Automáticamente, el viernes por la
tarde, me subí al coche con mi familia. El vecino de abajo oyó los silbidos de Dani,
el tarareo de Andrés, las castañetas de Eduardo y mi taconeo bailarín. Tan
contentos nos vio, que nos deseó buen fin de semana. Cuando le dijimos que íbamos a Móstoles –ahí, al lado– (al Conservatorio Profesional de Música
“Rodolfo Halffter”), dio un respingo de sorpresa. No fue mi alegría lo
que le extrañó –aunque, últimamente, sea un bien tan escaso–; lo que de verdad
no se podía creer él es que nos pareciese un “plan espléndido” gastar más de
dos horas de nuestro tiempo libre “encerrados con cincuenta principiantes en una
clase de orquesta”.
Él no sabía que estaba hablando de LA
ORQUESTA DE LOLA, una de las orquestas de Enseñanzas Elementales más codiciadas
por los estudiantes de música en España (a la vez, disciplinada y divertida).
No sabía que actuarían en el Auditorio
Nacional a primeros de abril, cuando su directora, María Dolores
Encina,
quiere estrenar la obra que el gran maestro Vicente Sempere Gomis ha compuesto para
ella y para sus ávidos alumnos: Danza característica. En fin, que no íbamos a colarnos en una clase
cualquiera. Cuando le explicamos a nuestro vecino que aquella tarde de viernes el
autor –Sempere– venía a estudiar su obra con los jovencísimos músicos, él se
encogió de hombros. “Eso ni os va ni os viene”, dijo, tras recordarnos que mis hijos ya no forman
parte del Rodolfo Halffter, pues ambos
cursan ahora estudios superiores.
Hicimos el camino aún más contentos. A
pesar de que nadie se lo había pedido, Dani llevaba el violín. Se ofrecería a ayudar
a afinar a Lola para tocar la Danza
característica junto a los “músicos titulares”. Andrés había conseguido la
partitura “de estraperlo” y la abrazaba con avaricia, como si fuera el mapa de
un tesoro. Mis dos hijos la fueron silbando a primera vista y, sin pensar en lo
que acababan de oír sobre las aventuras propias de sus veinte años, se lanzaron
a ese mar de notas hechizados por las irresistibles sirenas de la música.
Bien por su felicidad y por sus ganas
impetuosas de formar parte de aquel ensayo; pero, ¿qué pintaba yo en tal
aventura? ¿Qué pintaba mi risa allí?
Llevo ya varios años crispada por la
crisis. Los políticos actúan como si aprender música fuese un lujo; como si los
estudios musicales (diez años más que cualquier otra carrera) fuesen una fineza
para indolentes y perezosos. ¿Qué se creerán? Si hay algún regalo en esta vida,
es el que, algún día, después de años y años de esfuerzo, los músicos
(artistas, literatos, filósofos…) le harán al espíritu humano. Que los políticos que han arrancado nuestros
bolsillos con la tijera corten también sus propias responsabilidades (políticas,
económicas o académicas) me saca de quicio. Cuando escuché la entrevista de Mario Mora y Ana Laura Iglesias a Mateo Lorente, director del Rodolfo Halffter, se me cayó el alma a la
alcantarilla. Se emitió en Clásica FM,
el 27 de febrero. Os dejo aquí el enlace de You Tube; buscad el minuto 49:11 de El ático 103 (La caída de los conservatorios) y sabréis de qué
indignación hablo.
Pero el viernes pasado era un día del
futuro (de ese futuro que nosotros buscamos y los políticos entierran). Ya no
había presupuesto ni recorte que pudiera conmigo. ¿A qué se debía mi risa? Siempre
me ha gustado hacer fotos en los ensayos de las orquestas; especialmente, en el
momento en que los músicos susurran para no interrumpir el descanso de sus
instrumentos… ¿Era mi afición a la fotografía causa de mi felicidad irrefrenable?
No.
Lo que me hacía feliz el día que digo era
Sempere… como expectativa. Él iba a llegar pronto, por eso hervía el ambiente
en el Rodolfo Halffter. Varios padres de exalumnos que conozco recuerdan
todavía su visita anterior con una satisfacción inmensa (yo incluida). Fue en
2010. En aquella ocasión, el Maestro Sempere venía a ayudar a La orquesta de Lola a estudiar Flor del Turia, otro de sus regalos impagables. Mis
hijos entonces sí estaban “en plantilla” de la Orquesta de Grado Elemental. Dani
tocaba el violín, Andrés el piano. ¡Cuánto han crecido!
¿Recordáis
que, en mi entrada La generosidad
y el buen hacer de Vicente Sempere Gomis, os conté que hubo
un apagón y que los niños siguieron tocando a oscuras, sin ningún comentario, sin ninguna pausa,
sin ningún signo de que se hubieran dado cuenta? Puro Titanic. Me
impresionó tanta concentración. La flor
del Turia se estrenó en
Llíria (Valencia). También guardo preciosos recuerdos de aquel
viaje… recuerdos inolvidables como los que traerán de París este año, cuando
estrenen La marche, de Pablo Berlanga, en un Concierto
de Intercambio con el Conservatorio Maurice Ravel.
