“Industrias y andanzas de Alfanhuí” (1951) es la primera novela de Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927).
Puede ser considerada como un último ejemplo de la novela picaresca española o como el primer relato español del realismo mágico; un realismo mágico previo a Macondo.
Cuenta la historia de un niño expulsado de la escuela por escribir en un alfabeto raro. Ese niño, Alfanhuí, construirá su propia realidad a través de sus fantásticas andanzas y de su punto de vista particular y óptico.
Rafael Sánchez Ferlosio es uno de los miembros más destacados de la narrativa española de la Generación del 50. Su obra más conocida es “El Jarama” (1955). Es autor, asimismo, de “Las semanas en el jardín” y “El testimonio de Yarfoz”.
Puede ser considerada como un último ejemplo de la novela picaresca española o como el primer relato español del realismo mágico; un realismo mágico previo a Macondo.
Cuenta la historia de un niño expulsado de la escuela por escribir en un alfabeto raro. Ese niño, Alfanhuí, construirá su propia realidad a través de sus fantásticas andanzas y de su punto de vista particular y óptico.
Rafael Sánchez Ferlosio es uno de los miembros más destacados de la narrativa española de la Generación del 50. Su obra más conocida es “El Jarama” (1955). Es autor, asimismo, de “Las semanas en el jardín” y “El testimonio de Yarfoz”.
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LOS COLORES DE ALFANHUÍ
Leo las primeras frases de “Industrias y andanzas de Alfanhuí” en algún despertar inesperado. Es como un cuento de hadas; pero, eso sí, con sabor castellano. Oigo la voz del autor por encima del chisporroteo de las llamas. Si calla la lumbre, callará él; conque a atizar la hoguera. Remuevo los maderos de las llamas alegres. Las sombras crecen, bailan y se cruzan. El humo escuece un poco. Hago unos cuanto guiños. Parpadeo. Se me ponen brillantes las pupilas, y el mundo me entra, limpio, a través de ellas.
Pronto, veo el otro lado.
Mi habitación se agranda. Antes de darme cuenta, he atado mi merienda a la punta de un palo y ando con Alfanhuí por los caminos, pisando ya el mismísimo horizonte. En este caso puedo, porque es un libro mágico. Aquí, las fantasías no son tan fantasiosas.
Sánchez Ferlosio publicó "Alfanhuí" cuando tenía tan solo veinticinco años. Yo creo que lo escribió en algún desgarrón de su camisa; tal vez por eso, su voz me suena a música de ríos y bosques olvidados.
Al-fan-huí. Al-fan-huí. Al-fan-huí.
Cuando los pájaros gritan el nombre del protagonista, la soledad se escucha entre los árboles. ¿O es, acaso, la lluvia lo que suena?
Como dijo el joven Rafael, “lo que ocurrió bajo la lluvia sólo bajo la lluvia puede ser contado”, así que me preparo para el remojón… que llega. Una lluvia de prosa poética, precisa, generosa, se pone a flagelar esta hoja de papel. Las letras se destiñen. Por la página baja un zumillo de herrumbre verdinegra. ¿Es la tinta, quizás? Puede ser. Alfanhuí es industrioso, sabe hacer tinta negra de polvo de lagarto y escribir en un alfabeto raro.
Alfanhuí es un niño en edad todavía de llorar con la cara envuelta en la cortina; pero, andando, andando, crece. Es todo un caminante. Si me marcho con él, las carnes me germinan, duermo junto a las camas de las liebres, veo amanecer en el campo nevado, y atravieso los ríos flotando sobre el agua, como los zapateros. Si me descuido un poco, llego al mar. No me vendrían nada mal unas botas; pero, quita, quita: de limosna, no hay zarandajas de ésas.
En esta historia, todo es itinerante, poético, episódico. Creo que es el mejor libro que se ha escrito, en conjunto, sobre lámparas, luces y pigmentos. Si quiero convertirme en alquimista del matiz, éste es el manual que necesito. En unas pocas páginas, ya doro picaportes, monto relojes de arena azul, tiño visillos…
Alfanhuí es un experto. Ve proyectarse colores en la película translúcida de sus párpados, con los ojos cerrados. Conoce hasta los tonos primitivos. Y los de las visiones, por lejanas que sean. Habla del cromatismo de los nombres de los ríos de China. Responde de colores en polvo (como el de las nevadas invisibles); de colores líquidos (el vino de Burdeos y el aguasol), y de colores que se han secado, a salpicones de lluvia, en los cristales.
Porque Alfanhuí no hace el gazpacho para mezclar tomates, pan, melón, pimientos rojos, pimientos verdes, pepinos y cebollas, sino para mezclar tonalidades; por eso le sale bueno. Con un maestro así, aprendo pronto a conocer cada cosa por su brillo y a interpretar ese mudarse bailarín de los guiños de la luna nueva. Entorno los ojos y veo que, en efecto, las luces amarillas de mi cuarto son como la vergüenza de los lagartos muertos.
