miércoles, 14 de enero de 2009

“Mi familia, para bien o para mal”, Ephraim Kishon

“Mi familia, para bien o para mal” describe, en relatos satíricos, los problemas de una familia judía acomodada, los Kishon, y el modo en que los resuelven el padre y la madre de familia. Regalos que se repiten; niñeras que abandonan; criadas que no trabajan; artefactos domésticos que se averían; fontaneros que no aparecen; mascotas mal educadas; loros que no hablan ni a tiros o que hablan demasiado; avisos de embargo…


Ephraim Kishon (Budapest, Hungría, 1924 - Appenzell, Suiza, 2005) fue escritor, humorista, periodista y realizador de cine. Entre sus más de 50 libros figuran, traducidos al español,
“¡Adelante, leones de Judá!”, “El gran éxodo”, “El zorro en el gallinero”, “Mi familia, para bien o para mal” y “Mi familia al derecho y al revés”.
________________________________________
CARMEN KISHON, DE LOS KISHON DE GAZA

Tengo en las manos un libro de humor. “Mi familia para bien o para mal”, de Ephraim Kishon. Lo he encontrado al ordenar mi librería. Ephraim Kishon convierte en ficción las peripecias vividas o inspiradas por su propia familia. Ahí empieza el espectáculo: en ese hogar de Israel que el autor recrea. Han pasado muchos años desde que leí sus relatos por primera vez, pero aún recuerdo lo bien que lo pasé identificándome con una Kishon. Judía o no, podía apellidarse Kishon toda la parentela del planeta.
***

Entonces, ¿a qué viene esta tristeza? Ni el autor (muerto en 2005) ni su protagonista ni sus conciudadanos israelíes tienen la culpa de que el Gobierno de su país esté bombardeando Gaza. Toda la humanidad va en el mismo barco, pero algunos gobiernos son inhumanos. Lo de siempre. ¿Un terrorista?, una excusa para acribillar a una población. Cambio pueblo acorralado por votos, por petróleo, por ganancias en armas, por lo que sea. Y todos contentos… salvo los humanos.
***
El asunto es que yo, cuando entro en un libro, me olvido de lo que me rodea; pero, en este caso, no acabo de conseguirlo. Y es que, hoy, mientras releo, me empecino en formar parte de los Kishon de Palestina. ¿Por qué no? Jerusalén está al otro lado del paso fronterizo; sólo dista de Gaza unos kilómetros. La literatura es universal. Leyendo, puedo ser quien quiera. ¿No fui una judía en los campos de exterminio de Vida y destino?




La cosa se complica cuando hablamos de humor frente a otro genocidio como éste. ¿Quién puede hacer un chiste de la vida cotidiana en Gaza? ¿De qué cotidianidad hablamos? ¿De qué vida? Yo ─la señora Kishon de Gaza─, al contrario que la señora Kishon de Jerusalén, tengo unas ganas locas de preocuparme por trivialidades domésticas. Hormigas en la despenda, carreras en las medias, manchas de humedad, duchas interrumpidas por llamadas, lavadoras que andan por la casa, "libres como los lirios del campo”; artefactos del hogar con vida propia… Cosas así. Pero, ¡qué va!: mis debilidades son mucho más fuertes que yo, de modo que no puedo reírme de ellas. Aquí no hablamos de artefactos de cocina; hablamos de artefactos de otro tipo, que no tienen sentido del humor: los artefactos bélicos. En el preciso instante en que empiezo a enjabonarme la espalda, empieza el bombardeo. No falla. Este infierno es histórico. Los árabes de Gaza ya estábamos acostumbrados a disturbios sangrientos; a que rompieran los huesos a los insurrectos, a la escasez de espacio, de agua, de alimento, de puestos de trabajo, de derechos humanos… La cruda realidad era realmente cruda antes de esto... Pero, ahora, para colmo, nos exterminan.
¡Menuda perspectiva!, digo yo. En vez de reír, estoy que no vivo. “¡Cuidado!”, me aviso a mí misma, “las cosas no parecen muy prometedoras”. Aún así, soy terca. Mi lema es “Nunca te rindas”. Me pongo unos tapones en los oídos, como las madres de todo el mundo; me aíslo con el libro, entre las bombas, y nazco como madre palestina. A ver qué pasa en esta otra familia.