¿Cómo no iba a prometérmelas felices al
inicio del fin de semana que estoy relatando? Me constaba que los alumnos de la Orquesta de Lola habían
estudiado concienzudamente para aprovechar su encuentro con Sempere. Querían conocer
al autor de la obra en la que llevan trabajando meses. A eso debía de deberse
su ánimo chisporroteante de aquel día. Tenían todos la mente tan atenta como
dispuesto a sentir el corazón. Y había que sumar, a su ánimo, el ánimo de Lola
y su portentosa vocación pedagógica. ¿Hay algo más contagioso que su entusiasmo?
Entré en la sala pensando en ello y busqué
con la vista un asiento vacío. Solo vi uno. Calculo que esa orquesta de Grado
Elemental debe de tener unos cincuenta miembros; sin embargo, a ese ensayo se habían presentado muchos más. Zigzagueé
hasta la silla vacante por entre un mar de estuches abiertos y abrigos
náufragos; entre niños y no tan niños…
Resulta que mis hijos no eran los
únicos exalumnos que habían tenido la idea de dejarse caer por allí aquel
viernes (casualmente, todos, con sus instrumentos). Al olor de la aventura
musical de Sempere, era tal la afluencia de “afinadores”, que había subido la
marea de atriles, invadiendo casi todo el auditorio… Siempre me han fascinado
los lazos duraderos de esa orquesta.
¿Alguien dijo que
aquél no era un buen plan?
El Rodolfo Halffter debía
de ser para ellos algo así como la capilla de Montgauzy para Fauré… Lo leí hace
poco, mientras preparaba otra entrada de este lentísimo blog.
Gabriel Urbain Fauré (1845-1924) era un músico francés.
A los cuatro años, se trasladó al poblado cercano a Foix, al que habían enviado
a su padre. En la escuela que éste dirigía, había una capilla con un armonio.
Aunque, en un principio, el “plan” de pasar allí horas y horas debió de
parecerle a aquel chiquillo mortalmente aburrido y deprimente, finalmente, jugar
a tocar el armonio acabó haciéndole más feliz que ninguna otra cosa.
Fauré dijo al respecto: “Crecí, siendo un niño tranquilo de buen comportamiento, en un área de
gran belleza [...] Pero la única cosa que realmente recuerdo es el armonio en
aquella pequeña capilla. Cada vez que podía salirme corría hacia allí y me
entretenía [...] Tocaba atrozmente [...] sin ningún método, completamente sin
técnica, pero recuerdo que estaba feliz; y si eso es lo que significa tener
vocación, entonces es una cosa muy agradable”.
…También Vicente Sempere se alegró de encontrar
la sala llena. Él había compuesto su Danza
característica (además de para cuerda y piano) para dos flautas, dos oboes,
dos clarinetes, dos fagotes y dos trompas… pero la invasión de exalumnos había
multiplicado el viento. Se quitó el
abrigo muy tranquilo y lo lanzó a bracear sobre una silla; contento de estrenar
fin de semana con tamaña animación.
¡Qué bien aprovechó cada segundo! Desde
lo alto de la tarima, acercó la vista al papel, pellizcó el primer compás, y
cazó la nota al vuelo. No se le escapó nada. Hablaba en voz baja, pero se
dirigía a sus músicos como a profesionales. Me alegré de volver a oír su voz:
trepidante pianísimo. De su mano, pasamos de un sonido ligero y juguetón a una
tristeza profundamente acogedora; de la gravilla retozona de la playa, al mar
de fondo… entre sirenas de viento.
Su visión de la obra le transmitió
agudeza a nuestro oído. La música se hizo palpable, para que pudiéramos jugar
con ella. Con sus apreciaciones, me imaginé que todo era dulcemente espontáneo;
pero, a veces, también, premeditado, veloz… Sé por mis hijos que la partitura
tenía dificultades; no obstante, los escollos debieron de quedarse en lo más profundo
del papel. A mí me alcanzaron tan solo notas efervescentes, despreocupadas…
A medida que Vicente hablaba, la danza
se iba revelando por sí sola… ¡Qué digo por sí sola! Los intérpretes estaban inspirados
y expresivos. Celebraban la música desde dentro de su propia “capillita”
personal… perdón, comunitaria. En cada gesto del Director (siempre tan próximo),
una invisible varita mágica esparcía una arrolladora vocación. Yo estudiaba con
mi cámara la reacción de los músicos. Sus ojos, sonrientes y atentos, me
parecían semillas germinando al sol. Estaban fascinados por la pieza. ¡Preciosa!
Y por el maestro.
Salí del Rodolfo Halffter ya de noche;
otra vez, bailoteando. Los músicos se iban más contentos aún de lo que habían llegado.
“Yo, de mayor, voy a ser director de orquesta, como Sempere”. ¡Adiós! Seguid
creciendo... a bocados de creación.
Yo también encontré el tesoro. Era una melodía
como las olas: yendo y viniendo. La música es lo único que sobrevive al barco. También
deshace rocas...
Creo que el abrigo de Vicente Sempere
bajó a conserjería nadando solo.
¡Gracias, maestro! ¡Hasta la próxima!