lunes, 15 de diciembre de 2008

“Ecuador. Cuaderno de viaje”, Gusti

“Ecuador. Cuaderno de viaje” es un facsímil del cuaderno de viaje que Gustavo A. Rosemffet, ‘Gusti’ ─Buenos Aires, 1963─, llevó a una expedición a la Amazonia ecuatoriana en 2006. Gusti acompañaba a un grupo de científicos dirigidos por la bióloga española Ruth Muñiz López. El objetivo era instalar un transmisor a una cría de águila harpía ─‘churuwually’ en lengua zápara─, para estudiar el comportamiento de estas aves. La experiencia también quedó recogida en un documental.

FAKTORÍA K ha reproducido el cuaderno con el mismo formato, papel y encuadernación que el original.

Gusti es técnico en diseño y promoción publicitaria por la escuela de arte “Fernando Fader”. Ha trabajado en animación para televisión y en la ilustración de cómic y álbumes infantiles. Actualmente vive en Barcelona, donde se dedica a exponer su obra y a la ilustración de libros y carteles. Ha recibido, entre otros, el Premio Apel·les Mestres y el Premio Manzana de Oro de Bratislava (1989), el Premio Nacional de Ilustración (1990), el Premio Lazarillo (1991), el Diploma de Honor en el Premio Iberoamericano de Ilustración (1994), el Premio Serra d’Or y el Premio Junceda (2007).

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GUSTI, EL ÁGUILA HARPÍA Y OTROS AMIGOS DE LA AMAZONIA
“Ecuador. Cuaderno de viaje” es a la vez un libro y un cuaderno. Un libro con una encuadernación especial. La edición ha conseguido mantener en él la huella del autor. El texto es un reflejo de la tinta de Gusti, de su letra; las ilustraciones, un trabajo de sus lápices y acuarelas. En cuanto lo abro y veo los borrones, las esquinas dobladas, los descosidos… comprendo que, en efecto, acaba de regresar de un largo viaje.
Soy una apasionada de los cuadernos; especialmente, de los que nos acompañan cuando vamos a sitios especiales. Éste se me presenta tan real que, al primer vistazo, siento que soy yo misma, sobre la marcha, quien se embarca en la aventura, dispuesta a llenar páginas en blanco. Voy a plasmar en ellas mi encuentro con la cultura de Ecuador y sus lenguas indígenas. Voy a anotar anécdotas y a apuntar direcciones, proyectos, itinerarios… Ya lo estoy deseando.
Así que allá que voy, rumbo a la Amazonia.
Me dirijo a la reserva de Cuyabeno, en las provincias de Sucumbíos y Orellana. En este cuaderno, tomo notas sobre el vocabulario ─las toma Gusti─. Voy a necesitarlas para entenderme con las tribus de los sionas, secoyas, cofanes, shuar y quichuas. Voy a necesitarlas para hablar con los niños de la comunidad Pacuya Chivo, con las familias, con el chamán… mientras los dibujo en actitudes cotidianas… Los dibuja Gusti con bellas acuarelas. ¡Dios nos libre de dibujarlos yo!
Así pues, preparo mi mosquitera, engraso los engranajes que me unen a la naturaleza, y me dispongo a cruzar el río en canoa. Ya estoy oyendo los sonidos de la selva.

Voy a buscar el nido de un águila. El águila harpía. Cuando lo haya encontrado, hay que preguntarle al chamán cómo pedir permiso para coger el pollo y ponerle un transmisor. Hay que trepar al árbol y construir una torre de observación de 30 metros. Desde esa altura, contemplaré los esfuerzos del pollo por salir adelante. Contemplaré a una de las águilas más poderosas del mundo, la dueña de los monos. Si ella desaparece, desaparece todo lo demás; monos incluidos.
Mientras dure esta misión, viviré en un ranchito, siempre en contacto con la gente; entre cachorros de tigre y gallinas que corren la fórmula 1 cuando les abren, por la mañana, las puertas del gallinero.
Me esperan largas caminatas entre árboles centenarios, con el barro hasta las rodillas; ríos de aguas negras; lluvias torrenciales; hormigas en procesión; tigres; panteras… Soy presa fácil de las fieras; lo sé… Y de los insectos. Los tábanos harán su agosto con la blanquita de la ciudad. Y lo peor puede ser la 24 pasos. La culebra. Si me muerde, doy 24 pasos y la palmo. También me esperan lugares maravillosos; buena gente; tabaquitos sagrados; días de felicidad…
Por cierto, la última página del cuaderno dice a quién pertenece y a quién hay que devolvérselo si alguien lo encuentra… pero, lo siento, Gusti… éste que yo he leído ya es un libro, y un libro pertenece a quien lo lee. O sea, que ya es mío. Si, por casualidad, lo pierdo, por favor, contactar conmigo en este blog o a través de mi página Web:
http://www.carmenmontalban.net/.
Chigaiko. Adiós.

lunes, 1 de diciembre de 2008

“1.280 almas”, Jim Thompson

1280 almas” es considerada una de las mejores novelas policíacas de todos los tiempos; y su autor, Jim Thompson (Anadarko, Oklahoma, 1906 - Huntington Beach, California, 1977), uno de los más grandes novelistas del género negro (al lado de Dashiell Hammett y Raymond Chandler).


El protagonista, Nick Corey, es el jefe de policía de Potts County, un municipio sureño de 1280 habitantes. Nick se hace pasar por tonto pero, en realidad, es desalmado, cínico y muy inteligente. Su objetivo es seguir siendo comisario. Ante la proximidad de las elecciones, decide “limpiar” el pueblo de quienes ponen su puesto en peligro.

Jim Thompson escribió también “Noche salvaje”, “Libertad condicional”, “Los timadores” (adaptada al cine por Stephen Frears), “La huida” (Sam Peckinpah), “El asesino dentro de mí”, “Ciudad violenta”, “Una chica de buen ver”, “Los transgresores”, “Tierra sucia” (o “Una cabaña en el sur”), “La sangre de los King”, “Texas”, “Al sur del paraíso”, “Una mujer endemoniada”, “Los alcohólicos”, “El criminal”, “Un cuchillo en la mirada”, etc.

Como guionista cinematográfico, realizó el guión de “Atraco perfecto” (Stanley Kubrick) y colaboró en “Senderos de gloria”.
_________________________________________________________________________LA JUSTICIA DE NICK COREY─No te atrevas a camelarme, Nick Corey ─le digo al protagonista, en cuanto abro el libro.

Porque Nick Corey se mete en un amorío antes de saber lo que está pasando. Tiene tías como para quitárselas de encima a hostias. Es su cruz, por ser tan buen partido. Es el jefe de policía de Potts County. Gana al año casi dos mil dólares, sin mencionar los pellizcos que saca de paso.

Yo pienso bien de las personas, mientras puedo, pero os diré algo de Nick: si ese cabrón hijo puta apareciera por mi habitación, lo estrellaría contra la pared y lo sacaría a guantazos. Pero está en una novela, un buen sitio para no andarse con ceremonias. Lo que quiero decir, ¡qué narices!, es que una cosa es la persona y otra el personaje. Si hablamos de ficción, no hay nadie como Nick. Así que voy, y me digo: “Carmen, Carmen Montalbán, no te importe que se rasque las pelotas mientras siga estando sólo en el papel, y lee”.

En las primeras páginas, no parece mala gente. Se mete en la cama con la colcha vuelta, para no ensuciarla con las botas. En público, se comporta tan amablemente como se pueda comportar un tipo. Siempre lo veréis dispuesto a hacer un favor, por poco dinero. No es entrometido: sólo detiene a la gente cuando no hay más remedio ─y si el malhechor es un don nadie─. Se pregunta qué mierda debe hacer; y, aunque no encontraría su cabeza ni colgándole un cencerro, acaba dando en el clavo.

Pero, ¡la leche jodía!, aunque Nick no parezca brillante, tiene luces suficientes como para darse cuenta de que la gente no está satisfecha con él, como comisario. Eso es lo que le tiene preocupado. Porque ser comisario es lo único que ha hecho en su vida. Anda desquiciado sólo de pensar que, tras las elecciones, podría dejar de serlo. Esa es la razón de que no pegue ojo; sólo 8 ó 9 horas y alguna que otra siesta después de comer. Pero qué digo comer. Tan preocupado está, que ni rebaña el plato. Un desayuno puede consistir, a penas, en unos huevos con jamón, menudillos con salsa, siete u ocho bizcochos, una tarrina de melocotón con nata y unas pocas tazas de café.

─Bien ─digo en voz alta─, quieres seguir siendo la mayor autoridad jurídica de Potts County… Entonces, ¿a qué esperas, pedazo de adoquín, para hacer tu trabajo? Que me condenen si, en lo que llevo leído, te he visto hacer algo por ganarte el sueldo.

─Vivir para ver ─se burla─. Una tía que lee. Mi padre también era de ésos.

─No escurras el bulto. ¿Qué programa tienes?

Nick nunca ha tenido programa, como tampoco ha tenido nunca convicciones fuertes. ¿Pero creéis que le va a ganar el otro? Eso ni lo penséis. Bastará con levantar unos cuantos rumorcillos… Y, en cuanto a los demás contribuyentes… habrá que hacer algo sonado. Me temo que va a haber jaleo.

Cada noche, cuando abro el libro y me pregunto qué es lo que hará hoy el bueno de Nick, se me ponen los ojos como platos. Nick es cosa seria. Al revés que su oponente, él sí violaría a una niña de color, robaría la dentadura de oro de su abuela, mataría a su padre a palos, robaría sus ahorros a una viuda, y echaría a su mujer a los cerdos.

En cuanto a mí, quiero escapar de él y no puedo. No me extraña, mira por dónde, porque lo estoy pasando en grande. Pierdo el culo por que le pillen, pero leo. Rabio de ganas. Me he zampado medio libro.

