En cuanto puse el pie en el Auditorio
del Conservatorio Rodolfo Halffter, comprendí que aquel
21 de junio, día de la música, Mozart era lo de menos.
Hoy, antes de amanecer (cuando
el verano que empezó aquel día ha acabado por completo y al otoño no le queda
demasiado), he estado buscando las fotografías que hice aquella tarde. He
pasado ordenándolas toda la madrugada. Mientras las veía, exclamaba en voz
alta, sin darme ni cuenta de que estaba sola, las primeras palabras que la
alumna –ya ex alumna– de Violín Yaiza
Palomar pronunció en aquella Ceremonia
de Graduación: “¡Cuánta gente
estupenda!”
Decimotercera Promoción de
Alumnos. 21 de junio. Concierto nº 3 en Mib Mayor para Trompa y Orquesta. Kv
447., de W.A. Mozart.
Vi el programa en la puerta,
recordé que yo ya
había escuchado ese Concierto para Trompa, y entré. No pensé en otra
cosa que en la fiesta de Graduación (salvo quizás en que, de paso, oiría esa
obra de Mozart que tanto había aplaudido en primavera).
Mateo
Lorente, el director del Conservatorio, había intentado conjurar la
nostalgia hablando del futuro apasionante que esos doce músicos, ya
profesionales, podrían esperar (siguieran o no el camino de la música en sus
estudios superiores). Por mi parte, hace rato, evocando su fiesta de graduación,
he deslizado miradas sonrientes sobre los retratos; sin poder evitar que, entre
una foto y otra, aquel brillo de alegría de mis ojos se haya ido confundiendo más
y más con el relampagueo de la tristeza.
¿Que por qué razón? No por Mozart,
claro; aunque la Sinfónica sonó mucho mejor en primavera, con todos sus músicos.
Alexandre
Schnieper volvía a dirigirla también ahora y el trompa Roberto Lerma (otro de los alumnos que se
graduaron) volvía a ser el solista. Lo malo es que ambos estaban rodeados, en
esta ocasión, por gran cantidad de atriles vacíos. Recuerden la fecha. El curso
ya había terminado en el Conservatorio, pero en los institutos y universidades seguía
habiendo pruebas de selección y acceso que mermaron a la orquesta. Pensé –perdonadme–
en una manada de antílopes a la que le hubiesen restado (o raptado) más de la
mitad de los miembros. Me gustaron los solos de trompa: tristes y hermosos como
el canto de un elefante melancólico. Mientras él cantaba, los que habían venido
a acompañarle se veían tan festivos e inquietos como los antílopes de mi
metáfora a la orilla de un lago recién descubierto.
En medio de la fiesta y los
vacíos (me refiero a los doce vacíos presentidos, los que dejarían pronto los doce
graduados), también mi corazón iba de brinco en brinco. Porque estábamos de
fiesta, sí; pero de despedida. Doce alumnos se marchaban del Rodolfo Halffter diez
cursos después de haber llegado. Teniendo en cuenta la cantidad de alumnos que
entran en primero cada año (muchos multiplicados por muchos instrumentos), me
sorprendió que sólo doce de ellos –doce en total, repito– hubiesen culminado
sus Estudios Profesionales. “El mundo es
de los que tienen voluntad” –les felicitó Mateo–, “y vosotros habéis demostrado una voluntad inquebrantable”.
Detrás del director, en nombre
de los alumnos, habló Yaiza Palomar (una de esas chicas que yo pondría de
ejemplo para explicar lo que es una buena persona). “¡Cuánta gente estupenda!”, suspiró. Su adiós a los estudios de
música nos conmovió a todos. “Son muchos
los recuerdos que nos llevamos de la que ha sido nuestra segunda casa”, dijo
poco antes de romper en llanto.
Observé a Yaiza sobrecogida,
como quien presencia el dolor de una hija. Ninguno de mis dos hijos se graduó aquel
curso (ni lo harán este, todavía); sin embargo, durante años, mientras los
llevaba de la mano a ambos (ya empiezan a llevarme ellos a mí), también he sido
testigo del crecimiento artístico y humano de sus compañeros y compañeras.
