jueves, 28 de febrero de 2013

CONCIERTO EXTRAORDINARIO MUSEO DE LA CIUDAD

  
Hoy, 28 de febrero de 2013, a las 19:00 horas, Recital de Música de Cámara en el Museo de la Ciudad de Móstoles, Madrid. (C/. Andrés Torrejón, 5) por alumnos y profesores del Conservatorio Profesional de Música “Rodolfo Halffter”.

Entrada gratuita hasta completar aforo.

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François Devienne (1759-1803)

Sonata para trío en Do M
Moderato
Flauta: Laura Ferrer
Violonchelo: Eduardo del Río
Piano: Cristina Ortega
 

 
Ignace Pleyel (1757-1831)

Dúo II en Sib M

Allegro

Rondo. Allegro

Clarinetes: Marta Santos y David Arenas

Robert Schumann (1810-1856)

Tres Romanzas Op. 94

Nicht Schnell

Einfach, inning

Nicht Schnell

Clarinete: Julián Fernández, Piano: Alberto Rubio

Ludwig van Beethoven (1770-1827)

Trío Op. 38 en Mi b M

Adagio-Allegro con brío

Clarinete: Julián Fernández, Fagot: Sergio Hernández, Piano: Alberto Rubio

Ludwig van Beethoven (1770-1827)

Trío Op. 38 en Mi b M

Andante con moto, Alla marcia-Presto

Clarinete: Daniel Martín, Piano: Javier María López de la Manzanara, Violonchelo: Eduardo del Río

Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791)

Trío en Mib M (Kegelstatt) K. 498

Andante

Menuetto

Rondo, Allegretto

Clarinete: Leticia del Monte, Piano: Andrés Poncela, Violonchelo: Eduardo del Río

Bernhard Crusell (1775-1838)

Cuarteto Op. 2 en Mib M

Poco adagio-Allegro

Romanze

Menuetto

Rondo
Clarinete: David Lozano, Violín: Yaiza Palomar, Violonchelos: Silvia Álvarez y Eduardo del Río

Ver más: “Los conciertos del curso 2012 / 2013”.

miércoles, 13 de febrero de 2013

“Jovencitos con botines”, P.G. Wodehouse

Jovencitos con botines es un libro de cuentos del  escritor humorístico británico Sir Pelham Grenville Wodehouse, (Guildford, 1881 - Nueva York, 1975), cuyas obras describen con fina ironía la Inglaterra rural y aristocrática. Entre sus novelas destacan: Amor entre pollos, El hombre con dos pies izquierdos, El inimitable Jeeves, Jim de Piccadilly, Dinero a espuertas, y la serie que se inicia con El castillo de Blandings.
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LECTOR POR LOS PELOS

A la hora del almuerzo, los tres empleados de Autos Campamento esperaban su turno en la peluquería de La Charca, a las afueras de Madrid. No tenían nada que leer, porque el peluquero había extendido sus tres revistas en sus tres sillas, para que no le manchasen la tapicería con la grasa del taller. El aprendiz se sentó sobre el rey de España de un Lecturas de hacía dos meses; hizo rodar su asiento hasta el espejo y depositó la lata de cerveza que traía en la mano encima de un libro que había en la repisa de los secadores. Jovencitos con botines”, susurró mecánicamente este jovencito de botas grasientas. Luego, cuando el peluquero le metió la tijera, alzó la voz para formar tertulia.
 
–He venido a arreglarme las puntas porque mi madre me ha puesto un ultimátum, pero traía la esperanza de ver a Anabel aquí y quedar con ella.
 
–Yo pensaba invitar a comer a su abuela –dijo el mecánico veterano, removiendo sus posaderas sobre la Duquesa de Alba de un Qué me dices de otro invierno–. Tengo entendido que Aurelia y su nieta vienen todos los viernes a ponerse al corriente de habladurías.
 
– En ese caso, no esperéis verlas –los desengañó el jefe, dejándose caer sobre la baronesa Thyssen de un Hola de cinco semanas atrás. Hoy es sábado.
 
– ¿Sábado? ¿Qué fue del viernes?
 
– Lo tuvimos –aseguró el peluquero–, justo ayer. Lo que no hemos tenido esta semana es a Aurelia y a su nieta. Están enfrascadas en una aventura.
 