¿Que dos macarras le ponen motes, le gastan bromas y le empujan al agua por premeditada casualidad, sin guardarle respeto? Pues el cuco de Nick hará algo. Algo tajante. Posiblemente, cepillárselos; por casualidad premeditada. ¿Que hay que cargarle los muertos a otro? Bien merecido se lo tendrá. Ya sabéis cómo es Nick cuando la toma con alguien. Por seguir siendo comisario, ocasiona mil estropicios. Es una carnicería acojonante. ¡Cómo me gustaría que hubiera conmigo alguno de Pottsville que me hiciera de testigo! ¿Quedará algún alma por allí?

Así que, ya, a la noche, estoy tan en vilo, que me siento en la cama, más bien, sobre la rabadilla. Abro el libro y se lo digo. Le digo:

─Nick, no me das miedo, aunque puede que sea mejor que me lo des… Eres un asesino, aparte de un jodido cobarde.

Él no dice que yo sea una mentirosa, porque no sería educado. Lo único que dice es:

─Joder, vaya forma de estar en la cama con una mujer. Ya somos casi íntimos, ¿no se te ocurre otra cosa que discutir sobre asesinatos?

Camino ya del punto culminante, la situación es condenadamente lamentable. Jim Thompson me tiene en ascuas, ya me entendéis. Su historieta es realmente sabrosa. Ladeo el culo de vez en cuando, para estar cómoda, y leo toda la santa noche; tan frenéticamente como puedo leer. Llego a la última hoja entre pedorreos de truenos y la hostia de relámpagos; luego, me dejo caer sobre los almohadones y descanso, que buena falta me hace.

Estoy la mar de impresionada. Batiría palmas si tuviera fuerzas, pero apenas puedo mover un dedo. Me quedo tumbada un rato, sin hacer nada en particular, tan solo calentándome los cascos. Un tío como Nick matando a otros, ¿os lo imagináis? Yo todavía estoy en ello cuando oigo un gallo tonto y unos pasos precavidos. A estas horas, nadie honrado. Efectivamente, es Nick. Y se acerca de puntillas. Me ha pillado con el libro. Que me cuelguen si no tiemblo.

─Sólo estaba viendo las estampas ─me disculpo. Luego le pregunto qué hostias hace aquí─. Habíamos hecho el trato de que no aparecieras. Vamos, joder, ahueca. Tramposo, miserable, desgraciado, marrullero, podrido, cabrón, bastardo. Hijo de…


─Creo que será mejor que te domines, querida, o acabarás por decir algo feo.

Si me lo propongo, le planto cara a un lince, pero Nick ha cambiado. Ahora imparte justicia divina. El espíritu lo habita. O sea, que no le funciona el tarro. Va a ser peor de lo que imaginaba. Si sé lo que me conviene, no debería ponerle de vuelta y media.

─¿Piensas que voy a permitir que un chulo putas gane las elecciones y siga haciendo cabronadas, valiéndose de chanchullos, bebiendo güisqui, jodiendo con tías y yendo a la iglesia como si fuera un tipo respetable? Estás pero que muy equivocado.

Los ojos de Nick sufren un calambre. Dios mío, ¿para qué habré hablado? He meado fuera del tiesto. Tonta de mí. Antes de que me dé cuenta, habrá sacado el pistolón y me habrá destrozado la boca respondona. Nick no es de los que quedan empatados. Me mandará al infierno sin pestañear. Con las elecciones a la vuelta de la esquina, creo que está poco menos que obligado.

─¿Te vas o no? ─pregunto, petrificada─. No le diré nada a nadie.

Me cago en la leche, Nick me palmea la espalda. Supongo que ha tomado ya una decisión acerca de mí. Sus ojos rezuman fuego. Pero no le daré ninguna oportunidad. Me pondré farruca. Pediré socorro. Chillaré como un becerro en una tormenta de granizo. Armaré un alboroto de mil diablos. A lo mejor, si lloriqueo…

─Buenas noches, gentil dama ─me dice, como diciendo: “Donde las dan, las toman”.

Lanzo una sonrisa patética. Sé que voy a palmarla. Ya me estaba esperando algo así. Nick me lo confirma bien confirmado. Me deja tan vacía como una flauta; por casualidad premeditada. Con una de las balas entre los ojos, le veo asomarse a ver las estrellas. ¡Sensible el tipo! En el aire flota el olor de la tierra limpia. Salvo mis tripas, todo es hermoso.

─No hay otro como tú, Nick Corey ─jadeo─. Bueno, espero que no...

Nick me mira un rato. Recrearse contemplando a la gente en apuros es parte de su trabajo. Luego me da una palmada en el culo, por costumbre, y se aleja con sus tribulaciones, tan cabizbajo como un simple mortal.
─¡Hala!, sigue restándole almas al mundo. Dios sabe que tienes motivos de sobra. No dejes a nadie que ponga en peligro tu puesto de comisario.

viernes, 21 de noviembre de 2008

La fotografía de José Manuel Soto

Hoy no voy a leer un libro ni una revista, hoy voy a leer un blog; el blog de José Manuel Soto.
José Manuel Soto Yánez es un aficionado a la fotografía desde hace tantos años, que creo que ya respira por los ojos.

Tiene oficio. Se identifica con los artesanos que, simplemente, hacen; construyen cosas. Aún conserva su antiguo laboratorio de revelado y su vieja cámara de carrete entre modernas cámaras digitales.



Experto en el mimetismo de lo simple y de lo bello, José Manuel Soto hace visible lo que es casi invisible… quizás porque a él tampoco le gusta figurar.











Para él, hasta los rayos de luz tienen sombra; y la sabe captar, de la misma manera en que capta la luz de la noche.

































No sólo capta imágenes. Nos atrapa en ellas. Es como si su cámara viajase más allá de lo inmediato y no se impresionase con la luz, sino con pensamientos y emociones.


Sabe muy bien lo que es la memoria viva de los lugares muertos. Las calles de este pueblo (Granadilla), abandonado desde la construcción de un embalse, me recuerdan al México de Juan Rulfo.














José Manuel Soto mira lo que hay y encuentra la sombra de lo que falta.____________________________
Fuera de estas imágenes, obtenidas de su blog, me permito ilustrar estos recortes con dos fotografías que el autor me tomó a mí hace años.


martes, 11 de noviembre de 2008

“Consideraciones psicoanalíticas sobre el universo cinematográfico de Pedro Almodóvar”, Magdalena Calvo Sánchez-Sierra

Magdalena Calvo analiza en este artículo ─publicado en el Nº 51 de la Revista de Psicoanálisis de la Asociación Psicoanalítica de Madrid, (APM)─ los orígenes del director de cine español Pedro Almodóvar; las influencias que el mundo femenino y el masculino ejercieron en su infancia, y el reflejo de estas vivencias en su cine.



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LOS DUELOS DE ALMODÓVAR

En la película “Volver” (2006), las mujeres pasan las horas muertas arreglando tumbas. Las flores se van mustiando y, con ellas, mueren también los cuerpos. Los espíritus se evaporan; son arrastrados por ese viento que desquicia a la gente y hace que la vida se vaya volando.

Siempre he recordado esa falta de dramatismo en los rituales que se organizan alrededor de la muerte. Y es ahí donde he querido volver en mi madurez”, comenta Almodóvar.

Aunque también los hombres velan a sus muertos, ellos están excluidos de su horizonte cinematográfico. Ayer, una pata de jamón les golpeó en la nuca ("Qué he hecho yo para merecer esto”, 1984); hoy, les atraviesa un cuchillo de cocina y son albergados en un frigorífico ("Volver").


En la infancia de Almodóvar circulaba por el pueblo el rumor de que el abuelo ─muerto por accidente─ esperaba que sus promesas fueran cumplidas por otro. Esto nos recuerda la hipótesis freudiana de que los estados de duelo son caminos para afrontar el dolor ante las pérdidas. En los duelos que no pueden llevarse adelante, la persona queda enlazada al objeto perdido que, en estos casos, no permanece ni vivo ni muerto.

Si algo quieres de la muerte, pregúntale”, nos propone Almodóvar (“Hable con ella”, 2001). La muerte puede adoptar el cuerpo de una joven en coma o ser la presencia siniestra de una madre que falleció, pero que sigue ─como un “mortífero objeto vital”─ albergada en el hijo. El trabajo del duelo en el protagonista no se ha realizado; Benigno sigue enlazado a su madre y sólo puede vincularse a mujeres en coma: muertas vivas.

En “La ley del deseo” (1986), una psicóloga, imparte un curso a los médicos para enseñarles a comunicar a los familiares la muerte cerebral de un ser querido. Otra versión del mismo drama (aprender a comunicar una pérdida) aparece en “Todo sobre mi madre” (1999).

No podía aceptar la muerte”, dice Almodóvar; “sólo la comprendería si la hacía formar parte de la vida”.

Almodóvar inicia la articulación de la muerte y el sexo en “Matador” (1985) y en “La ley del deseo” (1986). Eros y Tánatos.

No es casual que la muerte palpite en su obra, ya que ─gracias a su creatividad─ se mantuvo como un náufrago sobre los restos de los movimientos de los 80. Por ello, elogia el kitsch, el cómic-strypes, la tragedia, el melodrama, las drogas, lo siniestro y lo marginal. Todo ello aderezado con la evocación de la muerte y el esperpento.

Su filmografía habla de conflictos e identificaciones… En “Volver” pesa un secreto. Paula, hija de un incesto, nos remite a un conflicto que viene de atrás (Haydée Faimberg, 1988). La madre de Paula mete en el frigorífico a su marido asesinado ─que abusó de su hija como abusaron de ella─. Así, el conflicto hiberna.

Los otros en nosotros invaden la vida, como parásitos. Son los fantasmas de identificación inconsciente (A. Mijolla, 1986) por los que una persona se hace depositaria de historias traumáticas de sus antepasados (asesinatos, incestos…). Son los duelos encriptados de N. Abraham y M. Torok (1978). Estas prehistorias familiares se mantienen reprimidas y distorsionadas por el paso del tiempo.

