martes, 15 de febrero de 2011

“Canciones donde anidar”

"Primeros lectores", Foto: Carmen Montalbán

¿Recordáis que tenemos que hablar de muchas cosas?


Hoy, los poetas me hablarán de INFANCIA; y repito: “poetas”. Entre ellos, por tanto, no contéis al dragón que les quema las plumas a ciertos pajarillos poniendo fechorías en negro sobre blanco. Insisto: ése excluido; vosotros, ni mirarlo. ¿Acaso viene a cuento ese dragón aquí? ¡Ni hablar! No vale tanto.

Volvamos a lo nuestro. Volvamos a los poetas que defienden la risa de las niñas y niños. Aunque yo ya no sé dónde dejé ni infancia, hoy, por fin, gracias a ellos, he podido volver a subirme al lugar en que mi carne es cielo; allá, sobre las ramas altas de otros veranos.

He escuchado, hoy, por fin, gracias a los poetas, esas dos mil canciones que decía mi abuelito ─tradicionales todas─, y que él me cantó a mí cuando era niña-diosa y todavía, por si esto fuera poco, querían hacerme reina... del reino del cariño.

Por aquellos entonces, recuerdo que salía alegre de la escuela, a escuchar villancicos de cualquier día del año. Aún me parece oírlos, gracias a los poetas, como escucho las nanas de mi señora abuela. Su voz de niña ─en mi oído suspirada─ llamaba bien al sueño, pues el sueño venía a responderle, galopando en azules gacelas.

¡Ah, sí!, pero oigo, además, también como ahora mismo, canciones de desvelo que venían, ligeras como vientos, a ver si conseguían que me durase el juego. ¿No seguiré jugando para oírlas? La voz que les recuerdo pintó velocidad sobre mi caballito. ¡Dios mío!, ¡tener caballos, balones y poemas! ¿No es suerte en estos días? Creo que, más que cantares, los oí como ovaciones a mi balón de fútbol. ¡Pues menuda puntera! Aquella voz les dio tino a mis dardos, a mis muñecas, a mis bolindres, a mis pamplinas... Ahora, si tarareo el “¿Dónde están las llaves?” (sin todavía saber por dónde andan), se me abrirá la puerta de un tiempo que me arrulla como el mar; un tiempo que pretende que me encuentre, en el fondo, al lado de las llaves que perdí, todas esas cosillas sigilosas que tanto saben de una, aunque digan que no hablan ni potros de cartón ni bolas de madera.

Sí, la poesía amamanta con sangre de cebolla, y su olor a risa cantarina y a lluvia en el jazmín nos regresa al momento de levantar las alas. Gracias, amigos poetas: respondisteis a todo lo que yo os pregunté tres veces cada día, siendo muy, muy, muy chica ─apenas, hormiguita de desierto─, pero os cuidasteis bien de que nunca supiera ni lo que pasaba ni lo que venía, con tal que el naufragio de la adolescencia me fuera propicio.

*Recorte elaborado con citas de algunos de los poetas enumerados al final de mi entrada “Que tenemos que hablar de muchas cosas

martes, 1 de febrero de 2011

“El corazón de las tinieblas”, Joseph Conrad



“¿Cómo podéis vosotros imaginaros a qué precisa región de los primeros tiempos pueden conducir a un hombre sus pies sin trabas, impulsados por la soledad (soledad absoluta, sin un solo policía), por el silencio (silencio absoluto, donde no se oye la voz consejera de amables vecinos susurrando acerca de la opinión pública)?” Joseph Conrad, “El corazón de las tinieblas”.

Queridos compañeros exploradores del bosque literario, si estáis leyendo estas páginas será, posiblemente, porque os disponéis a embarcar en “El corazón de las tinieblas”, un libro barco que el capitán de las letras Joseph Conrad (Polonia, 1857-Inglaterra, 1924) fletó en el río de la literatura, allá por 1899, con idea de hacer una crítica a la colonización del Congo y, en general, a los excesos de la civilización occidental en tierras primitivas. Por mi parte, escribo este cuaderno de bitácora porque, hará unos meses, cuando me convertí en marinera de agua dulce (¿dulce?), el señor Kurtz ─personaje central─ me pidió que dejase constancia de mi encuentro con él y de las circunstancias que envolvieron aquel viaje. Ocurrió así:



EL MAL DE LA MALEZA
Una tarde a inicios del otoño, estaba yo aburrida, haciendo punto con lana negra y lamentándome de no haber podido salir de vacaciones, cuando me di cuenta de que el ovillo giraba febrilmente sobre “El corazón de las tinieblas”, en una estantería próxima. Fue un hallazgo extraordinario, puesto que creía perdida esa novela que ahora me susurraba “¡Descúbreme!”. Gracias a la excelente película de Coppola, “Apocalypse Now” (aunque, ésta, ambientada en Vietnam), recordaba vagamente la materia: un barco, un río y una misión peligrosa. Miré el libro, perdida en el asombro. Era mi oportunidad de partir, en un momento, rumbo a lo desconocido; de modo que lo abrí, con la hebra todavía enrollada al dedo, como quien abre una puerta de emergencia.

