Anastasia Krupnik tiene problemas muy serios, como todas las chicas de doce años. Se considera una especie de monstruo. Será uno de los seres humanos más altos del mundo cuando acabe el colegio.
Su familia también es rara, pero encaja bien en Cambridge. A pesar de ser calvo, su padre siempre está contento. Anastasia vive con el continuo temor de que un día haya algún amigo en casa en el momento en que él suelta el solo tenor del “Requiem" de Verdi con los ojos cerrados. A pesar de ello, Anastasia sólo reza cuando es absolutamente necesario; o sea, cuando su compañero de clase, Robert Giannini, se desata una zapatilla en su presencia. No podría soportar verle los pies descalzos. Le resulta terrible no tener qué ponerse cuando sale con él a montar en bici. Y no es que le importen los chicos. Los detesta; especialmente, a ese pelma, pero mete la pata cuando habla con él y siente deseos de morirse ahí mismo.
Y hablando de muerte, en su corta existencia, Anastasia ha tenido que decir adiós muchas veces. Su abuela ha muerto y a su pez lo ha tirado su hermano Sam por el retrete y no han podido recuperarlo ni llamando al fontanero.
Su familia también es rara, pero encaja bien en Cambridge. A pesar de ser calvo, su padre siempre está contento. Anastasia vive con el continuo temor de que un día haya algún amigo en casa en el momento en que él suelta el solo tenor del “Requiem" de Verdi con los ojos cerrados. A pesar de ello, Anastasia sólo reza cuando es absolutamente necesario; o sea, cuando su compañero de clase, Robert Giannini, se desata una zapatilla en su presencia. No podría soportar verle los pies descalzos. Le resulta terrible no tener qué ponerse cuando sale con él a montar en bici. Y no es que le importen los chicos. Los detesta; especialmente, a ese pelma, pero mete la pata cuando habla con él y siente deseos de morirse ahí mismo.
Y hablando de muerte, en su corta existencia, Anastasia ha tenido que decir adiós muchas veces. Su abuela ha muerto y a su pez lo ha tirado su hermano Sam por el retrete y no han podido recuperarlo ni llamando al fontanero.
Pero ningún problema es tan grave como el que se le avecina. Porque, hoy, de repente, cuando ya tiene a Frank, su nuevo pez, y todo parece ir bien en la familia, sus padres han decidido mudarse a las afueras. ¿Cómo pueden hacerle una cosa así?
Además de una serie de nueve novelas sobre Anastasia y de otras cinco sobre su hermano Sam, Lois Lowry (Honolulu, Hawai, 1937) es autor de “Otoño de la calle”, “Mirando hacia atrás”, “Un verano para morir”, “El Dador”, “Número de estrellas”, “Messenger”, “Nosotros y el tío Fraude”… Su obra más reciente es “El Willoughbys”.
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Los misterios de Anastasia
Anastasia Krupnik es una chica precoz y extravagante que quiere ser escritora y que, por encima de todo, se empeña en convertirse en amiga mía desde el principio del libro. Llama a la puerta de mi cuarto, le pregunto quién es, y ella responde: “Anastasia otra vez”. Y, claro, abro. No es sano encerrarse entre cuatro paredes, escuchando sola a Verdi y dándole demasiada comida a un pez.
Quizás no imagine el lío en que me meto. Si hay una chica capaz de crear situaciones absurdas sólo con abrir la boca, ésa es Anastasia. Un auténtico desastre. Pero los personajes como ella me fascinan, y Anastasia es una chica bienintencionada. Detrás de todos sus líos hay propósitos buenos. El resultado es que empiezo a sonreír en la primera página y ya no paro. ¡Y eso que, para Anastasia, la crisis con que se inicia la historia es seria!: van a mudarse a vivir a un barrio de las afueras.
¿Que cómo sabe que el cambio será tremendo? Pues porque lee desde los cuatro años. Se fija en los anuncios de la tele, saca de la biblioteca un libro sobre la lepra en cuanto le pican los lóbulos de las orejas, y estudia artículos de Cosmopolitan sobre las mujeres que se hartan de todo y se escapan de casa. Por si eso fuera poco, lleva meses tomando notas sobre los misterios de su propia existencia, con la idea de escribir una novela de misterio cuando se le ocurra el título. El misterio de por qué algunas personas toman decisiones sin consultar a sus hijas de doce años, por ejemplo.
Su padre, que además de profesor de literatura es poeta, debería fiarse de su criterio en lugar de acusarla, gratuitamente, de hacer afirmaciones gratuitas. Anastasia está bien informada, por ejemplo, de que en los chalés adosados no hay libros. Donde deberían estar las librerías, la gente pone un enorme televisor en color adornado con un cuenco de frutas artificiales.
De acuerdo: el piso se está quedando pequeño, pero sólo de pensar que ahora le toca despedirse de él, y de imaginarse a sí misma en un barrio de las afueras ─tan alta, con tantos granos, y con un pelo así de grasiento─, se pone enferma.
Y no se preocupa sólo por ella. Ni papá seguirá yendo en bici a la universidad (ahora tendrá que ir en coche, contaminando la atmósfera), ni Frank sobrevivirá a una pecera llena de chismes de plástico, tan distinta a las peceras de los peces de ciudad.
¿Llevar a su hermano Sam, sin su vieja manta, a vivir a las afueras?: otro desastre. Sam habla como Einstein, pero sigue llevando pañales. Los que hacen las mudanzas no van a cargar con su manta mugrienta.
¿Y mamá?, ¿se liará con los maridos de las vecinas de al lado?
El caso es que no queda otro remedio. Esta familia no es una democracia; es una dictadura tolerante. Por mucho que Anastasia haya perfeccionado el arte de rumiar su mal humor con la puerta bien abierta, da su mano a torcer con una condición: se mudará a un barrio de las afueras siempre que su habitación esté en una torre.
Pero sí, encuentran una casa de ésas.
Anastasia siente en el estómago como una patada con botas camperas al notar dentro de sí tantas contradicciones. Es el misterio de las despedidas. Porque, lo quiera o no, se enamora de la casa y le da al piso el adiós más difícil de su vida. Se marcha sin funeral, sin ceremonia, sin tirar de la cadena. Tristísima y muy feliz. Con una sonrisa tonta… y una torre... y un título bueno para su novela.
¿Quién no escribe en una torre? Aunque no es tan sencillo, escribir consuela. Y la vida sigue. Su madre vuelve a pintar, su padre a dirigir orquestas que no ve, Sam a despertar el “¡Oh!” que despiertan los niños con rizos, y ella a terminar su novela de misterio, a hacer amistades, a liar todo lo liable con sus mentiras a medias (en las novelas no hay que decir toda la verdad) y a desenredar el pelo de su nueva-vecina-vieja mientras, de paso, nos enreda la vida a las demás.
A lo mejor no está tan mal como creía vivir en las afueras. A lo mejor es verdad que Anastasia tenía prejuicios… Y, a lo mejor, yo los tenía con ella, porque he salido bien parada de nuestro encuentro y ya he llegado a la palabra “Fin”. No sé cómo, ni nunca lo sabré, pero le he cogido cariño.
─Adiós, “Anastasia otra vez” ─suspiro.
Estoy agotada de tanto reír, pero me desconsuela cerrar el libro. Es el misterio de las despedidas: la risa, la pena, la sonrisa tonta…
Y, hablando de misterios, si el género me exige que haga alusión ahora a algún cadáver, aprovecho que también ha terminado el disco en mi habitación para decir que Verdi sigue muerto.
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