Almodóvar habla de lo propio centrado en las emociones. Las tragedias míticas, los amores desesperados, las pasiones desbocadas, la ternura y la abnegación son temas que desea exponer reiteradamente.

Emigró a Madrid con 16 años. Su procedencia social condiciona su estilo. Su temática está relacionada con los movimientos sociales, con los flujos migratorios del campo a la ciudad y con la pérdida de raíces.

En sus últimas épocas, Almodóvar traspasa el umbral de los patios manchegos, donde reinan las mujeres y discurre lo cotidiano. Es una metáfora del universo femenino. “Hable con ella” se adentra en una gigantesca vagina y nos sitúa, como espectadores, en una dimensión idealizada del objeto materno. Nuevamente, hablamos de la compleja elaboración de los duelos, cuando el deseo es regresar al origen, al Nirvana.

En el artículo de Magdalena Calvo vemos que el niño Pedro construye su imaginario dentro del universo femenino de los patios de su pueblo, mientras las mujeres cosen y cantan. Luego, vemos al niño recién emigrado y a la familia empezando de nuevo; primero, en Orellana la Vieja; después, en Cáceres. Es ahí, a sus ocho años, donde el futuro cineasta ve “Los diez mandamientos” y descubre el placer del cine.

Su pasado azaroso le impulsa a hablar con acidez y ternura de los desterrados: prostitutas, travestidos, pederastas, madres de asesinos, psiquiatras trastornados, mujeres al borde de un ataque de nervios…

Almodóvar se crió entre mujeres. Su madre lo llevaba de patio en patio, leyendo y escribiendo las cartas de un colectivo analfabeto. Lo femenino era, para él, vital y barroco; un mundo cuajado de narraciones, lamentos, dramas ocultos. Tal vez por eso crea historias sobre mujeres rotundas que se parten el pecho para salir adelante. Y sobre mujeres idealizadas, redentoras y humilladas, trazadas con una maldad pueril: sor Rata de Callejón, sor Perdida, sor Estiércol…

Más complejo parece haber sido para el director el mundo masculino. Don Antonio el arriero, su padre, condenado a viajar por su oficio ambulante, pasaba poco tiempo en casa.

Es evidente que mis películas con hombres son implacables con los personajes. /…/ Un psicoanalista debería decir a qué responde esto

Para Freud, los destinos de nuestra existencia quedan determinados de forma variable por el azar de las constelaciones maternas y paternas.

Entre los 40 y los 50, uno se detiene, mira adelante y hacia atrás. El resultado de ambas miradas son mis dos últimas películas, “La mala educación” y “Volver”. En las dos evoco mi infancia”.

Durante diez años, al autor le obsesionó el guión de “La mala educación” (2003). Fueron años de sufrimiento creativo, en los que trató de expresar vivencias del colegio, soledad, desarraigo...

Según Freud, la naturaleza otorga al artista la facultad de expresar sus más secretos sentimientos, ignorados incluso por él mismo. Pero las impresiones del creador han de pasar por profundas transformaciones para aportar algo artístico. Así, Almodóvar, tras un inicio más disperso, articula sus recuerdos y su forma de expresar la alegría y el dolor. Sus procesos creativos se encadenan y expanden; forman un estilo propio. Porque volver sobre lo mismo no es el retorno del inconsciente a un principio de inercia, sino el intento de resolver un enigma.


Recorte del artículo de Magdalena Calvo Sánchez-Sierra (2007) Consideraciones psicoanalíticas sobre el universo cinematográfico de Pedro Almodóvar”, en Revista de psicoanálisis de la APM, Nº. 51

jueves, 6 de noviembre de 2008

“Industrias y andanzas de Alfanhuí”, Rafael Sánchez Ferlosio

Industrias y andanzas de Alfanhuí” (1951) es la primera novela de Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927).

Puede ser considerada como un último ejemplo de la novela picaresca española o como el primer relato español del realismo mágico; un realismo mágico previo a Macondo.
Cuenta la historia de un niño expulsado de la escuela por escribir en un alfabeto raro. Ese niño, Alfanhuí, construirá su propia realidad a través de sus fantásticas andanzas y de su punto de vista particular y óptico.

Rafael Sánchez Ferlosio es uno de los miembros más destacados de la narrativa española de la Generación del 50. Su obra más conocida es “El Jarama” (1955). Es autor, asimismo, de “Las semanas en el jardín” y “El testimonio de Yarfoz”.
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LOS COLORES DE ALFANHUÍ



Leo las primeras frases de “Industrias y andanzas de Alfanhuí” en algún despertar inesperado. Es como un cuento de hadas; pero, eso sí, con sabor castellano. Oigo la voz del autor por encima del chisporroteo de las llamas. Si calla la lumbre, callará él; conque a atizar la hoguera. Remuevo los maderos de las llamas alegres. Las sombras crecen, bailan y se cruzan. El humo escuece un poco. Hago unos cuanto guiños. Parpadeo. Se me ponen brillantes las pupilas, y el mundo me entra, limpio, a través de ellas.

Pronto, veo el otro lado.

Mi habitación se agranda. Antes de darme cuenta, he atado mi merienda a la punta de un palo y ando con Alfanhuí por los caminos, pisando ya el mismísimo horizonte. En este caso puedo, porque es un libro mágico. Aquí, las fantasías no son tan fantasiosas.

Sánchez Ferlosio publicó "Alfanhuí" cuando tenía tan solo veinticinco años. Yo creo que lo escribió en algún desgarrón de su camisa; tal vez por eso, su voz me suena a música de ríos y bosques olvidados.

Al-fan-huí. Al-fan-huí. Al-fan-huí.

Cuando los pájaros gritan el nombre del protagonista, la soledad se escucha entre los árboles. ¿O es, acaso, la lluvia lo que suena?

Como dijo el joven Rafael, “lo que ocurrió bajo la lluvia sólo bajo la lluvia puede ser contado”, así que me preparo para el remojón… que llega. Una lluvia de prosa poética, precisa, generosa, se pone a flagelar esta hoja de papel. Las letras se destiñen. Por la página baja un zumillo de herrumbre verdinegra. ¿Es la tinta, quizás? Puede ser. Alfanhuí es industrioso, sabe hacer tinta negra de polvo de lagarto y escribir en un alfabeto raro.

Alfanhuí es un niño en edad todavía de llorar con la cara envuelta en la cortina; pero, andando, andando, crece. Es todo un caminante. Si me marcho con él, las carnes me germinan, duermo junto a las camas de las liebres, veo amanecer en el campo nevado, y atravieso los ríos flotando sobre el agua, como los zapateros. Si me descuido un poco, llego al mar. No me vendrían nada mal unas botas; pero, quita, quita: de limosna, no hay zarandajas de ésas.

En esta historia, todo es itinerante, poético, episódico. Creo que es el mejor libro que se ha escrito, en conjunto, sobre lámparas, luces y pigmentos. Si quiero convertirme en alquimista del matiz, éste es el manual que necesito. En unas pocas páginas, ya doro picaportes, monto relojes de arena azul, tiño visillos…

Alfanhuí es un experto. Ve proyectarse colores en la película translúcida de sus párpados, con los ojos cerrados. Conoce hasta los tonos primitivos. Y los de las visiones, por lejanas que sean. Habla del cromatismo de los nombres de los ríos de China. Responde de colores en polvo (como el de las nevadas invisibles); de colores líquidos (el vino de Burdeos y el aguasol), y de colores que se han secado, a salpicones de lluvia, en los cristales.

Porque Alfanhuí no hace el gazpacho para mezclar tomates, pan, melón, pimientos rojos, pimientos verdes, pepinos y cebollas, sino para mezclar tonalidades; por eso le sale bueno. Con un maestro así, aprendo pronto a conocer cada cosa por su brillo y a interpretar ese mudarse bailarín de los guiños de la luna nueva. Entorno los ojos y veo que, en efecto, las luces amarillas de mi cuarto son como la vergüenza de los lagartos muertos.

A la mitad de la obra, ya sé que el hastío es un tedio pálido y el mundo una vistosa función de circo. He aprendido que los colores de los gecos ─las salamanquesas─ están debajo de la capa de polvo que se les ha pegado en los desvanes. Conozco el color hondo de los espejos de las casas abandonadas, y lo mismo te tiño un castaño con zumo de naranja y pétalos de flores, que hago que se te corra el esmalte de la careta, en los carnavales que vienen malos.

Alfanhuí me ha enseñado el picante colorido de la ira que nos ciega. Juntos, hemos ordeñado raíces y hemos llenado frascos con agua que se ve en la oscuridad. Gracias a sus industrias, conozco el reino de lo blanco, donde mueren los hombres y se juntan los colores de las cosas. Gracias a sus industrias, distingo el negro del luto de las viejas de Guadalajara ─hermanas de las sartenes─ del negro de las orillas de los ríos, hecho con sombras de nubes olvidadas. Entre el gris “pelo-de-rata” y el ceniza aceitoso de las habitaciones cerradas media un abismo. No es igual el gris incienso del brasero de picón que el gris de las bayetas. Tampoco se parecen en absoluto el gris acero del cielo en los días sesgados y el gris de una grulla dormida sobre un pie.

Alfanhuí ha conseguido la sangre del ocaso, por eso sabe ─sabemos─ que el rojo del poniente es distinto del rojo del bosque rojo. Una cosa es el vaho de luces que se eleva sobre el cielo de Madrid, y otras dos, diferentes, el esplendoroso escarlata de los coches de bomberos y el toque lombarda del Paseo de los melancólicos, como de escoria de ferrocarril.