La primera diferencia entre los Kishon de Israel y los Kishon de Gaza es que, en lugar de de desear que mi hijo nazca con una sola cabeza, yo rezo para que no la pierda. El mejor regalo que pueden hacerle aquí a un recién nacido no es un pijamita mono, es la vida. ¿Y, así, cómo va a preocuparme que el bebé me despierte por la noche? No me acuesto con las babuchas puestas porque le haya entrado el virus del insomnio; lo hago por si tenemos que salir corriendo. ¿Una niñera de larga duración?; preferiría que lo que me durase fuese el hijo. ¿Alcanzará la condición de hombre maduro? Dice el otro señor Kishon ─respecto a su hijo Rafi─ que, jugando al futbolín, cuando sus manos se ponen en acción, su chico le demuestra tendencias radicales. A mi Rafi le pasa lo mismo… con el tirachinas. Lo malo es que él no juega con un padre protector de su ego, sino contra el mejor ejército del mundo, que no va a permitir ni un gol en contra.
***
En fin, que si le pido asilo a algún vecino no es por hacer tiempo hasta la hora convenida con mi canguro; es porque el fusil de asalto de un soldado judío ha irrumpido en mi casa como un Prometeo desatado. ¿Un soldado sólo? De momento, sí: a mi casa hay que entrar en fila india. Vivo en un campo de refugiados que no sirve de refugio; sirve para que el tipo del dedo en el gatillo pueda matar más pájaros de un tiro.

¿Quién se queja aquí de hogar ruidoso? ¡No me hagan reír! En casa vivimos catorce personas, pero son los aviones del ejército israelí lo que nos revienta los tímpanos. Lo que hace ra-ta-ta-tá no es el camión de la basura, son los bulldozers, derribando. Esto sí que parece el último aviso de un embargo completo. ¿Qué gracia puede hacerme, así, la hospitalización de alguien de la familia? No hablamos del menisco de mi tía, hablamos de pasar sobre cadáveres auténticos. Mis parientes lejanos no aparecen en mi vasto horizonte familiar; desaparecen. ¡Ping! ¡Bum! Kaput. Se esfuman.

Nada me gustaría más que decir que la casa se me viene encima, pero en metáfora. Deseo que mis hijos, si han de llorar, lloren en primera, por así decirlo. Que sus tragos más amargos sean de cacao. Que lo único que ataque mi sistema nervioso sean las zapatillas que devora el perro…

Desde la perspectiva del pueblo palestino, las peripecias narradas en el libro, en vez de hacerme gracia, me dan pena. ¿Vacaciones al extranjero? Aunque tuviera dinero para hacer números, seguiría sin pasaporte. ¿Mi nacionalidad?: indefinida. Me llamo palestina porque quiero. No tengo casi nada; ni documentos de identidad ni coche. Así que olvídense: si ven por Gaza un vehículo humeando no será porque yo avance a sacudidas o se me haya olvidado quitar el freno.

¿Que llueve y se me moja la colada? Aquí, no me pregunten cómo, llueven bombas. ¿Llover he dicho? No es vestirme para la cena lo que me hace soñar que estoy en un infierno; son los lanzagranadas con que me han convertido el armario en astillas. ¿Cómo va a aparecer la pareja de mi mejor media? Aquí ─cuando las hay─, las tuberías revientan con más fuerza y hay cosas más urgentes que buscar fontaneros. Si la naturaleza muerta que me han regalado no pega con mi decoración, tranquila: ya quedará enterrada en los escombros. Lo que importa en Gaza no es que nuestras flores sean de plástico; es que, en señal de luto, hoy habrá que volcar muchos floreros.

Me duermo con el libro abierto encima. En sueños, oigo noticias y me despierto al borde del infarto, como si me hubieran enterrado viva. ¿Para qué entrar en detalles? Son los signos del pánico. Simplemente, no puedo seguir leyendo. Algo dentro de mí lo presentía. No hay nada que hacer. No se trata de unas canas más o menos. Que el autor me perdone, pero cierro el libro; ya lo retomaré en mejor momento. Lo habría puesto por las nubes si mi mente no relacionase israelíes y palestinos. ¿Es posible eso? En uno de los relatos más ingeniosos, mi sobrino Amir (de los Kishon de Jerusalén) prometió no cortarse el pelo hasta que estuviesen en paz con los árabes. Ojalá pueda cortárselo. A la espera de ese día, me despido. Como pariente lejana suya que soy (de los Kishon de Palestina), deseo que el Gobierno de ustedes se olvide de nosotros… algunas veces pasa; aunque, en esta ocasión, tengo mis dudas.

martes, 6 de enero de 2009

“La nieta del señor Linh”, Philippe Claudel

La nieta del señor Linh” es una alegoría sobre el exilio y la amistad.

