miércoles, 30 de julio de 2008

"Crematorio", Rafael Chirbes

Rafael Chirbes condensa, en Crematorio, la vida de una generación antifranquista y, a través de ella, nos ofrece una crónica global de la España de nuestros días.

Construida alrededor de la muerte de Matías Bertomeu, Chirbes nos habla en esta novela de la muerte de la utopía y de la indefensión de las ideas frente al materialismo. Se sirve, para ello, de una galería de personajes dolidos por la muerte de Matías; especialmente, de su hermano Rubén, un constructor sin escrúpulos.

Especulación inmobiliaria, dinero negro, negocios sucios, rencores de familia, droga, sexo como valor de cambio, corrupción y paisajes desolados se mezclan con el dolor y con la muerte.


Rafael Chirbes (Tavernes de Valldigna, Valencia, 1949) es autor, además, de Mimoun, El viajero sedentario, En la lucha final, La buena letra, Los disparos del cazador, La larga marcha, La caída de Madrid y Los viejos amigos.

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Lo que arde en el libro de Chirbes


Matías Bertomeu ha muerto. Él es la ausencia que lo ocupa todo: las páginas de Crematorio y el pensamiento de los personajes que se quedan recordándole aquí, con el libro que acabo de abrir y conmigo.

Ya, desde las primeras páginas, presiento que la obra gira en torno a un eje invisible, pero sólido; y que ese eje es la idea. Solo que la idea está encarnada, precisamente, en el hombre al que van a incinerar: Matías, el ideólogo.

Mucho me temo que Chirbes se ha propuesto que yo mire a la muerte a la cara. Y no sólo a la muerte, sino a una vida irregular, arbitraria, tremenda… o sea, a la pura vida.

Respiro hondo, para que la desolación no me pille por sorpresa. La novela es larga; pero, aunque aún no puedo ver el edificio entero desde el aire, sé que la capacidad de Rafael Chirbes para mostrar las cosas como son roza la crueldad algunas veces. De su mano, voy y vengo del idealismo al realismo. Estoy leyendo una ficción, pero la realidad se cuela en todas las páginas.

Con palabras que parecen inventadas ahora mismo, para mí sola, Chirbes me empuja a entrar en una historia que pasa por un padre, una madre, hermanos, tíos y abuelos. Lo paradójico es que lo haga lanzando improperios contra la literatura ─basura sentimental que consuela a los flojos y lava a los malvados─ y que, aún así, yo me cuele con gusto en el crematorio y me interese por Matías, sus amigos y su familia.

No se trata de regar los áridos campos del afecto; de eso ya me he dado cuenta. En la infancia de los hermanos Bertomeu, los sentimientos eran debilidades. En esta casa no hay beatos del corazón; si acaso, el padre. El sí que fue débil y benevolente. Su hijo mayor, Rubén, lo sorprendió una vez llorando solo en su habitación. La madre es el polo opuesto. Rubén se lamenta de que jamás le haya llevado de la mano. Salvo con Matías, su ojito derecho, es insensible como una piedra.

Un tipo celoso, Rubén Bertomeu. Siente que todos le han traicionado. Para él, Matías era tan hermético y altivo como su madre, incapaz de ponerse nunca en el lugar del otro. Además, era un mártir del capitalismo; o sea, un proscrito. Rubén no entiende por qué le adoraban todos; especialmente, la sobrina del difunto, su hija Silvia. Matías la enamoró describiéndole lugares en los que no había vivido. Ciudades construidas con palabras en vez de con hormigón. Puro aire. El tío Matías no le dio a Silvia nada más que eso. Le proporcionó, exclusivamente, la artillería sentimental; su padre, en cambio, le dio comida, bebida, ropa, estudios viajes… Asimetrías de la vida. Tú quieres a éste; yo al de más allá.

A su hija siempre ha parecido darle un poquitín de asco lo que su padre ha hecho. No le perdona que haya dejado la arquitectura, el arte de las artes, por construir, comer, beber, follar, amontonar dinero y vender toda la luz del mediterráneo, toda la calma del mediterráneo… pero siempre con el todo por delante y el Mediterráneo por detrás. Es como si él tuviera la culpa del pecado del turismo. Tampoco le perdona que se case con el putón de Mónica y se comporte como si nunca hubiese leído un libro; como si nunca hubiese militado o casi militado. Rubén, en cambio, orgulloso de ser el dueño de sí mismo y el propietario de su otro yo, del arquitecto, le reprocha a ella, su lechuguita, tan fría con él como una obra de arte separada del espectador por cristal antibalas, que tenga tantos pájaros en la cabeza. Le gustaría que su hija aprendiera que el genio contemporáneo no es un soñador, como Matías, sino el que le da de comer todos los meses a la familia con el sueldo base.

Para mí, esto es lo más importante de la obra: el contraste entre el idealismo y el principio de realidad. El evanescente barco de Peter Pan arrollado por el tren materialista del dinero.

Con cinismo y amargura, Rubén me habla de su infancia. Él también creía entonces que la pobreza era el reino de la libertad. En aquella época, entendía que Matías ─más hijo de Mao y Nerón que de su padre─se pareciera al perrito anarquista de Disney, que corre despreocupado tras las gallinas y, cuando oye a sus espaldas los disparos del granjero, exclama, “Esto sí que es vida”. Había que quemarlo todo en una hoguera. Salir a la calle empuñando el libro rojo, y que ardiera Roma.