También conoce Alfanhuí ─conocemos─ todos los verdes: de lluvia y de cuando no llueve; de luz, de sol y de luna… Conoce ─conocemos─ el verde guardia civil de las botellas, el verde oro del agua y el verde fuego que cobran los árboles a la luz de la hoguera…

Aquí dan luz hasta las piedras, siempre que tengan vetas de color. Les pones la torcida, y encender.

Al cabo de siete días y siete noches entre candiles mágicos, termino el libro. Es una novela breve, pero yo quería que no acabase nunca. Por eso, antes de cerrarla, echo una cabezada, agarrada al gato. Amanezco hecha jirones.

─Amiga, me voy ya ─se despide Alfanhuí─. Despierta. Arréglate. Se te sale el relleno.

Lo miro a distraídas, sin intención de decir adiós. No quiero que se vaya porque soy como él: ladronzuela de historias de chimenea. Pero Alfanhuí se pierde con el duende de los rescoldos. La última llama de mi hoguera me mira con su cara, color de luna.

Con la chimenea, se apaga la luz de las tierras antiguas. Sólo queda un eco. Mi habitación vuelve a ser mi habitación. Conozco el rechinar de mis vigas. Aquí está mi cabra Estampa, atada al picaporte de mi cuarto de baño; aquí, mi criada disecada, el ladrón que sabe doblar silbidos, mi silla enferma, y toda esa gente de cara borrosa, porque se lava con agua turbia… He regresado.


Dejo el libro en la silla de cerezo, me levanto, y abro la ventana. Había tanto color en esta historia, que mis manos quedan fosforescentes. Las páginas, al viento, se desperezan; es lo único en el mundo que se agita. Mi casa respira un aire de rosas blancas. La música viene del libro; de esa flauta que hace melodías con silencios en las grandes tormentas.

viernes, 17 de octubre de 2008

“Vida y destino”, Vasili Grossman

Vida y destino” aborda la invasión alemana y la resistencia rusa en la batalla de Stalingrado.


A través de una multitud de personajes, el escritor y periodista ruso Vasili Grossman (Berdíchev, 1905 – Moscú 1964) contrapone los individuos a los estados totalitarios. En el Volga, confluyen las dos mayores potencias totalitarias de Europa. Esta intensísima historia (que ha sido calificada como Guerra y paz” de la II Guerra Mundial) parte de ahí para denunciar el fascismo, por un lado, y, por otro, el régimen soviético.


Grossman es autor, además, de “Stalingrado”, “Todo fluye”, “El pueblo inmortal”, “Por una causa justa”, “Un escritor en guerra”, etc.
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GUERRA Y PAZ EN “VIDA Y DESTINO

Vida y destino” es una novela de guerra. Se trata de defender Stalingrado, una ciudad que tiene un alma: la libertad. En los pasajes bélicos que recorren la obra, seré una reportera de las que no se esconden en la retaguardia; de hecho, ya he empezado a redactar mi artículo en este refugio a orillas del Volga, mientras me bombardean.

Mi habitación parece un enorme caldero en ebullición. Descargan ráfagas bajo mis pies. Bandadas de gorriones se elevan de la tierra. Veo sombras humanas envueltas en niebla; centinelas apostados tras sus ametralladoras, bajo una lluvia de fango; torrentes de fuego líquido... Hasta aquí llega el hedor de los cadáveres. En medio del estruendo de las bombas, oigo voces llenas de espanto. Me caliento con humo; como carne de caballo, y avanzo sobre las rodillas, sin levantar la cabeza de la nieve sucia... No me limito a temblar bajo el fuego enemigo. No estoy respirando esta atmósfera épica sólo para sentir miedo. Gracias a la épica, pongo mi vida en peligro, me subo a un montón de cascotes sangrientos con el teniente Zúbarev, y entonamos juntos una cancioncilla. Aunque la letra hable de otra cosa, nuestra canción dice que ninguna fuerza destructora podrá borrar jamás la belleza de la vida.

Con la moral del vencedor, cerco a las fuerzas alemanas en el transcurso de cien horas… de mil páginas… Pero la guerra no es el único horror que llena esta obra. Aunque sirve como columna vertebral para su argumento, en el trasfondo ideológico descubro enseguida un horror aún mayor que la guerra: el totalitarismo. En aras de la felicidad de sus respectivos pueblos, tanto Hitler como Stalin empujan inocentes a la fosa. Uno y otro bombardean a sus súbditos con propaganda y los amenazan con el hambre, la infamia, el ostracismo, el campo, la muerte…

Hitler conoce todas las clases de egoísmo (de clase, de raza, de estado, individual) y utiliza las fuerzas de la reacción para convertir el antisemitismo en una ideología de partido y de estado que apoye su guerra contra la libertad. Eso es el fascismo, enemigo de toda la humanidad, incluidos los alemanes. Si por Hitler fuera, transformaría el mundo entero en un campo de concentración galáctico.

Y el régimen soviético no es mucho mejor. Según Grossman, Lenin se consideró el fundador de la Internacional, cuando en realidad creó el gran nazismo del siglo XX. En cuanto a Stalin, contra todos esos panegíricos que lo retratan, cuchara en mano, dando de comer a los niños, es responsable de las purgas, persecuciones, prohibiciones, acosos, detenciones y desapariciones que se producen bajo su mandato. Algunos personajes de esta novela ponen en duda que tenga derecho a torturar y fusilar, pero no pueden decirlo. Saben que, si él te sonríe, te llueve la gloria; y saben, también, que cualquiera que tenga el carné del partido puede mandar sobre ti, arruinar tu vida y tu trabajo, y enviarte al campo.

Tanto a Hitler como a Stalin les sobran campos de exterminio («de trabajo», «de concentración», «de detención» o como quieran llamarse). Los campos existen al margen de la guerra, fuera de la guerra y por encima de ella. La galería de personajes de “Vida y destino” es inmensa. Puedo elegir a cualquiera: ser alemana o soviética; judía o no; oficial de un ejército o del otro, o no participar en la guerra; ser ama de casa, pastora, campesina, analfabeta o especialista en física molecular… Me identifique con quien me identifique, el resplandor rojo y negro de los hornos crematorios penderá sobre mi cabeza.

Sólo de pensar que entro en el pellejo de Roze, soldado alemán encargado de las cámaras de gas, temo que se rompa el frágil dique de las paredes de mi cuarto y entren las tinieblas. ¿Seré capaz de nadar contracorriente o me convertiré, por miedo, en un verdugo? ¿Haré “mi trabajo” a gusto en crematorios cálidos y tranquilos? ¿Qué le pasará a mi alma si cargo a mi espalda botes de Zyklon B como quien carga tarros de mermelada? Está bien: puede que, a cambio de comida y privilegios, me convierta en una mujer sumisa, cruel, indiferente, desesperada… O que, en esta situación, antes de sentirme insignificante, prefiera convertirme en una avalancha que barra bosques y desborde ríos. Pero si ─tras asesinar─ me siento como un gato que ha estado jugando con un abejorro, es porque he dejado de ser yo misma. En momentos así, o se le pierde el miedo a la muerte, o se deja de ser humana. Por eso, antes de que los ojos de la persona que soy ahora se crucen, al otro lado del cristal de esta cámara de gas, con los ojos de un niño, me pongo al otro lado de la puerta.

Así pues, soy judía. En la piel de Sofia Ósipovna, el antisemitismo de los fracasados que me rodean me da una idea de cuál será mi destino. Cuando suba al tren, ya no me quedará el deseo de ser feliz, pero tendré aspiraciones. Levantarme hasta la rendija y respirar, por ejemplo. A los demás les alegra el anuncio de que vamos a las duchas, pero yo sé que esa caja de hormigón será lo último que vea. Hasta mi habitación segrega toxinas. Alguien mira al niño que agoniza a mi lado. Si no tuviera que abrazarlo, me estrangularía con mis propias manos.

Pero, en “Vida y destino”, no basta con estar fuera de una cámara de gas para respirar a gusto. Todos los personajes ─judíos o no; víctimas o verdugos; alemanes o soviéticos─ están ahogados por un terror secreto que no pueden vencer ni entrando en combate consigo mismos. Yo, por lo que pueda pasar, leo con la boca cerrada. Tengo miedo a decir lo que no debo. En estados como estos, las palabras no son útiles para que nos comprendamos. No sirve ni la lógica. La idea de expresar lo que quiero es tan absurda como el hielo frito. Y nada de bromas. Jugar con nitroglicerina tendría menos peligro. Conque me callo. Hablando demasiado sólo conseguiré que me desuellen viva. ¿Que alguien ha dicho algo conmovedor?: miro atrás, a ver quién viene. No me fío de éste, ni éste de mí, aunque los dos olamos igual de mal. Nada más sólido que mi caparazón de miedo acumulado. Oiga lo que oiga, yo tranquila. Ni una palabra fuera de tono. Malo será que, de pronto, descubra mi sumisión, me avergüence de mí misma, me entre miedo a volver a tener miedo, y adiós prudencia.

¿Y qué ocurre si me pongo en el lugar de Krímov, el comisario del Ejército Rojo que detiene a la gente y la encierra en los campos de exterminio? Parece un papel más cómodo, ya que él, en un principio, no alberga ninguna duda. A su modo de ver, el partido tiene derecho a blandir la espada de la dictadura y aniquilar a quien sea preciso aniquilar. Así pues, empiezo así, defendiendo a los amigos en cuya inocencia creo. O murmurando. O no haciendo nada, que es mucho peor. Quiero creer que alguna culpa tendrán de haber llegado hasta aquí y que voy a privarlos de su libertad porque son enemigos de la revolución. Pero, ¿qué ocurre cuando es a mí a quien se pone en entredicho?

Son muchos los cuestionarios que deberé rellenar para no entrar en la raza de los intocables. Y, al final, ¿para qué? Nadie escapa a la sospecha. ¿Quién no tiene un familiar que no es miembro del partido o que no ha denunciado a quien tenía que denunciar?

─Se trata de un malentendido ─balbuceo. Es lo que lo que dicen todos cuando los detienen. O sea, que ya no soy libre. Ahora me entero.