El señor Linh es un anciano oriental procedente de una aldea devastada por la guerra. Perdido el resto de su familia, parte de viaje con su nieta en un barco de refugiados. La obra narra las peripecias de ese abuelo superviviente en su exilio forzoso; su vida en un país cuya lengua no entiende y cuyos hábitos le resultan incomprensibles. Todo parece hostil hasta que conoce al señor Bark. Aunque ninguno habla el idioma del otro, ambos seres solitarios logran entenderse. Su amistad convierte el drama en un relato esperanzador.

Mediante las pinceladas mínimas ─pero certeras─ de un estilo sencillo, minimalista y completamente visual, el autor consigue una obra lírica, existencialista, conmovedora y áspera a la vez; hiriente y bella.

La nieta del señor Linh” es la sexta novela de Philippe Claudel (Nancy, Francia, 1962), que es autor, además, de “Meuse l'oubli”, “J'abandonne”, “Petites mécaniques”, “Almas grises” y “El informe de Brodeck”.
_______________________________________________________________________
Mis buenos días con el señor Buenos Días
Hoy me llevo lectura a la calle. Los peatones vienen y van, apresurados. Yo soy la mujer del banco. En las manos sostengo un libro: “La nieta del señor Linh”, de Philippe Claudel. Apenas lo abro, un anciano de rasgos orientales viene hacia mí, encorvado bajo su gorra de orejeras. Es como un arbolillo arrancado por la corriente. Trae un bebé en los brazos.

El autor nos presenta. Su personaje es el señor Linh, el que menea la cabeza cuando le digo que Carmen sólo quiere decir Carmen. La niña es su nieta. Sang Diu. Mañana Dulce. Nadie más sabe cómo se llaman. Sus conocidos han muerto o se han dispersado ─como él─ por los cuatro rincones del mundo.

No empezamos bien. El señor Linh desconfía de los nombres que no significan algo y yo desconfío de las narraciones con estilo de guión cinematográfico. No me fío de un presente tan presente. ¿Cómo consigue, entonces, atraparme “La nieta del señor Linh”? El aquí-y-ahora de los refugiados es una inmensa jaula de la que nadie escapa. El autor no lo intenta. Cuando se abre el telón de su obra, el pasado ha muerto. No es que haya quedado atrás, es que se ha ido para siempre, por culpa de la guerra. Donde hay casas quemadas y cadáveres ensangrentados no cabe la nostalgia del pretérito. ¿El nombre del país?, ya tenemos bastante con tratar de olvidarlo. Si volvemos a ver niños que huyen desnudos por los caminos, es porque tropezamos sin querer con un tiempo en el que todo se confunde; sólo por eso.

Y, ya que la mente tiene la cualidad de confundirlo y relacionarlo todo, se me ocurre citar “Del amor y otros demonios”, de García Márquez, que acude a mi cabeza tras leer el recorte elegido. Perdonen si no viene a cuento.
“La relación hizo crisis una madrugada en que Bernarda despertó muerta de sed por los excesos del cacao y encontró una muñeca de Sierva María flotando en el fondo de la tinaja. No le pareció en realidad una simple muñeca flotando en el agua, sino algo pavoroso: una muñeca muerta”.
El caso es que entro en “La nieta del señor Linh”. Aquí y ahora. Gracias al talento de Philippe Claudel, tengo la sensación de estar dentro de una imagen que protagonizo yo misma. Soy una refugiada sentada en un banco. Nadie entiende el idioma que hablo. Ni yo consigo entender a nadie. Salvo el libro, no tengo nada.

Por suerte, el señor Linh tiene a la niña. ¿Qué sería de su nieta sin él?... y, sobre todo, ¿qué sería de él sin su nieta? Sin la niña, no habría tenido fuerzas para venir al mundo por segunda vez. Habría muerto en las ruinas de su aldea. Pero murieron los padres de la niña y el abuelo la cogió y se fue; es decir, vino. Desembarcó en mi banco. Para siempre.

Ahora, cuando el anciano se sienta a mi lado, piensa en él y en Sang Diu como si estuvieran solos en el mundo. Ni siquiera me ve a mí. Tampoco ve al desconocido que nos mira. Es un hombre gordo. Enciende un cigarrillo con otro. Fuma y habla. Es el señor Bark. Hace muchos años, cuando era soldado, sembró la destrucción en el país del señor Linh. Trae aquellos fantasmas a la espalda, encorvada como si se hubiera pasado la vida transportando fardos con una pértiga. Como diría Magdalena Calvo, la guerra deja muchos
muertos vivos.

Creo que ésa es la razón de que el hombre gordo se siente junto al señor Linh. El señor Linh no entiende lo que dice, pero espera que siga hablando. Tal vez quiera saber el nombre de la niña. Sang Diu. Cuando el desconocido pregunta cómo se llama él, el señor Linh le da los buenos días. Tao lai. Así le llamará. Señor Taolai. Habrá que aprender pronto a dar los buenos días en su lengua, para responder al saludo de ese hombre que no para de saludar.

