“Cuando
una obra maestra nos conmueve, escuchamos en nuestro interior la misma llamada
de la verdad que impulsó al artista a crearla” Andréi Tarkovski.
Leí esa
cita ayer, al inicio de un magnífico documental del Bosco que mi marido estaba viendo en casa, mientras yo repasaba el
programa que hoy les traigo de recuerdo.
Miré la
tele por encima de las gafas y me mordí la mueca con que hacía memoria… Efectivamente,
el concierto número 23 del Ciclo de Conciertos Corales, al que asistí
a finales del invierno pasado, me conmovió.
La Asociación Coral “Villa de
Móstoles” y la Orquesta
de Cámara del mismo nombre, dirigidas
ambas por Ramón
Ceballos Amandi, me abrieron la ventana del cuarto del autor… de los
ocho autores… En aquel concierto, sentí el aliento creador de ocho artistas que
nacieron en muy distintas fechas (de 1525 a 1943).
Mi hijo
Daniel había tocado con la orquesta “Villa de Móstoles” en varias ocasiones,
pero yo conocí la agrupación aquel día, en la Parroquia Nuestra
Señora de las Delicias, de Madrid.
Me
colgué al cuello la cámara de fotos y me senté en uno de los primeros bancos. Aparte
de las danzas, el programa tenía carácter sacro. Nos ofrecía obras para orquesta;
obras para coro y orquesta y obras a cappella,
sin acompañamiento instrumental alguno.
Cuando
volví la vista hacia la puerta, vi un público no demasiado numeroso. Entre
aquellos rostros felices había dos personas sorprendidas, como si nada hubieran
sabido del concierto hasta que pisaron el umbral de la iglesia. Fue su atónito
parpadeo lo que me recordó el momento de mi primera… revelación (esa verdad de
la que hablaba Tarkovski arriba).
Yo debí
de pestañear así hace muchos años. Ocurrió visitando Venecia, cuando entré en
la Basílica de San Marcos con mi
atuendo de turista y, por pura casualidad, me encontré con la interpretación a cappella de no sé qué obra de arte
polifónica que me dejó sin habla. Tampoco supe nunca qué coro la cantaba ni
quién lo dirigía. Yo no entendía de música –no entiendo– pero, bajo la cúpula
dorada de San Marcos, comprendí sin ningún género de dudas que aquel artista y
yo (fuera él quien fuese) habíamos compartido escalofrío.
Sentí una mezcla de
vértigo y flojera y, para no levitar de emoción, me tuve que agarrar al banco con
más fuerza. De repente, entendí que la belleza no estaba solamente en los
mosaicos bizantinos, en la basílica, en la plaza, en los colores, en los perfumes,
en los canales de Venecia… No sé por qué, ese día, las voces de aquella coral
me hablaron en mi idioma –casi sordo hasta entonces– de la belleza misma.
¿Han experimentado alguna vez tal sensación de clarividencia? Era como si el autor de
aquella música deliciosa me hubiera invitado a pasar a su cuarto, mientras
componía, y me hubiera prestado su oído y su lenguaje.
La verdad que contemplé aquella
mañana de verano formará parte para siempre del mosaico de mi vida. Gracias a esas
teselas luminosas –de pan de oro y cristal– puedo admirar el arte con esta fe
infinita. Tras el primer cantar de mis cantares (aunque Babel se empeñe en ser
Babel), sospecho que hay un vínculo entre el cielo y la música (sagrada o no).
Seguramente,
la primera conexión de espíritus se realizó en la primera caverna en que alguien
dibujó su verdad con el dedo tiznado y alguien –mucho después– se asomó a mirar
las huellas dactilares… Cuantas más galerías abra el artista entre el arte y la
persona que contempla, más sencillo será identificar lo que tiene de humano el
arte eterno. El deleite es elástico, y ha venido a quedarse.
Gracias
a todo eso, también hubo delicias en Delicias este invierno. La Cantique de Jean Racine, de G. Fauré, "el Brahms de Francia", me
pareció especialmente intensa, ligera, majestuosa… Ignoro yo por qué me
conmovió, solo sé que lo hizo. Sentí la apacible fuerza de su música y volé más
allá de las voces, abrazada al respaldo de mi asiento, para no volver a levitar.
(Ver más en LOS
CONCIERTOS DEL CURSO 2015-2016)
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