Los que me interrogan parecen de una raza superior mirando a una ameba. Tengo cara de estúpida porque sé lo que viene después de que me pisoteen. Antes, pisoteaba yo. Me quitarán las gafas, me arrancarán los botones, y me romperán la ropa hasta desgarrarme a mí también, por dentro. Me torturarán mientras la medicina lo permita. ¿Pulso débil?: inyecciones de alcanfor. El fanatismo de mis torturadores me hará dudar de mi inocencia. Sé que confesaré, aunque no comprenda de qué se me acusa. En los estados como éste, culpable es todo aquel contra quien haya una orden de arresto, y ésta se puede emitir incluso contra mí, que he pasado la vida firmándolas contra otros. Así que mi destino acaba aquí. Sólo me queda gritar de angustia, salir del catre, y darme puñetazos en el cráneo.

Afortunadamente, en “Vida y destino” hay también una historia de amor. No sé cómo reconcilia Grossman la ternura con la férrea austeridad de los estados, pero lo consigue, y es un alivio. Porque, contra el amor (aunque sea un amor frustrado), no tienen fuerza ni los dictadores ni la artillería ni la furia racista.

Aún así, cuando acabo la lectura, el silencio de mi habitación es todo menos apacible. Tras mi rodaje por aquellas latitudes se me ha quedado el cuerpo dolorido. Me siento tan vacía como la estepa y mirando hacia ella, como un lobo. Si oyera ahora cantar a un niño, me echaría a llorar. Lástima que aún haya personas que, sólo con abrir la boca frente al dictador que les haya tocado, se sientan más tontas que el asa de un cubo y se vean obligadas a cerrarla. De repente, necesito hablar. Yo puedo. Cierro el libro, salgo de mi cuarto, llamo por teléfono a quien sea y hago las observaciones que se me antojen sobre los poderosos del mundo. Bromeo, me burlo, y me relaciono con mis amistades de la única forma posible: de la humana.

lunes, 29 de septiembre de 2008

“Sauce ciego, mujer dormida”, Haruki Murakami

Sauce ciego, mujer dormida” es un libro que incluye veinticuatro relatos con elementos fantásticos y oníricos. Todos ellos están llenos de humor y de surrealismo, y reflejan el ansia de amor de sus personajes y la soledad humana.

Haruki Murakami (Kyoto, Japón, 1949) es autor, además, de “La caza del carnero salvaje”, “Tokio blues”, “Al sur de la frontera, al oeste del sol”, “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”, “Sputnik, mi amor” y “Kafka en la orilla”. __________________________________________________________________________
LOS TEMORES DE MURAKAMI


Veo el libro sobre la mesa y me pregunto cuál será la contraseña para entrar. La noche es profunda; el tiempo, flexible. Mi conciencia está despejada. No tengo sueño. “Haruki Murakami”, digo, en voz alta. Pronuncio el nombre del autor y, como un perro al que le han lanzado un palo, corro tras él, pierdo el sentido de la orientación, pierdo la noción del tiempo, me pierdo de vista a mí misma, y caigo de las tapas del libro hacia dentro, sin hacer ruido.


Levantar la esquina de la primera página es como levantar una esquina del mundo y, poco a poco, desembrollar sus hilos. Eso sí, es otro mundo. Un mundo que, al principio, me parece tan gracioso y ordenado como medido con una regla. Haruki Murakami me guía por esta ciudad invisible y me hace desaparecer, como absorbida por unas arenas sin nombre. Es un autor mágico. De repente, hace que yo aparezca en un vasto paisaje de impresiones, instantes, sueños, relojes parados… Trenes que pasan. Surrealismo, impresionismo. Cuadros parecidos a campos de maíz azotados por la sequía del verano. El verdor tras el follaje de un árbol alto. Desagües desecados y alcantarillas de la antigua Roma. Playas apetecibles y tranquilas, amodorrantes, y olas devoradoras que dan bramidos siniestros y retroceden antes de avanzar; como si, en el fin del mundo, alguien estuviera tirando con todas sus fuerzas de una gigantesca alfombra.

Ya no podría escapar de aquí ni aunque quisiera, porque aquí no existe la distancia. El tiempo avanza y se detiene, se detiene y avanza. Me olvido de esta habitación, del dentista, de la declaración de la renta, de las letras del coche y de la avería de la calefacción, y permito que mi conciencia empiece a vagar por la frontera entre lo real y lo irreal. Aquí no hay sitio para nada más que para estos relatos y para mí. Los cuentos y yo, en un vacío íntimo. Éste es el instante que más me gusta de una lectura: cuando acepto las reglas del juego que me propone el autor y me zambullo en la obra.

Al principio, todo parece plácido y estable; pero lo cierto es que me encuentro dentro de una calma fugaz creada en el núcleo de un remolino de presión atmosférica. En seguida, algo sale reptando de entre las páginas y me doy cuenta de que lo que tengo en las manos no es un libro cualquiera. Tengo en las manos alta literatura; tan alta y tan profunda, que da vértigo. Este libro es un iceberg que flota en un mar oscuro.

Haruki Murakami fabula con experiencias que ha vivido, con sucesos extraños, y los deforma. Inventa historias sin recato, las mete unas dentro de otras, como cajas de distintos tamaños, y me conduce a través de ellas, como un encantador de serpientes. Algunos de esos relatos son absurdos, pero tienen un tono tan adecuado, que nada me parece más verosímil que su hombre de hielo, sus señores cuervos, o su mono roba-nombres. No me interesa ninguna otra cosa; en caso contrario, leería los periódicos. Lo que me roba el corazón ahora son las moscas que nos comen por dentro; ese tipo que llama y cuelga, y la tía pobre que permanece oculta en nuestro interior hasta que un día se sube a nuestra espalda. De lo que se trata aquí es de preguntarse qué tipo de traumas sufre un canguro; adónde van a parar los nombres que se pierden; si me arrepentiré alguna vez de elegir el deseo que elegí, o cuál será el destino de los gatos que se comen a su dueña…

En lo que el autor sí es un espejo ─sin deformaciones─ es dándonos idea del corazón humano. Sus personajes existen y funcionan como si fueran fenómenos atmosféricos. No parecen malas personas. Hay jóvenes que me cuidan, igual que hadas bondadosas, y ancianos que me conceden un deseo. El que yo quiera. Hay adultos de mediana edad ─como yo─ que ─como yo─ ya no son poetas ni revolucionarios, ni estrellas del rock. Ya no duermen la borrachera dentro de las cabinas telefónicas ni beben hasta perder el sentido, ni escuchan ningún LP de los Doors a todo volumen a las cuatro de la madrugada… Ya no. Hay náufragos que van a parar, junto con sus gatos, a islas desiertas. Mineros de la tragedia de la mina de carbón en Nueva York, respirando lo menos posible, porque queda ya muy poco aire. Estudiantes de piano cuyo corazón se ensancha cuando pasan los dedos sobre las teclas. Muchachos con una marcada tendencia a enamorarse de sí mismos. Mujeres que necesitan llorar en los brazos de alguien y mujeres que sólo se acostarán con su novio después de haberse casado con otro. Líderes que comulgan con el éxito, metidos en una especie de marco del que intentan no salir… hasta que se ven fuera. Hombres y mujeres hartos de su vida miserable, de los plazos, de las asignaciones de sus ex, de sus casas pequeñas, de las cucarachas en la bañera, del metro, de las horas punta…

En este libro de relatos hay personajes verdaderamente excéntricos, como el hombre que entra en el zoológico cada vez que llueve torrencialmente y se bebe una cerveza frente al tigre de Bengala. O el que habla a solas sobre un avión, sin darse ni cuenta, porque su corazón quiere. O el surfista japonés con una sola pierna. O el futuro cartógrafo que tartamudea cada vez que pronuncia la palabra “mapa”. Pero todos ellos, sin excepción, incluso los que parecen normales y corrientes, son pozos profundos. Sólo podemos imaginarnos lo que llevan dentro mirando las cosas que, de vez en cuando, suben a la superficie.

Murakami elige tan bien los indicios flotantes que retratan a sus personajes, que los siento muy cercanos. Es como si ellos y yo hubiésemos quedado atrapados en un ascensor averiado. Mirándolos bien, son seres etéreos que cambian de forma según las imágenes que yo tenga en mente cuando los observo. Parece que van a asustarse y a huir si me suenan las tripas. Son ligeros como libélulas; pero, si flotaran en el mar, de noche, hundirían los barcos que chocasen con ellos.

A través de todos esos personajes, Haruki Murakami me informa sobre la necesidad que tenemos de hablar unos con otros. Y de comunicarnos con nosotros mismos. Hay quienes estrechan lazos y quienes echan la llave. Hay quienes buscan compañía y hablan y hablan como si estuviesen llenando algún vacío, y quienes, para no mantener ninguna relación con nadie, hacen espaguetis solos, todos los días. Por eso charla el autor conmigo y por eso charlo yo con él: porque no queremos tragarnos las palabras.