El auditorio dio leves muestras de incredulidad.
 
–Aurelia es a la aventura lo que un elefante a un tonel –calculó el aprendiz.
 
– ¿De viaje?, ¿con sus pies? –preguntó el veterano, ásperamente.
 
El peluquero agitó la cabeza y respondió, a la vez, que sí y que no.
 
– A los lectores no les estorba la artrosis –tijereteó con despreocupación–. Ni los años, ni la obesidad, ni los usuales etcéteras. Eso dijo Carmen Montalbán el último viernes que vinieron. No sé si conocéis personalmente a la buena de Carmen. Se empeña en persuadirnos de vivir nuestras lecturas y parece que no hay duda de que, con las Martínez, lo consiguió.
 
Los mecánicos brincaron al unísono en sus forrados asientos.

– ¿Lecturas? –clamó “Lecturas” anhelosamente, como pinchado por la corona de la revista llamada así.

– Ya puedes preguntarlo, ya.

– Ya lo pregunto.

El peluquero, que era un tipo sagaz, dirigió una mirada retrospectiva a través de las tijeras entreabiertas.

– ¿Queréis que me explique?... Pues veréis, Aurelia y Anabel se han convertido en lectoras por los pelos. Quiero decir que la mañana en que empezó su adicción andaban por aquí, echándose el tinte. A ellas dos les tocaba detrás de Carmen, que había venido a ponerse mechas. Por si ese viernes también se os ha olvidado, os recuerdo que hubo tormenta. El primer cuarto de hora, transcurrió en una  apacible atmósfera: el “¡Vaya tiempecito!” de rigor, la charla doméstica… Luego, cuando tenían las cabezas forradas con papel aluminio, entró por esa puerta un jovencito con botines, sobrino de no sé qué conde, que nunca había venido por el barrio.

– ¡Lo vi! –exclamó acaloradamente el jovencito de las botas–. Salió de la peluquería con el primer relámpago y llegó a la puerta del taller antes de que sonase el trueno. Yo estaba arreglando un todoterreno cuando sus botines pasaron a mi lado a gran velocidad. ¿Qué le dijo nuestro coro femenino de bellezas para hacerle correr como un Ferrari?

– Ninguna de las tres abrió la boca –suspiró el peluquero, avergonzado–. Mientras yo le engominaba el pelo a él, reinó el silencio.

– ¿Qué me dices? –silbó “Qué me dices”.

– Sorprendente, ¿verdad? Es veredicto unánime que, si la charla decae, doy unos empujones infalibles para sacar temas a colación. Esa fama tuve, al menos, hasta aquel día. Para evitar que La Charca pareciese un sepulcro, saqué unos dulces y unas botellas que me sobraron de Navidad, pero el conde era pasmosamente reservado. Para mí fue como un jarro de agua fría. No le interesaba la crisis, ni la familia real, ni el PP….

Hubo un murmullo de los tres mecánicos, que expusieron simultáneamente, y sin necesidad de ningún empujón, sus opiniones sobre la corrupción del gobierno, las estafas de la familia real, y la impunidad de los banqueros.

– En descargo del muchacho –les cortó el peluquero, de un tijeretazo–, diré que para un figurín que se recorta el bigotito no debe de ser fácil soportar la visión de tres cráneos al papillote, ¿no os parece?

Hubo una pausa no exenta de estremecimientos.

– Cuando acabé de engominarle, estaba tan nervioso que, de aquí a la puerta, fue tropezando, una tras otra, con las tres mujeres. La precipitación con que se marchó les dejó una honda huella. A la vieja, en concreto, le aplastó los juanetes. ¡Pobre Aurelia! Su boca, llena de polvorón, parecía un polvorín. Ella no es, ya sabéis, una dulce ancianita inofensiva. El patoso era un bote de jarabe en sus manos. Llegó a la acera como si no tuviera huesos y escapó completamente despeinado. Aurelia hizo pasar las migas por su gaznate con un trago de anís e intentó seguirle a bastonazos, pero lo dejó correr. Se quedó un rato atascada entre los brazos del sillón, con medio polvorón en una mano.