A la mitad de la obra, ya sé que el hastío es un tedio pálido y el mundo una vistosa función de circo. He aprendido que los colores de los gecos ─las salamanquesas─ están debajo de la capa de polvo que se les ha pegado en los desvanes. Conozco el color hondo de los espejos de las casas abandonadas, y lo mismo te tiño un castaño con zumo de naranja y pétalos de flores, que hago que se te corra el esmalte de la careta, en los carnavales que vienen malos.
Alfanhuí me ha enseñado el picante colorido de la ira que nos ciega. Juntos, hemos ordeñado raíces y hemos llenado frascos con agua que se ve en la oscuridad. Gracias a sus industrias, conozco el reino de lo blanco, donde mueren los hombres y se juntan los colores de las cosas. Gracias a sus industrias, distingo el negro del luto de las viejas de Guadalajara ─hermanas de las sartenes─ del negro de las orillas de los ríos, hecho con sombras de nubes olvidadas. Entre el gris “pelo-de-rata” y el ceniza aceitoso de las habitaciones cerradas media un abismo. No es igual el gris incienso del brasero de picón que el gris de las bayetas. Tampoco se parecen en absoluto el gris acero del cielo en los días sesgados y el gris de una grulla dormida sobre un pie.
Alfanhuí ha conseguido la sangre del ocaso, por eso sabe ─sabemos─ que el rojo del poniente es distinto del rojo del bosque rojo. Una cosa es el vaho de luces que se eleva sobre el cielo de Madrid, y otras dos, diferentes, el esplendoroso escarlata de los coches de bomberos y el toque lombarda del Paseo de los melancólicos, como de escoria de ferrocarril.
También conoce Alfanhuí ─conocemos─ todos los verdes: de lluvia y de cuando no llueve; de luz, de sol y de luna… Conoce ─conocemos─ el verde guardia civil de las botellas, el verde oro del agua y el verde fuego que cobran los árboles a la luz de la hoguera…
Aquí dan luz hasta las piedras, siempre que tengan vetas de color. Les pones la torcida, y encender.
Al cabo de siete días y siete noches entre candiles mágicos, termino el libro. Es una novela breve, pero yo quería que no acabase nunca. Por eso, antes de cerrarla, echo una cabezada, agarrada al gato. Amanezco hecha jirones.
─Amiga, me voy ya ─se despide Alfanhuí─. Despierta. Arréglate. Se te sale el relleno.
Lo miro a distraídas, sin intención de decir adiós. No quiero que se vaya porque soy como él: ladronzuela de historias de chimenea. Pero Alfanhuí se pierde con el duende de los rescoldos. La última llama de mi hoguera me mira con su cara, color de luna.
Con la chimenea, se apaga la luz de las tierras antiguas. Sólo queda un eco. Mi habitación vuelve a ser mi habitación. Conozco el rechinar de mis vigas. Aquí está mi cabra Estampa, atada al picaporte de mi cuarto de baño; aquí, mi criada disecada, el ladrón que sabe doblar silbidos, mi silla enferma, y toda esa gente de cara borrosa, porque se lava con agua turbia… He regresado.
Pronto, veo el otro lado.
Mi habitación se agranda. Antes de darme cuenta, he atado mi merienda a la punta de un palo y ando con Alfanhuí por los caminos, pisando ya el mismísimo horizonte. En este caso puedo, porque es un libro mágico. Aquí, las fantasías no son tan fantasiosas.
Sánchez Ferlosio publicó "Alfanhuí" cuando tenía tan solo veinticinco años. Yo creo que lo escribió en algún desgarrón de su camisa; tal vez por eso, su voz me suena a música de ríos y bosques olvidados.
Al-fan-huí. Al-fan-huí. Al-fan-huí.
Cuando los pájaros gritan el nombre del protagonista, la soledad se escucha entre los árboles. ¿O es, acaso, la lluvia lo que suena?
Como dijo el joven Rafael, “lo que ocurrió bajo la lluvia sólo bajo la lluvia puede ser contado”, así que me preparo para el remojón… que llega. Una lluvia de prosa poética, precisa, generosa, se pone a flagelar esta hoja de papel. Las letras se destiñen. Por la página baja un zumillo de herrumbre verdinegra. ¿Es la tinta, quizás? Puede ser. Alfanhuí es industrioso, sabe hacer tinta negra de polvo de lagarto y escribir en un alfabeto raro.
Alfanhuí es un niño en edad todavía de llorar con la cara envuelta en la cortina; pero, andando, andando, crece. Es todo un caminante. Si me marcho con él, las carnes me germinan, duermo junto a las camas de las liebres, veo amanecer en el campo nevado, y atravieso los ríos flotando sobre el agua, como los zapateros. Si me descuido un poco, llego al mar. No me vendrían nada mal unas botas; pero, quita, quita: de limosna, no hay zarandajas de ésas.