Durante varios días, subo por la escalera del alma humana hasta que, finalmente, el libro se termina. Quiero seguir subiendo, pero no hay más peldaños.
...
Y cuando todo hubo acabado, el rey y sus súbditos se mondaron de risa.
...
Bueno, sí, hay una chispa de humor en todos los relatos, sólo que yo no tengo ganas de reírme. La belleza del libro me causa un terrible desasosiego. Es como si el autor hubiese emplazado una ametralladora metafísica en lo alto de una colina metafísica y ahora me estuviese inundando de olas metafísicas.
...
No sé si seré capaz de llevarme a cuestas tanta historia. Pero mayor problema sería olvidarla y pensar eternamente en un puñado de espaguetis que no se van a hervir nunca. A la luz de la luna, la última página parece la hoja fresca de una planta carnívora. Me parece ver, atrapados en ella, los personajes sobre los que he leído. De ahí, han saltado a mi espalda, como tías pobres cualesquiera, para intentar arrastrarme con ellos a ese otro mundo. Dirijo una mirada a los zapatos que hay en el suelo, por si tengo que utilizarlos como armas arrojadizas cuando se tuerzan las cosas.
...
Quizás debiera levantarme y hacer la limpieza, sin pensar en nada. O irme al zoológico a media noche, aunque no llueva. Pero no puedo moverme todavía. Me he metido tan al fondo de este libro, que no me encuentro. Sí. Ahí estoy. Ya me veo. ¡Seré imbécil! Tengo delante un espejo. Aunque, pensándolo bien, la que se ve reflejada no parece ni yo misma. O sí, pero es otro yo. Espero que mi yo auténtico no haya sido devorado por los gatos. Si no arrojo el libro contra el espejo, voy a ser presa del pánico. Ya lo soy. Ya he soltado un alarido.
...
¿Que por qué me asusto? Porque en esta habitación no ha existido nunca ningún espejo. Aquí, conmigo, únicamente están Haruki Murakami, sus relatos y su idea de que el hombre solamente se teme a sí mismo.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

"Anastasia de nuevo", Lois Lowry

Anastasia Krupnik tiene problemas muy serios, como todas las chicas de doce años. Se considera una especie de monstruo. Será uno de los seres humanos más altos del mundo cuando acabe el colegio.

Su familia también es rara, pero encaja bien en Cambridge. A pesar de ser calvo, su padre siempre está contento. Anastasia vive con el continuo temor de que un día haya algún amigo en casa en el momento en que él suelta el solo tenor del “Requiem" de Verdi con los ojos cerrados. A pesar de ello, Anastasia sólo reza cuando es absolutamente necesario; o sea, cuando su compañero de clase, Robert Giannini, se desata una zapatilla en su presencia. No podría soportar verle los pies descalzos. Le resulta terrible no tener qué ponerse cuando sale con él a montar en bici. Y no es que le importen los chicos. Los detesta; especialmente, a ese pelma, pero mete la pata cuando habla con él y siente deseos de morirse ahí mismo.

Y hablando de muerte, en su corta existencia, Anastasia ha tenido que decir adiós muchas veces. Su abuela ha muerto y a su pez lo ha tirado su hermano Sam por el retrete y no han podido recuperarlo ni llamando al fontanero.

Pero ningún problema es tan grave como el que se le avecina. Porque, hoy, de repente, cuando ya tiene a Frank, su nuevo pez, y todo parece ir bien en la familia, sus padres han decidido mudarse a las afueras. ¿Cómo pueden hacerle una cosa así?

Además de una serie de nueve novelas sobre Anastasia y de otras cinco sobre su hermano Sam, Lois Lowry (Honolulu, Hawai, 1937) es autor de “Otoño de la calle”, “Mirando hacia atrás”, “Un verano para morir”, “El Dador”, “Número de estrellas”, “Messenger”, “Nosotros y el tío Fraude”… Su obra más reciente es “El Willoughbys”.
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Los misterios de Anastasia

Anastasia Krupnik es una chica precoz y extravagante que quiere ser escritora y que, por encima de todo, se empeña en convertirse en amiga mía desde el principio del libro. Llama a la puerta de mi cuarto, le pregunto quién es, y ella responde: “Anastasia otra vez”. Y, claro, abro. No es sano encerrarse entre cuatro paredes, escuchando sola a Verdi y dándole demasiada comida a un pez.

Quizás no imagine el lío en que me meto. Si hay una chica capaz de crear situaciones absurdas sólo con abrir la boca, ésa es Anastasia. Un auténtico desastre. Pero los personajes como ella me fascinan, y Anastasia es una chica bienintencionada. Detrás de todos sus líos hay propósitos buenos. El resultado es que empiezo a sonreír en la primera página y ya no paro. ¡Y eso que, para Anastasia, la crisis con que se inicia la historia es seria!: van a mudarse a vivir a un barrio de las afueras.

¿Que cómo sabe que el cambio será tremendo? Pues porque lee desde los cuatro años. Se fija en los anuncios de la tele, saca de la biblioteca un libro sobre la lepra en cuanto le pican los lóbulos de las orejas, y estudia artículos de Cosmopolitan sobre las mujeres que se hartan de todo y se escapan de casa. Por si eso fuera poco, lleva meses tomando notas sobre los misterios de su propia existencia, con la idea de escribir una novela de misterio cuando se le ocurra el título. El misterio de por qué algunas personas toman decisiones sin consultar a sus hijas de doce años, por ejemplo.

Su padre, que además de profesor de literatura es poeta, debería fiarse de su criterio en lugar de acusarla, gratuitamente, de hacer afirmaciones gratuitas. Anastasia está bien informada, por ejemplo, de que en los chalés adosados no hay libros. Donde deberían estar las librerías, la gente pone un enorme televisor en color adornado con un cuenco de frutas artificiales.

De acuerdo: el piso se está quedando pequeño, pero sólo de pensar que ahora le toca despedirse de él, y de imaginarse a sí misma en un barrio de las afueras ─tan alta, con tantos granos, y con un pelo así de grasiento─, se pone enferma.

Y no se preocupa sólo por ella. Ni papá seguirá yendo en bici a la universidad (ahora tendrá que ir en coche, contaminando la atmósfera), ni Frank sobrevivirá a una pecera llena de chismes de plástico, tan distinta a las peceras de los peces de ciudad.

¿Llevar a su hermano Sam, sin su vieja manta, a vivir a las afueras?: otro desastre. Sam habla como Einstein, pero sigue llevando pañales. Los que hacen las mudanzas no van a cargar con su manta mugrienta.

¿Y mamá?, ¿se liará con los maridos de las vecinas de al lado?

El caso es que no queda otro remedio. Esta familia no es una democracia; es una dictadura tolerante. Por mucho que Anastasia haya perfeccionado el arte de rumiar su mal humor con la puerta bien abierta, da su mano a torcer con una condición: se mudará a un barrio de las afueras siempre que su habitación esté en una torre.

Pero sí, encuentran una casa de ésas.

Anastasia siente en el estómago como una patada con botas camperas al notar dentro de sí tantas contradicciones. Es el misterio de las despedidas. Porque, lo quiera o no, se enamora de la casa y le da al piso el adiós más difícil de su vida. Se marcha sin funeral, sin ceremonia, sin tirar de la cadena. Tristísima y muy feliz. Con una sonrisa tonta… y una torre... y un título bueno para su novela.

¿Quién no escribe en una torre? Aunque no es tan sencillo, escribir consuela. Y la vida sigue. Su madre vuelve a pintar, su padre a dirigir orquestas que no ve, Sam a despertar el “¡Oh!” que despiertan los niños con rizos, y ella a terminar su novela de misterio, a hacer amistades, a liar todo lo liable con sus mentiras a medias (en las novelas no hay que decir toda la verdad) y a desenredar el pelo de su nueva-vecina-vieja mientras, de paso, nos enreda la vida a las demás.

A lo mejor no está tan mal como creía vivir en las afueras. A lo mejor es verdad que Anastasia tenía prejuicios… Y, a lo mejor, yo los tenía con ella, porque he salido bien parada de nuestro encuentro y ya he llegado a la palabra “Fin”. No sé cómo, ni nunca lo sabré, pero le he cogido cariño.


─Adiós, “Anastasia otra vez” ─suspiro.


Estoy agotada de tanto reír, pero me desconsuela cerrar el libro. Es el misterio de las despedidas: la risa, la pena, la sonrisa tonta…

Y, hablando de misterios, si el género me exige que haga alusión ahora a algún cadáver, aprovecho que también ha terminado el disco en mi habitación para decir que Verdi sigue muerto.

domingo, 10 de agosto de 2008

“Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen”, Víctor Gómez Pin

En “FILOSOFÍA. Interrogaciones que a todos conciernen”, Víctor Gómez Pin enumera y analiza los problemas que afectan al ser humano, a todos los seres humanos; problemas que están presentes en todas las lenguas; que obsesionan a todas las sociedades.

Partiendo de cuestiones que tal vez ahora nos parezcan obvias, pero que en su momento dejaron atónitos a los filósofos, el libro salta hacia el presente y revisa esas preguntas bajo el prisma del pensamiento y la ciencia de nuestros días.


El filósofo Víctor Gómez Pin es autor de más de veinte obras; entre otras, 'La escuela más sobria de la vida', 'Los ojos del murciélago, vidas en la caverna global', 'El hombre, un animal singular', “Entre lobos y autómatas”, “Filosofía: el saber del esclavo”, “El psicoanálisis: justificación de Freud”,”Descartes: la exigencia filosófica”, “La tentación pitagórica”, “La dignidad: lamento de la razón repudiada”, “Ciencia de la lógica y lógica del sueño”, etc.

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Las interrogaciones que me conciernen

Lo único que representa una promesa para el pensamiento ─dice Víctor Gómez Pin─ es lo que no se conoce. Así pues, me digo a mí misma que su libro promete y lo abro.


Platón y Aristóteles situaban el origen de la filosofía en el estupor. Y, es cierto: mientras buceo en los primeros planteamientos, me siento un poco estúpida, aturdida. Demasiado estupor tampoco es bueno. ¿Acabará siendo lo que ignoro una barrera entre la obra y yo? La verdad es que no lo creo. El autor es ambicioso, eso se ve desde el primer vistazo al índice, pero es en eso, precisamente, donde encuentro el gusto yo.

Cosmos, espacio, tiempo, condición lingüística, sentido de la vida, diferencia entre formas de vida, entre especies, entre lo humano y lo animal, máquinas inteligentes, distinción entre individuos… Ética, estética, razón, conciencia, libertad, acción, voluntad, movimiento, vínculo entre tiempo y corrupción, entre palabra y música…

Son muchos los conceptos y fenómenos que intenta explicarme este ensayo. Más promesas. Va a tener que hacerlo muy bien Gómez Pin para que aquello que no me dice casi nada adquiera significación; es decir, salga de la in-significancia. De momento, empiezo a pensar que saber por saber es un delicioso placer humano. Eso quiere decir que la obra marcha, ¿o no?