Tao lai. Buenos días. Pues sí, hace un día estupendo.

Un anciano de apariencia frágil y un gordinflón que le saca dos cabezas se convierten en amigos. Una historia de pérdida y desarraigo se convierten en una historia de amistad.

Esperando volver a sentir la presión de sus dedos en mi hombro, esta noche sueño con los dos amigos. ¡Con lo tonta que me pongo cada vez que los encuentro! Oigo grillos, chillidos de monos y una canción que apacigua el alma. Veo fuentes que hacen olvidar lo malo; montañas que forman un anfiteatro; capullos de loto a orillas de los lagos; pájaros amarillos volando a ras del agua, como flechas de luz; fragmentos de musgo que parecen cojines de jade, salpicones de sol como monedas de oro; bananos centenarios, y el apacible paso de los búfalos por los arrozales.

La mañana vuelve con su dulce luz. Me despierto. Me abrigo. Cojo el libro. Regreso al banco. Es agradable estar aquí sentada y esperar a los protagonistas. Necesito oír la voz del señor Bark. Hablar le sienta tan bien como al señor Linh escuchar. Y eso que ─salvo “Taolai”─ el anciano no entienda una palabra. Desconoce su idioma, pero lo que le importa es el significado de lo que hay detrás. En las inflexiones de una voz amiga encontramos los signos de una historia, aunque las palabras no nos digan nada. Hable de lo que hable, si la entonación del señor Bark pregunta, el señor Link asiente con la cabeza. Si la garganta del señor Bark se atasca en senderos difíciles, el señor Linh lo sacude con suavidad. Hacen lo que el corazón les pida. Se convierten en seres espontáneos. Si sienten el impulso de cantar, cantan. Si sienten el impulso de abrazarse, se abrazan. Eso no tiene precio. Les brillan los ojos. Se emocionan. Se aprietan las manos. Ríen de buena gana. Lloran si es preciso. Con amigos a la vista, se podrá hablar en futuro. Del futuro. El señor Bark le dirá “adiós” al señor Buenos Días y el señor Linh le dirá “Buenos días” al señor Bark. Mañana habrá otro encuentro.

Nada más triste que verse, de repente, trasladado a otra parte y llevarse los “buenos días” en la boca, sin pronunciar. Si eso ocurre, el señor Linh se las apañará para volver al banco. Un amigo es un letrero en el camino. El señor Linh ha sobrevivido al hambre y a la guerra. Ha cruzado los mares. No será esta ciudad infinita lo que le impida encontrarnos.

Me veo en su lugar y ruego que no me venza una simple zapatilla rota. Que no me pare la policía. Que no me atropelle un coche. Que no me tomen por vagabundo. Ni por mendigo. Que no me coja la noche. Que no tropiece con la gente. Ni con los años. Que no me derrote la sed. Ni el peso de Sang Diu. Que no mengüen mis fuerzas. Que no tenga que arrepentirme de haberme ido…

Llego a las últimas páginas con el corazón en un puño. Leo el final, sorprendida. Ahí está la clave, bien clarita. ¿Por qué no la he visto antes? No se puede abarcar completamente lo atroz y lo tierna que es esta novela hasta que se cierra la historia y se comprende el truco. Los cabos que ato para recordar cómo ha preparado la trampa el autor me hacen pensar que “La nieta del señor Linh” es aún más pavorosa de lo que parecía. Y más alegre. No experimento una alegría tan infantil desde hace tiempo. De vez en cuando, un milagro. A pesar de su artimaña, la belleza de esta obra es humilde y misteriosa; misteriosa por humilde. ¡Qué buen día he pasado!

Levanto la vista y descubro que es bastante tarde. La noche ha caído hace rato. No sé cómo he podido leer a oscuras. Cuando vuelvo a mirar, no veo las letras. Parpadeo, abrazo el libro y, en lo más profundo de mi corazón, le doy las gracias a la amiga que me lo recomendó. Me dan ganas de abrazar a todo el mundo.


De regreso a casa, freno el paso. No sirve para nada correr tanto. Una mujer me da las buenas noches. Yo respondo “¡Buenos días!”, como si mi vida dependiera de ello. La mujer me sonríe y se inclina tres veces. Ella también ha leído el libro. Sabe que el señor Linh tiene un amigo. Dos, contándome a mí. Tres, contándola a ella. Y muchos otros miles, lectores de “La nieta del señor Linh”.