Supongo que me pasa lo que a otras muchas madres de las que pululan por el
Conservatorio, un día sí y otro también, durante tanto tiempo. Ampliamos el clan a fuerza de acudir a los actos de
nuestra familia. Todos nos escuchamos en tal o cual audición, concierto o
intercambio; en tal o cual orquesta, banda, o grupo de cámara… Dentro y fuera de Móstoles. ¿En cuántas
aulas, cafeterías, teatros y pasillos habría visto yo las caras de los doce
graduados? ¿Cuántas veces aparecen, más o menos enfocados, en las fotos de mis
hijos?
Quizás sea cierto, después de
todo, que la música forma manada. El mayor mérito está en la vocación de los
tutores. En el Rodolfo Halffter hay más de una docena de estupendos pedagogos;
muchos de ellos, buenos músicos, buenísimos; tan apasionados por seguir
mejorando ellos mismos, que sacarían un artista de un leño. ¿Y cómo no
afiliarse a un clan así?
Pero, además, hay miembros no
docentes de la comunidad educativa que le dan cohesión a esta… “familia”:
personas como Jorge Maldonado, el
bibliotecario, que murió inesperadamente durante el curso pasado. Él no sólo
conocía de oídas a los alumnos del Rodolfo Halffter, sino que los llamaba a
todos por su nombre. Sabía quién era el tutor de cada cual; quiénes sus padres;
qué documentación necesitaban, aunque pidieran otra; qué tal iban en coro, en
orquesta, en la vida… Puede que haya en el mundo alguien tan erudito como Jorge
(muy pocos); puede que exista alguien igual de generoso y de sociable (tengo
varios amigos parecidos)… pero, ¿todo a la vez, y en ese grado? Jorge era un
sabio alegre y cariñoso; un sabio que, no obstante, se las arreglaba para que
todos y cada uno de los que hablábamos con él nos sintiésemos doctores en el tema
elegido. Honoris causa. El honor era
un préstamo suyo que intentábamos devolverle a tiempo (salvo que él mismo nos
entretuviera). Salíamos de su charla un poco tarde, pues sus ideas se
encadenaban una a otra en una red inmensa de meandros, pero sintiendo que
nosotros –los demás– éramos sabios… Sabios risueños.
Mateo le recordó en la
graduación cuando habló de esos lazos que unen a los artistas (además del
sacrificio, el tesón, el esfuerzo y el gusto por el arte). “Jorge siempre estaba con vosotros y con nosotros, acompañando y
complementando la labor musical y humana” –dijo, antes de que le
interrumpiesen los aplausos. Ocurre siempre que se nombra a Jorge: cada oyente
se concentra en él y en su propio aplauso; y eso acaba convertido, por
supuesto, en ovación. Concierto para Corazón y palmas de las manos.
Llevo un rato pensando que es
extraño, ¡extrañísimo!, pero Jorge, que estaba en todas las audiciones habidas
y por haber, no aparece en ninguna de mis fotos… Debe de ser el único que nunca
se cruzó con mi objetivo... En fin, Mateo tenía razón, no hay peligro de
olvido. En el último espacio de este álbum les dejaré el vacío que Jorge nos
dejó, para que cada cual ponga la imagen que tenga de él (Si me enviáis fotos, dedicadas a Jorge, las pegaré a otro
álbum de este blog).
De izquierda a derecha: Mateo Lorente (director del Rodolfo
Halffter), Mirina Cortés (Concejal Delegada de Educación, Cultura y Promoción
Turística del Ayuntamiento de Móstoles), Alexandre Schnieper (director de la
Orquesta Sinfónica Rodolfo Halffter); Yaiza Palomar (ex alumna del
Conservatorio); David Arenas (profesor, excelente clarinetista); Daniel López
Villalba (Jefe de estudios); Roberto Lerma (ex alumno)
¿Cómo no iban a brincar como
gacelas, el día de su graduación, esos doce nuevos profesionales de la música que
Jorge, Mateo, Mirina Cortés, profesores varios, compañeros mayores y familias
amigas han llevado bajo su ala durante diez cursos? Fue el primer día del
verano. Sus vidas estaban cambiando de
estación en aquel preciso instante. Habían acabado un durísimo ciclo e
iniciaban otro; un ciclo apasionante y venturoso: eso espero yo también. Alegre
de saberlos gente de confianza, Mateo les despidió con una cita de Shakespeare a
la que me adhiero: “Desconfiad de los
hombres que no tengan música en el alma”.
Ahora, al leerla en voz alta, oigo mi propia voz más quebradiza e inestable que un atril vacío; así pues, parpadeando, cierro este blog y exclamo: ¡Cuánta gente estupenda!
Yaiza Palomar