Voy leyendo poco a poco, las noches que me veo en disposición. No vale tener sueño, pero tampoco se trata de neutralizar el insomnio. Frente a este libro, mi tarea es pensar; conque me concentro. En cuanto deje de estar distraída, las interrogaciones vendrán por sí mismas. Las respuestas importan menos: lo que pesa aquí –me dice mi mentor– son las preguntas, los problemas filosóficos. Los conceptos atraviesan la historia del pensamiento, encuentren o no encuentren solución definitiva.

¿Y cuáles son esos problemas?: los que a todos nos afectan. “Si no hablo de cosas que a todos conciernen, no soy filósofo”, retumba la voz del autor en mi cuarto. Y él es filósofo, eso seguro; un filósofo que ─recordando a Kant─ se pregunta qué puede esperar, qué debe hacer, qué puede o debe saber un filósofo.

La lista es tan amplia, que abruma. Empezando por el hombre mismo, Gómez Pin se interesa por todas las cuestiones que tensaron el pensamiento de los antiguos. Eso sí, revisa las viejas interrogaciones con la mente de un pensador de hoy día (lo que trae, a su vez, preguntas nuevas).

El autor empieza a contar con mi adhesión apasionada en cuanto empieza a hablarme del lenguaje. Será deformación profesional. O humana. Cada vez que me dice que el lenguaje es el molde en que se forja el ser humano y que sólo somos personas si respetamos la palabra dada, muevo la cabeza como una tonta. El lenguaje me ha permitido encontrarme con este otro ser de lenguaje. El autor se explica y yo me explico. Todos nos explicamos. Incluso los malvados “argumentan” sus fechorías. Estoy de acuerdo con Gómez Pin en que el lenguaje nos anuda a la vida del espíritu; en que la lengua determina el universo de la ciencia, el arte, la tecnología y la relación conceptual, o sea, las principales expresiones de la creatividad humana; en que sirve para informarnos, relacionarnos y deleitarnos con la poesía, pero que también se usa para callar, para encubrir, para mentir, para despistar…

Sé que mi pensamiento está empapado por los signos; sé que la naturaleza que observo y los símbolos que empleo para pensar en ella o para comunicar lo que miro ya no pueden separarse; pero sé también que el lenguaje no es naturaleza ni está a su servicio. A veces, el lenguaje sólo sirve al lenguaje. Discursos míticos, poéticos, narrativos… Para crearlos, no necesitamos justificación objetiva. No nos hace falta que eso de lo que hablamos sea real, ni verdadero. Podemos inventárnoslo. El lenguaje es versátil, flexible y creativo, y “el mundo es azul como una naranja”. Las palabras eran la meta de Paul Éluard cuando hizo esta feliz comparación. El verbo se hizo carne. El instinto del lenguaje es una tendencia a mantener una vida impregnada por la palabra. No nos comunicamos para vivir, sino que vivimos para comunicarnos. Lo que cuenta es seguir hablando. O seguir escribiendo. ¿Para qué? Para que la palabra persevere y la lengua se recree en sí misma.

El lenguaje es algo vivo que lucha por su supervivencia, pero el lenguaje no es vida. Si el lenguaje fuera vida ─asegura Gómez Pin─, no habría locos; no habría quien se matase para no traicionar a la palabra. Si el lenguaje fuera vida, no habría emociones eróticas. No habría poetas. Nadie se desviviría por encontrar una frase bonita o un pensamiento que no esté manido.

Yo estoy en ello. Siento el fortísimo impulso de vincularme al autor de los libros que leo y a los lectores de los que escribo a través de la palabra. No hay un placer más intenso que el de compartirla. Cruzando el puente de la subjetividad, siempre encuentro seres humanos. ¡Qué grande es esto!

Víctor Gómez Pin sabe hasta qué punto me concierne el lenguaje. Las categorías que trata de explicarme ─entidad, cualidad, tiempo, espacio…─ tienen un origen gramatical. El lenguaje es su instrumento para hacer transparentes la geometría euclidiana, el teorema de Pitágoras y todos aquellos conceptos matemáticos y científicos que necesitamos para percibir y medir el mundo, y ubicarnos en el universo.

Si no usamos la ciencia, no estamos en condiciones de abordar interrogantes. No hay forma de hablar de la naturaleza sin remitirse a los grandes conceptos de la mecánica y de la dinámica en la física clásica. Las leyes de Newton; el concepto de “cantidad de movimiento”, los de masa y densidad… Pero la ciencia ha avanzado mucho. Hemos descubierto que el espacio newtoniano, en el que se cumplían las leyes de la geometría euclidiana, no es objetivo. Todo tiene una posición respecto a mí. Las cosas se sitúan aquí o allí, pero también antes o después, a una u otra distancia de mí misma. Hay que hacerse a la idea de nuestra importancia como observadores. ¿Y de qué otras novedades hablamos, además de la Relatividad?: del genoma humano, de las redes neuronales artificiales (neural networks), de la mecánica cuántica, del principio de incertidumbre

Empiezo a pensar, como Einstein, que “la cosa más incomprensible del universo es, precisamente, que sea comprensible”. Porque, además, para abordar la cuestión de la física, necesito la técnica de la derivación parcial y otros conceptos matemáticos, como dimensión, codimensión, curvatura, campo, vacío…

El autor sabe que el cosmos me apasiona. Sabe que, para mí, no hay nada tan fascinante como pensar que, con esta mirada mía ─supeditada a un instante del tiempo─ y con las herramientas adecuadas, podría recorrer toda la historia del universo: presenciar el Big Bang, que estaba sucediendo trece mil setecientos millones de años antes de que yo naciera.

Así pues, Gómez Pin me sube a un ascensor en el espacio. Pone mucho empeño en que pueda intuir lo que no veo. Me habla del infinito, el delicado laberinto de Borges. Me ayuda a medir un mundo que ni siquiera puedo concebir. Él y yo somos geómetras con la mente aplanada por Euclides. Ya ni las superficies se comportan. Gracias al fallo de las fórmulas euclidianas, hemos deducido que la superficie del espacio es curva; que, para la cuarta dimensión, hay coordenadas que ni siquiera podemos trazar mentalmente, porque habría que salir de nosotros y meterse en otras… honduras. Creo que hasta las palabras se me quedan cortas. Es como si yo fuese una plancha de metal en la que tratan de grabar un mapa del globo terráqueo. No tengo horizonte intuitivo para darles forma a mis montañas planas… No soy más que una hoja de dos dimensiones tratando de hacerme una idea del tomo del libro del que formo parte.

No sé si mis conocimientos serán suficientes para suplir tales carencias; aún así, Gómez Pin me convence de que me enfrente a lo que me falta. La realidad física va por un lado y la intuición por otro, pero la imaginación trascendental es previa a la experiencia. Quizás entienda la esfera de Riemann leyendo el libro de “El paraíso”, de “La divina comedia” de Dante, que es una sorprendente premonición literaria de una esfera de cuatro dimensiones. Otra vez, el lenguaje nos salva. Y, si la literatura no es suficiente, tenemos las matemáticas. Podemos formular lo inimaginable.

Está bien ─ya que hablamos del Paraíso─, Eva no se rindió a la ignorancia; conque, adelante. No presupongamos que el espacio sea euclidiano; eso, en todo caso, que lo diga el espacio. Ayudada por el autor, viajo a la abstracción y digo para mí: una montaña es esta mancha y algo más ─la altura─, que debe de ir con ella. Está demostrado. Refresco un poco la geometría que aprendí en la escuela y, alternando entre prudencia y entereza, le sumo a Euclides una dimensión más. Luego, el autor y yo dilatamos el tiempo del hombre que se desplaza. Manipulamos aquí y allá el Principio de inercia y la Ley de adición de velocidades. Viajamos por las ondas. Transmutamos rayos gamma en dualidades de electrón-positrón. Hágase la luz. Perturbamos los sistemas que estudiamos y conocemos sistemas perturbados. Metemos en el mismo saco el tiempo y el espacio, para reunir en el mismo universo a los astronautas que se han separado. Construimos mundos imaginarios forzando el instrumento matemático con números también imaginarios. Todo es relativo. Basta con encontrar las equivalencias. La masa inercial equivale a la masa gravitatoria. La gravedad equivale al movimiento acelerado. El círculo plano es una expresión abstracta o parcial de la esfera, como la esfera euclidiana es una visión abstracta o parcial de la hiperesfera…

No digo que sea fácil. Por muy bien que me lo expliquen, para mí, por ejemplo, el hecho de que dos piedras lleguen al suelo al mismo tiempo, aunque una pese un kilo y otra dos, no dejará nunca de tener su misterio.

…Pero, ¿y si lo entiendo? Otórguese, al menos, que lo medio entiendo. ¡Qué maravilla! Si consigo comprender las fórmulas de la Relatividad, experimentaré la misma emoción que Einstein. ¿Acaso no vale la pena?

He terminado ya de leer el libro, pero sigo pensando. Como Gómez Pin dice, se trata de pensar hasta el último aliento… pensar, al menos, lo que pensar significa.

miércoles, 30 de julio de 2008

"Crematorio", Rafael Chirbes

Rafael Chirbes condensa, en Crematorio, la vida de una generación antifranquista y, a través de ella, nos ofrece una crónica global de la España de nuestros días.

Construida alrededor de la muerte de Matías Bertomeu, Chirbes nos habla en esta novela de la muerte de la utopía y de la indefensión de las ideas frente al materialismo. Se sirve, para ello, de una galería de personajes dolidos por la muerte de Matías; especialmente, de su hermano Rubén, un constructor sin escrúpulos.