En esta historia, todo es itinerante, poético, episódico. Creo que es el mejor libro que se ha escrito, en conjunto, sobre lámparas, luces y pigmentos. Si quiero convertirme en alquimista del matiz, éste es el manual que necesito. En unas pocas páginas, ya doro picaportes, monto relojes de arena azul, tiño visillos…
Alfanhuí es un experto. Ve proyectarse colores en la película translúcida de sus párpados, con los ojos cerrados. Conoce hasta los tonos primitivos. Y los de las visiones, por lejanas que sean. Habla del cromatismo de los nombres de los ríos de China. Responde de colores en polvo (como el de las nevadas invisibles); de colores líquidos (el vino de Burdeos y el aguasol), y de colores que se han secado, a salpicones de lluvia, en los cristales.
Porque Alfanhuí no hace el gazpacho para mezclar tomates, pan, melón, pimientos rojos, pimientos verdes, pepinos y cebollas, sino para mezclar tonalidades; por eso le sale bueno. Con un maestro así, aprendo pronto a conocer cada cosa por su brillo y a interpretar ese mudarse bailarín de los guiños de la luna nueva. Entorno los ojos y veo que, en efecto, las luces amarillas de mi cuarto son como la vergüenza de los lagartos muertos.
A la mitad de la obra, ya sé que el hastío es un tedio pálido y el mundo una vistosa función de circo. He aprendido que los colores de los gecos ─las salamanquesas─ están debajo de la capa de polvo que se les ha pegado en los desvanes. Conozco el color hondo de los espejos de las casas abandonadas, y lo mismo te tiño un castaño con zumo de naranja y pétalos de flores, que hago que se te corra el esmalte de la careta, en los carnavales que vienen malos.
Alfanhuí me ha enseñado el picante colorido de la ira que nos ciega. Juntos, hemos ordeñado raíces y hemos llenado frascos con agua que se ve en la oscuridad. Gracias a sus industrias, conozco el reino de lo blanco, donde mueren los hombres y se juntan los colores de las cosas. Gracias a sus industrias, distingo el negro del luto de las viejas de Guadalajara ─hermanas de las sartenes─ del negro de las orillas de los ríos, hecho con sombras de nubes olvidadas. Entre el gris “pelo-de-rata” y el ceniza aceitoso de las habitaciones cerradas media un abismo. No es igual el gris incienso del brasero de picón que el gris de las bayetas. Tampoco se parecen en absoluto el gris acero del cielo en los días sesgados y el gris de una grulla dormida sobre un pie.
Alfanhuí ha conseguido la sangre del ocaso, por eso sabe ─sabemos─ que el rojo del poniente es distinto del rojo del bosque rojo. Una cosa es el vaho de luces que se eleva sobre el cielo de Madrid, y otras dos, diferentes, el esplendoroso escarlata de los coches de bomberos y el toque lombarda del Paseo de los melancólicos, como de escoria de ferrocarril.
También conoce Alfanhuí ─conocemos─ todos los verdes: de lluvia y de cuando no llueve; de luz, de sol y de luna… Conoce ─conocemos─ el verde guardia civil de las botellas, el verde oro del agua y el verde fuego que cobran los árboles a la luz de la hoguera…
Aquí dan luz hasta las piedras, siempre que tengan vetas de color. Les pones la torcida, y encender.
Al cabo de siete días y siete noches entre candiles mágicos, termino el libro. Es una novela breve, pero yo quería que no acabase nunca. Por eso, antes de cerrarla, echo una cabezada, agarrada al gato. Amanezco hecha jirones.
─Amiga, me voy ya ─se despide Alfanhuí─. Despierta. Arréglate. Se te sale el relleno.
Lo miro a distraídas, sin intención de decir adiós. No quiero que se vaya porque soy como él: ladronzuela de historias de chimenea. Pero Alfanhuí se pierde con el duende de los rescoldos. La última llama de mi hoguera me mira con su cara, color de luna.
Con la chimenea, se apaga la luz de las tierras antiguas. Sólo queda un eco. Mi habitación vuelve a ser mi habitación. Conozco el rechinar de mis vigas. Aquí está mi cabra Estampa, atada al picaporte de mi cuarto de baño; aquí, mi criada disecada, el ladrón que sabe doblar silbidos, mi silla enferma, y toda esa gente de cara borrosa, porque se lava con agua turbia… He regresado.
Dejo el libro en la silla de cerezo, me levanto, y abro la ventana. Había tanto color en esta historia, que mis manos quedan fosforescentes. Las páginas, al viento, se desperezan; es lo único en el mundo que se agita. Mi casa respira un aire de rosas blancas. La música viene del libro; de esa flauta que hace melodías con silencios en las grandes tormentas.
1 comentario:
Muchas gracias por tu descripción, es la mejor que he leído. Para mí también es una novela especial. Me hace sentir como si las palabras fuesen semillas y las historias que narra germinasen en mi interior, a la luz del fuego del hogar.
Saludos.
BG
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