– También yo intenté pillar a ese gato escaldado –suspiró el aprendiz–; por dejarme hecho una sopa.

– Abuela y nieta quedaron más deprimidas que sus zapatos viendo que aquellos botines se alejaban de su alcance. Saltó la liebre; se abrió la veda y la buena de Carmen soltó con humanitario propósito que, si te embarcas en una lectura, puedes dar alcance a todo tipo de personajes y pisar sin dolor de juanetes cualquier lugar de este ancho mundo. Estuvo tan elocuente en ese punto, que las Martínez no paran desde entonces. Un día se cuelan en un pisito coquetón de Londres y, otro, son recibidas en alguna casa solariega por una pandilla de lores con loro.

– ¡Pobrecitos! –suspiró el jefe–. ¿O están enfrascadas en una revista de casas de lujo?

El peluquero, precavido, cerró las tijeras y soltó una tosecilla de advertencia.

– Están enfrascadas en un… ¡ejem!… libro.

Las sillas giratorias fueron a parar, rodando, al centro de la estancia. El peluquero devolvió a su sitio la cabeza que estaba peinando y a su desorientado propietario.

– ¿No irás a decirme que han abierto un libro que no es de recetas? –parpadeaba el chico, como quien ve visiones.

El peluquero dio unos golpes con las tijeras en la lata de cerveza del estante y en el libro que había debajo.

Jovencitos con botines, de Wodehouse –dijo–. Son cuentos de humor inglés en los que uno puede conocer a los integrantes del club de los Zánganos.

El joven de las botas les pidió permiso a las tijeras para vaciar dentro de su estómago la lata tintineante. Unos tragos después, cuando su cabeza empezó a funcionar, dijo:

– En un libro están perdidas; andarán vagando en círculos… Y, para colmo, un libro sobre zánganos –señaló al rey, bajo su trasero–. Cuando miro a Aurelia, tengo la impresión de que viene de hacer calceta al pie de la guillotina.

– Carmen abrió un libro que hablaba de chicos con mayordomo, como el que se acababa de escapar; leyó un relato de sus amores y, ¿cuál fue su sorpresa?

– ¿Que Aurelia se echó a roncar?

– Que Aurelia entró a enseñarles a esos lechuguinos enamoradizos lo que son las masas. Al primer punto y aparte, cuando manifestó su idea de desollar al pajarraco con botines que intentase hacer nido en su árbol genealógico, su nieta tragó un poco de saliva. En realidad, tragó tanta saliva, como anís tragaron las otras dos. ¡Ah!, ¡el amor! El corazón de esa chica empezó a sangrar desde el mismo momento en que empezaron a sangrar sus pies.

Una mano de hielo pareció posarse en el corazón del joven mecánico. El peluquero, que había acabado con él, puso en sus manos la lata de cerveza vacía y el libro en que se posaba, y le cepilló las recortaduras diciendo:

– Tu amor se ha ido en el dos plazas de un lechuguino de sangre azul, no te lo tomes en serio. Esos cuentos prometen un sabroso entretenimiento, aunque quizás sean demasiado alegres y brillantes para un joven al que acaban de plantar como un gladiolo. No te queda más remedio que arrojarte en brazos de la desesperación y pasar la noche contando ovejas… Cuando la cosa empiece a ponerse fea y cada oveja tome las facciones de Anabel, siempre te quedará el recurso de entrar en el libro, por tu cuenta y riesgo. Temblará como una gelatina cuando le digas que estáis leyendo lo mismo. Si a ello le sumas el corte de pelo y tus estimables prendas, te espera un idilio de lo más poético. Sin embargo, considero que es deber de buen vecino informarte de que este libro no es lo que tú consideras un refugio apacible. Vas a meterte en un lío del que no escaparás ni con barba postiza. No hay puerta de escape hasta la última hoja. Esos Apolos altos y delgaduchos te clavan una flecha en el trasero al menor descuido. Estás llamado a tener la mayor sorpresa de tu joven vida. Un surtido de fantasmas familiares; mayordomos con atizador; tías plantándole cara a todo el mundo; corredores de apuestas sin sentimientos… Tú mismo. Pero cuídate. Aurelia ya estaba en manos de un policía a los diez minutos de haber metido la nariz en esa pandilla de zánganos.