta aquí hemos llegado”, me digo. Y cierro el libro.

Albert Camus se ha salido con la suya. Resulta que la historia ha terminado.

Ese grito que suena lo he dado yo.

lunes, 2 de junio de 2008

"Bartleby, el escribiente", Herman Melville

"Bartleby, el escribiente", del escritor estadounidense Herman Melville (1819 -1891), ha sido considerado un relato precursor del existencialismo y de la literatura del absurdo.

El personaje narrador, un abogado de Wall Street, contrata a Bartleby como escribiente. Al principio, Bartleby trabaja mucho; pero, poco después, cuando se le pide que examine un documento junto a otros empleados, contesta: "Preferiría no hacerlo". Desde entonces, eso es lo que responde a cualquier mandato. Finalmente, Bartleby decide no escribir más, por lo que es despedido. Pero él, que vive en la oficina, se niega a irse. Incapaz de expulsarlo por la fuerza, su jefe decide trasladar el bufete...

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Mi exclamación ante el libro de Melville

Me pongo en la piel del abogado-narrador y me estremezco. Voy a imaginármelo…

Supongamos que dirijo un bufete. Aunque mi profesión es dinámica, mi vida es cómoda. Tengo tres subordinados más o menos eficientes. Su capacidad de trabajo es mediana; depende de la hora del día, de cómo hayan comido y bebido y de cómo durmieron. Son ruidosos, sanguíneos y algo estrafalarios; aún así, me compensan. Mis negocios marchan bien. Necesito más trabajadores.


En ese ambiente, aparece Bartleby y, ¡claro!, le contrato. Frente a los altibajos de los demás, me alegro de tener cerca de mí a alguien tan manso, tan lacónico, tan sereno, tan digno, tan aplicado… Pero, ¿cuánto durará mi satisfacción? Antes o después, su presencia sigilosa acabará inquietándome, igual que al abogado-narrador de la historia.



Porque Bartleby es pasivo y silencioso. Bartleby es el silencio. No habla si no es para contestarme, a cualquier cosa que le mande, “Preferiría no hacerlo”. No sé qué lo tiene ocupado en la oficina. No lo sabe nadie. De lo único que estoy segura es de que nunca hará lo que yo “preferiría” que hiciera.


No pido demasiado. Sólo quiero que Bartleby se adapte, que colabore conmigo y con los demás. Su integración, no obstante, es imposible. De alguna manera, acaba tocando lo más primitivo de mí, lo más inconsciente. Y alterándolo. Esto sólo puede acabar en desastre. Si no se lleva bien con los demás, que se desahogue conmigo, por lo menos. Que me cuente cómo era su vida antes de aparecer por aquí, para que yo le pueda pedir ayuda a alguien. Que me diga cómo es su familia. Que confiese a qué se dedicaba antes de trabajar para mí. O eso, o que se marche.


Pero, nada: no hay forma. Hablar sería pactar, ser razonable, y Bartleby no lo es. No va a retroceder a su pasado ni va a irse de aquí. Nunca jamás. Lo único que puedo deducir es que él preferiría no contármelo.


O sea, que no hablará; de ninguna manera. El resultado es que no puedo conocerle. No puede conocerle nadie. Bartleby es un jeroglífico humano; un misterio. Es tan reservado, que le tengo miedo. Empiezo a creer que su presencia es muda por maldad. Que su misterio encierra algo maligno. Y, así, él continúa solo, huidizo, sosegado, mientras yo me desquicio tratando de adivinar qué está pensando cuando se queda plantado de pie, tras su biombo. Su espíritu se ha encadenado a esta pequeña oficina. Se diría que, aquí, ha alcanzado su destino; que ha llegado a donde tenía que llegar ─a mí─ y que ya no tiene nada más que hacer, salvo callarse. Su aventura es escueta: se limita a la que vive entre mis cuatro paredes, grises e implacables como el mar de Moby Dick.


¡Qué duro papel el del narrador! Si me pongo en su piel, yo también tengo que agarrarme al único rumor que circula sobre el pasado de Bartleby. Antes de que llegara a mi casa ─he oído que dicen─ Bartleby trabajaba en la oficina de cartas muertas de Washington; entre esas cartas condenadas al silencio que, según Melville, contienen “esperanza para quien muere desesperado”…


O no hay destinatario, o no podemos acceder a él. No hay comunicación ni integración posibles. Ni para esas cartas ni para Bartleby, que representa aquí a la humanidad. Según David H. Lawrence en "Studies in classic american literature", al autor le sucedía algo parecido. “Melville es un vikingo que al hacerse a la mar, en realidad se dirige a su morada. No puede aceptar la humanidad. No puede pertenecer a la humanidad. No puede…”



Yo no soy tan pesimista. Aún creo que lo que escribo puede llegarle a alguien. Sin embargo, después de leer este libro, igual que el oficial de la Oficina de Registros del Estado de Nueva York, tengo que exclamar: “¡Oh, Bartleby! ¡Oh, humanidad!