Los móviles que nos empujan a una aventura pueden ser muy variados; a Marlow (capitán de barco inglés, protagonista) y a Conrad (que se vale de él para convertir en ficción su historia personal) les empujaba la esplendorosa pasión de explorar los espacios vírgenes de la tierra. No hay lugar más tentador que el que los cartógrafos dejan en blanco, de modo que cogí el libro ávidamente; agité la hebra sobre él, como si señalase un lugar en un mapa, y pensé, “¡Allá voy!”
Para mí, ya habría sido bastante aventura con que un marinero intrépido me contase un episodio importante de su vida en la cubierta de un barco, a la luz de las estrellas. Diréis que soy una persona de lo más impropia para ir hasta el fin del mundo (la misión de las mujeres era quedarse esperando); sin embargo, me embarqué. Hice bien, ¿verdad que sí? Sí...i-i-i-i, Conrad es un maestro de la descripción, que es lo que yo necesitaba para descubrir aquella tierra anárquica: palabras justas, sí, pero también el lujo de detalles y de dudas de quienes hablan desde el corazón y desde la experiencia. Su prosa es tan expresiva, que aún puedo oír cómo su voz va y viene por los meandros de la memoria; y, cuando los sentimientos ahogan sus palabras, cómo se detiene a dar su opinión (a través de Marlow). A mí me hacía pensar en un abuelo que me estuviese contando sus batallas con el rostro encendido y gestos viscerales, en ese momento en que ya no hay quien le calle.

Pero la voz del autor polaco (que escribía en lengua inglesa) no era la única que hacía que vibrasen en mis manos las agujas de hacer punto. En mi salón también se oían sus personajes, en planos distintos. Porque en esta novela-barco hay otro barco ─un yate─; otro río que el literario ─el Támesis─, y otra cubierta en la que otro marinero (narrador que, como yo, cuenta lo que le han contado) relata la crónica que Marlow (principal narrador) les hace a sus marineros de otro viaje anterior (el que os estoy contando a vosotros), al mando de otro barco ─un pequeño vapor─, por otro río ─el Congo─, para relevar a un agente comercial del interior enfermo, el señor Kurtz (que, según le contarían a Marlow voces de muy distinta procedencia, tenía a todos embrujados con su voz y su elocuencia)…

Como veis, me eché la madeja al hombro y me rendí al hechizo de la historia de Marlow, el gran caballero errante del mar que me acompañó a ver qué se estaba tejiendo en la selva. El libro se cerró sobre mí igual que el mar se cierra sobre un buzo; perdí el hilo de todo lo exterior, y emprendí la travesía a lo largo de una costa rectilínea que anunciaba (con cañonazos a la maleza) que, en adelante, no habría regla capaz de trazar nuestra ruta simbólica (de la Estación Central a la Interior). También los efectos luminosos (de la puesta de sol de un estuario apacible a la iluminación espectral de la luna africana) predecían que acabaríamos en un lugar más negro que mi ovillo de lana.

“No estés demasiado segura de que vas a volver”, me avisó Marlow. “Puedes ahogarte en el oleaje antes de llegar al río o, si llegamos, quedar para siempre atrapada en las enredaderas de la selva. ¿Miedo? Otro de los peligros que corremos es el miedo que nos tienen los nativos. Venimos de otro mundo, como demonios flácidos, a robarles el marfil, la salud, la libertad… Nuestro vapor les parece un demonio de rabo terrible, aunque esté más cascado que La Reina de África. Insisto: si no te alejas cuanto antes de este cascarón de nuez, te expones a que pinchen tu cabeza en una estaca”.

Eso me advirtió Marlow, y yo me veo en la obligación de advertíroslo a vosotros. El ambiente es terriblemente agresivo. No solo hay que vigilar a los nativos: también a los europeos que han venido a establecer estaciones comerciales. Buena cuadrilla. Aunque dicen formar parte de una empresa filantrópica, han venido a hacer dinero. No tienen osadía ni audacia ni valor, pero ¡ay de quien ponga en peligro sus porcentajes!

Por tanto, si seguís adelante en lo de vuestro encuentro con la selva, insisto: ¿Sabéis lo que estáis haciendo? Tened en cuenta que llegaréis al más remoto lugar navegable. La incomprensión de lo que veáis os angustiará. Os asustaréis hasta del silencio; un silencio que os hará sospechar que estáis sordos. Os encontraréis terriblemente solos frente a una Naturaleza que os tomará por intrusos y tratará de manteneros alejados. Se necesita un esfuerzo evidente de intrepidez, mucha precaución, una salud de hierro y una fuerza infinita de carácter para aguantar este tipo de vida: remontar un río que, en ocasiones, habrá que ir adivinando; alimentar la caldera; vigilar la sonda, y vendar los escapes del tembloroso vapor de hojalata en un lugar en que, en vez de farmacias y ferreterías, hay feroces ojos blancos brillando entre la maleza y caníbales chapoteando a vuestro alrededor. A veces, los barcos vuelcan, y ya sabéis cómo funciona lo de ser vagabundo en tierra prehistórica: poblados deseosos de hacer con vosotros su carnicería; poco que comer; demasiado calor; mosquitos que apuñalan; una bruma que estalla en alaridos, y una infinidad de enfermedades nuevas.

