Darío Marcos Ruiz, Eduardo Galo
Santos, Andrés Poncela y Margarita E. R. Kaminska
Esta mañana, mirando la foto de
los cuatro pianistas que participaron en aquel Concierto Extraordinario,
recordé lo que hablé a la salida con la profesora que lo organizó, Aranzazu
Urteaga.
Anochecía ya cuando abandonamos
el Museo de la Ciudad, felices de haber escuchado tan buena música. Teníamos
los coches cerca del Conservatorio Rodolfo Halffter. Arancha y yo
hicimos juntas aquel camino. A pesar del frío, nos paramos en plena calle, para
charlar un rato. Al amparo del puesto de castañas, me confesó que estaba
emocionada con los progresos de aquellos cuatro chicos. La escuché conmovida,
porque mi hijo era uno de los cuatro. Arancha fue la profesora de Piano de Andrés
durante todos sus Estudios Elementales y casi todos los Profesionales.
Aquella noche invernal, Arancha
y yo salimos del Concierto impresionadas con “La tempestad” y con las demás
obras del programa. Soplábamos castañas a la vez que hablábamos, para
calentarnos la boca y las manos. Hace muy poco tiempo, aquellos cuatro músicos
eran unos niños. El crecimiento de los alumnos deja a los profesores indefensos.
El tiempo pasa de puntillas; siempre nos coge desprevenidos. Gracias a la música, hablábamos felices aquel
día de todo ello. Agarradas a nuestros cucuruchos de castañas asadas,
describimos unos dedos que hace poco no abarcaban una octava y que ahora se
deslizan tempestuosos sobre el piano y se ramifican amenazadores encima de las
teclas, como relámpagos derramados.
Ayer:
hoy siempre. Foto: Carmen Montalbán
Cada uno de esos músicos había crecido
en frente de su piano. Había enseñado a sonar al instrumento la vez que
aprendía de él. Los cuatro recibieron a la música soñando. Eran niños y, como
tales, dominaban un súper poder. ¿Y qué habían aprendido del piano mientras sus
dedos crecían y se adaptaban a él, como camaleones de la música? Precisamente, creo,
habían aprendido a sentir en sus carnes la capacidad de transformación del
piano.
Esta idea se me ocurrió hace
poco rato, tras rehacer el programa de aquel concierto y releer unas palabras
de Alfred Brendel que me dan la
razón.
Darío, Eduardo
y Margarita
“El piano es un lugar de transformación. Cuando el pianista así lo desea, el piano permite
sugerir la voz humana en el canto, el timbre de otros instrumentos, la
orquesta, el arco iris, las esferas. Esa capacidad de transformación, esa
alquimia, es nuestro mayor privilegio”.
Me reencontré con esta cita en
una revista digital preciosa y rebosante de destellos: “HYPÉRBOLE.
Intersecciones creativas”. La vi
en la sección DESTELLOS. QUÉ ESCUCHAR. El artículo se titulaba “El piano” y pertenecía
a un joven bloguero [Santiago Galán
(Toledo, 1989)] que, además de estudiante de Ingeniería de Caminos, lector,
cinéfilo, fotógrafo y poeta, fue, durante algún tiempo, estudiante de piano.
Se nota que Santiago admira el
arte en cualquiera de sus formas y que el conejo blanco que persigue se llama
Estética. Cito ahora sus propias palabras para explicarme a mí misma, de paso,
las sensaciones que viví en el concierto que estoy relatando.
Andrés Poncela
“Es muy difícil imaginar qué hubiera sido de la
música sin la aparición del piano, el artefacto resonador más poderoso, el
instrumento total. Poseedor del espectro de registros más amplio y del don de la polifonía, puede
hacer coincidir en el tiempo las cavernosas notas profundas con las cristalinas
de la parte superior, las naturales de la octava central con las más cantábiles
de su alrededor. Con diez digitaciones a disposición de un sinfín de toques, no
tiene límites en cuanto a su universo expresivo, puede defender solo
cualquier pieza, hacer de servicial
soporte a melodías de otros instrumentos, concentrar en su teclado a toda una
orquesta, dar rienda suelta a las improvisaciones jazzísticas más atrevidas”.
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