Hoy, es a él, a Matías, al que incineran. Hoy arderá con todo lo que él quemó y con todas sus ideas.

─Mi hermano ha muerto ─dice Rubén, y se emociona.

Luego, me lo repite una y otra vez, mientras viajamos por aquellos tiempos en los que él jugaba a mirar el mundo desde la carretilla de cemento y escuchaba la voz de Matías leyéndole en voz alta El conde de Montecristo. Ahí es donde Rubén había aprendido que lo más puro y grande que puede hacer un hombre es recompensar y castigar, ser la Providencia.

Todas las juventudes se parecen, es en la madurez donde unos dan una patada a Peter Pan y otros ─menos─ no. La vida nos hace cambiar. Aparecen las diferencias. Dos buenos hermanos que compartieron ideas se distancian y se hacen daño. Aprenden el mecanismo que provoca el dolor, y lo pulsan. Pasa en las mejores familias.

Que si tú, Matías, aún militabas con los radicales, pero le manejabas los papeles del banco a mamá; que si, por tu culpa, ella no vendió; que si interpones recursos para impedirme urbanizar; que si has caído en la tentación de volver a la naturaleza, como los ideólogos que fracasan, pero no encontrarás paz ni Katmandú… Y, el otro: “Mira, Rubén, de mi meada hacia dentro, a mi pedazo de tierra no pasa nadie”.

Yo también discuto con Rubén si son galgos o podencos los perros que ladran. Paseo con él entre el cemento y los escombros de la costa mediterránea y, como si fuera un personaje mío, dejo que se defienda. Crear es destruir. Él no tiene toda la culpa. Él sólo quería hacer casas, no monumentos. La economía es el eje en torno al cual gira la rueda. Detrás de la fortuna, el crimen, sí, pero utilizó atajos durante poco tiempo. Su intención no era otra que dar seguridad a su familia.

Después de un centenar de páginas, ya no sé si es tan depravado. Esta vida no recicla, no separa lo malo de lo peor. Si no distingo el gris, estoy perdida. Rubén me da un poco de lástima. No ha logrado curarse la mala conciencia por haberse hecho rico tan deprisa. Fue el miedo al futuro lo que le hizo así, pero ahora es el pasado lo que le acobarda. Por eso charla conmigo del momento caníbal de las sociedades, cuando necesitan devorarlo todo; de la ceniza y la mierda que hacen falta para que todo crezca; del dinero sucio; de todo el dinero, todo sucio, incluidas las monedas llenas de pringue que tenía cuando era niño. Del sufrimiento…

Según la madre de Mónica, que no quería que su hija se casase con Rubén, un hombre tan mayor, el dinero lo es todo cuando no lo tienes, pero, cuando lo tienes, vuelve más evidente lo que te falta.

La palabra “Fin” me recuerda que esto no admite cambio, o que, en los cambios que admite, no pinto casi nada. Es eso lo que me tumba de forma más contundente que un puñetazo. Si es verdad que el arte no vuelve fuertes a los artistas, sino quebradizos, más de un sueño ha quedado, con Matías, reducido a cenizas.

Me quedo aún un rato con el libro en las manos, presa de sacudidas de tristeza. Tal vez me estalle encima. Tengo ganas de llorar, ni de rabia siquiera. Coqueteo un rato con el pesimismo, y acabo gimoteando. Quizás mis lágrimas, tan fugaces y solitarias como las de Bertomeu senior, tampoco sean inútiles. Sirvan para lo que sirvan, esto no es una derrota. Ni amargura mal llevada. Es un libro moral; un libro tan bien hecho, que da envidia. ¿Se tratará de un acto de supervivencia?

Yo debo de ser tan blanda como el padre de esta familia. Matías está muerto. Lo pienso, lo digo en voz alta, lo sollozo, lo repito… Me he enamorado de espíritus que parecen cuerpos. Ganga nostálgica. Pero, Chirbes, ¿qué me has hecho? Tengo las tripas revueltas. Quizás sea el nihilismo que nos amenaza cuando muere alguien. Matías ha vivido y, luego, ha dejado de vivir. ¡Qué despilfarro! ¡Qué mala sombra! Pero, ¿qué estoy diciendo? Ni somos cifras de la economía, ni Chirbes vende paz, como un sepulturero. En lugar de eso, teje una red protectora con la saliva de sus palabras e ilumina mi habitación durante un rato. Esta obra es la vida de su generación condensada en un destello. Si él no la hubiera escrito, Matías habría dejado de existir, definitivamente. Habría muerto tan inconsciente como cualquiera. En quitando algo de la vista ─decía Kempis─, pronto se va también de la memoria.

“Mejoremos lo que hay que mejorar”, susurro, medio en sueños. Creo que no estoy dormida ni despierta. Más bien, soy un reptil que ha hibernado entre los desolados arrecifes de la sábana. Miro mi habitación, a la luz de aluminio de mi flexo, pero sigo atrapada en Misent, este lugar que fue y será muchas cosas, pero que todavía no es nada, salvo derribos y andamios. O ni eso. Continúo, con toda mi artillería sentimental, en un espacio construido con palabras de Rafael Chirbes, un excelente escritor. Eso me basta.