A mí, como veis, no me han enterrado. La manera en que Conrad estructuró la aventura (una caja dentro de otra) me invitaba a seguir en el río, cada vez más adentro y cada vez más ansiosa por encontrarme con el señor Kurtz (cuestión de oír hablar de él esporádicamente, supongo)... Aunque hasta ahora sólo era una sombra, tenía fascinados a todos por ahí arriba. Yo, la verdad, no confiaba en que fuera un genio universal; más bien, debía de tener ─como la selva─ apariencias espléndidas y múltiples. Su talento era un enigma que cada cual resolvía a su manera. Para los jefes de las tribus el señor Kurtz era una deidad; para la “Sociedad Internacional para la Supresión de Costumbres Salvajes”, un exterminador, y así sucesivamente. Para los comerciantes, un agente de primera; para los altruistas, un emisario de la compasión; para los buscadores de tesoros, una montaña de marfil; para los soñadores, poesía pura; para su prometida, un montón de promesas… ¿Por qué no podían resistirse al encanto de un tipo que, a mí, me parecía mezquino, infantil y atormentado? “¡Al cuerno con Kurtz!”, escribí en mi cuaderno. “Hasta donde a mí se me alcanza, es un pillo violento, decidido a comerse al mundo vivo. Ególatra. Saqueador. Hechicero. Asesino cuando se le antoja. Terrorista que, con sus atrocidades, sólo busca que le recuerden y reconozcan su talento”.
Curiosa aquella sensación que me sobrevino días después, durante nuestro encuentro, de que el mal no está en la maleza, sino escondido ─afortunadamente─ en los enmarañados laberintos de nuestra tenebrosa jungla interna, ¿entendéis esto? Yo lo comprendí cuando él se acercó a mí y me preguntó si era el protagonista de lo que escribía. Escondí mi cuaderno y exclamé, casi en trance: “¡Caramba! ¡Es usted un encantador de serpientes!”. Le observaba pensativa, como si la hierba que nos rodeaba se hubiera convertido, de repente, en pasto para el pensamiento; un pasto más peligroso que la verdadera hierba. “¡Qué personaje tan fascinante! ─parpadeé─. Soñaré con usted durante años”. El señor Kurtz me escrutó con aquel aire suyo de conocimiento oculto, y susurró: “Es su obligación hacer saber en el lugar adecuado que, en vez de corazón, tengo un tambor de la selva”.

De repente, lo vi todo claro: Kurtz simbolizaba la fusión de las tinieblas de la selva con la oscuridad interior del ser humano. Su corazón era la última caja que mencioné, y sólo contenía lo que antes la había envuelto: lo más oscuro y horrendo del entorno. El jefe la Estación Interior se había adentrado en un paraje donde la tierra húmeda se corrompe y germina, y se había corrompido él. Os lo digo: muy triste. Porque, no, quizás nadie se entere del mal que hagamos tras una cortina de árboles, pero, palabra de honor, el horror que causemos, se nos quedará dentro. Ése era el tema: la prueba de carácter a que nos somete el aislamiento. Como sugería el grumete de “King Kong”, el verdadero riesgo no se corre fuera, sino en lo más hondo del aventurero. Según Marlow no hay peligro mayor: a las tinieblas hay que enfrentarse a ciegas.

Como ciega salí yo de “El corazón de las tinieblas”; deslumbrada por la niebla luminosa que deja en el corazón. Regresé desde la selva hasta la noche londinense en la que comencé mi travesía y, de ahí, a la noche de Madrid… Bueno, ya, a la mañana: leyendo, me había olvidado del sueño. Las agujas estaban quietas en mi mano, como si las hubiera paralizado un rayo. La bufanda, que se me deslizó por el hombro y se enroscó en mi regazo, me dio tal susto, que la arrojé al suelo. Cuando me levanté para pisotearla, sentí el vértigo de los marinos tras una larga travesía. Ese pie ya estaba en mi salón, pero el otro flotaba en el aire, aún sobre el umbral de lo invisible. Semanas después, cuando consolé a mi imaginación, recordé la promesa que le hice a Kurtz; recuperé el cuaderno de bitácora, y garabateé con mi letra insegura, al dictado de Conrad, estas tres apretadas páginas... Ignoro si os serán útiles; pero, ¿qué podéis esperar de una mujer que la emprende a puntapiés con su bufanda? Convenceros de que leáis el libro sería ir más allá de mi poder de intromisión; solamente os diré que, si no lo hacéis, os perderéis todo lo que yo he aprendido en la corriente mágica de sus frases. Si, por el contrario, os decidís por embarcar (es vuestro inestimable privilegio), de nada sirve que os diga que pocos vuelven intactos del interior de sí mismos. Aquí os dejo leña para la caldera. Cuidaros bien de no arañar el fondo y procurad que el “horror” no sea vuestra última palabra.