Especulación inmobiliaria, dinero negro, negocios sucios, rencores de familia, droga, sexo como valor de cambio, corrupción y paisajes desolados se mezclan con el dolor y con la muerte.


Rafael Chirbes (Tavernes de Valldigna, Valencia, 1949) es autor, además, de Mimoun, El viajero sedentario, En la lucha final, La buena letra, Los disparos del cazador, La larga marcha, La caída de Madrid y Los viejos amigos.

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Lo que arde en el libro de Chirbes


Matías Bertomeu ha muerto. Él es la ausencia que lo ocupa todo: las páginas de Crematorio y el pensamiento de los personajes que se quedan recordándole aquí, con el libro que acabo de abrir y conmigo.

Ya, desde las primeras páginas, presiento que la obra gira en torno a un eje invisible, pero sólido; y que ese eje es la idea. Solo que la idea está encarnada, precisamente, en el hombre al que van a incinerar: Matías, el ideólogo.

Mucho me temo que Chirbes se ha propuesto que yo mire a la muerte a la cara. Y no sólo a la muerte, sino a una vida irregular, arbitraria, tremenda… o sea, a la pura vida.

Respiro hondo, para que la desolación no me pille por sorpresa. La novela es larga; pero, aunque aún no puedo ver el edificio entero desde el aire, sé que la capacidad de Rafael Chirbes para mostrar las cosas como son roza la crueldad algunas veces. De su mano, voy y vengo del idealismo al realismo. Estoy leyendo una ficción, pero la realidad se cuela en todas las páginas.

Con palabras que parecen inventadas ahora mismo, para mí sola, Chirbes me empuja a entrar en una historia que pasa por un padre, una madre, hermanos, tíos y abuelos. Lo paradójico es que lo haga lanzando improperios contra la literatura ─basura sentimental que consuela a los flojos y lava a los malvados─ y que, aún así, yo me cuele con gusto en el crematorio y me interese por Matías, sus amigos y su familia.

No se trata de regar los áridos campos del afecto; de eso ya me he dado cuenta. En la infancia de los hermanos Bertomeu, los sentimientos eran debilidades. En esta casa no hay beatos del corazón; si acaso, el padre. El sí que fue débil y benevolente. Su hijo mayor, Rubén, lo sorprendió una vez llorando solo en su habitación. La madre es el polo opuesto. Rubén se lamenta de que jamás le haya llevado de la mano. Salvo con Matías, su ojito derecho, es insensible como una piedra.

Un tipo celoso, Rubén Bertomeu. Siente que todos le han traicionado. Para él, Matías era tan hermético y altivo como su madre, incapaz de ponerse nunca en el lugar del otro. Además, era un mártir del capitalismo; o sea, un proscrito. Rubén no entiende por qué le adoraban todos; especialmente, la sobrina del difunto, su hija Silvia. Matías la enamoró describiéndole lugares en los que no había vivido. Ciudades construidas con palabras en vez de con hormigón. Puro aire. El tío Matías no le dio a Silvia nada más que eso. Le proporcionó, exclusivamente, la artillería sentimental; su padre, en cambio, le dio comida, bebida, ropa, estudios viajes… Asimetrías de la vida. Tú quieres a éste; yo al de más allá.

A su hija siempre ha parecido darle un poquitín de asco lo que su padre ha hecho. No le perdona que haya dejado la arquitectura, el arte de las artes, por construir, comer, beber, follar, amontonar dinero y vender toda la luz del mediterráneo, toda la calma del mediterráneo… pero siempre con el todo por delante y el Mediterráneo por detrás. Es como si él tuviera la culpa del pecado del turismo. Tampoco le perdona que se case con el putón de Mónica y se comporte como si nunca hubiese leído un libro; como si nunca hubiese militado o casi militado. Rubén, en cambio, orgulloso de ser el dueño de sí mismo y el propietario de su otro yo, del arquitecto, le reprocha a ella, su lechuguita, tan fría con él como una obra de arte separada del espectador por cristal antibalas, que tenga tantos pájaros en la cabeza. Le gustaría que su hija aprendiera que el genio contemporáneo no es un soñador, como Matías, sino el que le da de comer todos los meses a la familia con el sueldo base.

Para mí, esto es lo más importante de la obra: el contraste entre el idealismo y el principio de realidad. El evanescente barco de Peter Pan arrollado por el tren materialista del dinero.

Con cinismo y amargura, Rubén me habla de su infancia. Él también creía entonces que la pobreza era el reino de la libertad. En aquella época, entendía que Matías ─más hijo de Mao y Nerón que de su padre─se pareciera al perrito anarquista de Disney, que corre despreocupado tras las gallinas y, cuando oye a sus espaldas los disparos del granjero, exclama, “Esto sí que es vida”. Había que quemarlo todo en una hoguera. Salir a la calle empuñando el libro rojo, y que ardiera Roma.

Hoy, es a él, a Matías, al que incineran. Hoy arderá con todo lo que él quemó y con todas sus ideas.

─Mi hermano ha muerto ─dice Rubén, y se emociona.

Luego, me lo repite una y otra vez, mientras viajamos por aquellos tiempos en los que él jugaba a mirar el mundo desde la carretilla de cemento y escuchaba la voz de Matías leyéndole en voz alta El conde de Montecristo. Ahí es donde Rubén había aprendido que lo más puro y grande que puede hacer un hombre es recompensar y castigar, ser la Providencia.

Todas las juventudes se parecen, es en la madurez donde unos dan una patada a Peter Pan y otros ─menos─ no. La vida nos hace cambiar. Aparecen las diferencias. Dos buenos hermanos que compartieron ideas se distancian y se hacen daño. Aprenden el mecanismo que provoca el dolor, y lo pulsan. Pasa en las mejores familias.

Que si tú, Matías, aún militabas con los radicales, pero le manejabas los papeles del banco a mamá; que si, por tu culpa, ella no vendió; que si interpones recursos para impedirme urbanizar; que si has caído en la tentación de volver a la naturaleza, como los ideólogos que fracasan, pero no encontrarás paz ni Katmandú… Y, el otro: “Mira, Rubén, de mi meada hacia dentro, a mi pedazo de tierra no pasa nadie”.

Yo también discuto con Rubén si son galgos o podencos los perros que ladran. Paseo con él entre el cemento y los escombros de la costa mediterránea y, como si fuera un personaje mío, dejo que se defienda. Crear es destruir. Él no tiene toda la culpa. Él sólo quería hacer casas, no monumentos. La economía es el eje en torno al cual gira la rueda. Detrás de la fortuna, el crimen, sí, pero utilizó atajos durante poco tiempo. Su intención no era otra que dar seguridad a su familia.

Después de un centenar de páginas, ya no sé si es tan depravado. Esta vida no recicla, no separa lo malo de lo peor. Si no distingo el gris, estoy perdida. Rubén me da un poco de lástima. No ha logrado curarse la mala conciencia por haberse hecho rico tan deprisa. Fue el miedo al futuro lo que le hizo así, pero ahora es el pasado lo que le acobarda. Por eso charla conmigo del momento caníbal de las sociedades, cuando necesitan devorarlo todo; de la ceniza y la mierda que hacen falta para que todo crezca; del dinero sucio; de todo el dinero, todo sucio, incluidas las monedas llenas de pringue que tenía cuando era niño. Del sufrimiento…

Según la madre de Mónica, que no quería que su hija se casase con Rubén, un hombre tan mayor, el dinero lo es todo cuando no lo tienes, pero, cuando lo tienes, vuelve más evidente lo que te falta.

La palabra “Fin” me recuerda que esto no admite cambio, o que, en los cambios que admite, no pinto casi nada. Es eso lo que me tumba de forma más contundente que un puñetazo. Si es verdad que el arte no vuelve fuertes a los artistas, sino quebradizos, más de un sueño ha quedado, con Matías, reducido a cenizas.

Me quedo aún un rato con el libro en las manos, presa de sacudidas de tristeza. Tal vez me estalle encima. Tengo ganas de llorar, ni de rabia siquiera. Coqueteo un rato con el pesimismo, y acabo gimoteando. Quizás mis lágrimas, tan fugaces y solitarias como las de Bertomeu senior, tampoco sean inútiles. Sirvan para lo que sirvan, esto no es una derrota. Ni amargura mal llevada. Es un libro moral; un libro tan bien hecho, que da envidia. ¿Se tratará de un acto de supervivencia?

Yo debo de ser tan blanda como el padre de esta familia. Matías está muerto. Lo pienso, lo digo en voz alta, lo sollozo, lo repito… Me he enamorado de espíritus que parecen cuerpos. Ganga nostálgica. Pero, Chirbes, ¿qué me has hecho? Tengo las tripas revueltas. Quizás sea el nihilismo que nos amenaza cuando muere alguien. Matías ha vivido y, luego, ha dejado de vivir. ¡Qué despilfarro! ¡Qué mala sombra! Pero, ¿qué estoy diciendo? Ni somos cifras de la economía, ni Chirbes vende paz, como un sepulturero. En lugar de eso, teje una red protectora con la saliva de sus palabras e ilumina mi habitación durante un rato. Esta obra es la vida de su generación condensada en un destello. Si él no la hubiera escrito, Matías habría dejado de existir, definitivamente. Habría muerto tan inconsciente como cualquiera. En quitando algo de la vista ─decía Kempis─, pronto se va también de la memoria.

“Mejoremos lo que hay que mejorar”, susurro, medio en sueños. Creo que no estoy dormida ni despierta. Más bien, soy un reptil que ha hibernado entre los desolados arrecifes de la sábana. Miro mi habitación, a la luz de aluminio de mi flexo, pero sigo atrapada en Misent, este lugar que fue y será muchas cosas, pero que todavía no es nada, salvo derribos y andamios. O ni eso. Continúo, con toda mi artillería sentimental, en un espacio construido con palabras de Rafael Chirbes, un excelente escritor. Eso me basta.