“La soledad de los números primos” es una novela sobre el peso de las consecuencias de esas decisiones que se toman en unos segundos y se pagan el resto de la vida.
Obligada por su padre, Alice della Rocca asistió a una escuela de esquí hasta que, con ocho años, decidió apartarse del grupo para hacer pipí y acabó en un barranco, presa del sentimiento de abandono en una niebla luminosa que infundía más miedo que la oscuridad.
Al invierno siguiente, Mattia Balossino decidió dejar a su hermana Michela en el parque que cruzaba el río e ir solo a la primera fiesta de cumpleaños a la que los habían invitado. No quería quedar mal acudiendo de la mano de una retrasada que solía hacer de mariposa y que él deseaba ver salir volando.
La última consecuencia de ambas decisiones será la soledad; una soledad que brotará en sus respectivos conjuntos familiares y se desarrollará en progresión geométrica, hasta dejarlos solos entre sus iguales, convertidos en “números primos” (sólo exactamente divisibles por uno y por sí mismos).
Me gustan las matemáticas ─mezcladas aquí con el drama humano─; sin embargo, cuando el comienzo me dejó sin aliento, me quedé mirando el libro toda seria, como haciéndome cargo de la situación, y consideré con detenimiento la posibilidad de no seguir leyendo. Me preguntaba qué podría pasar después, y temía saberlo. ¿Identificarme con criaturas tímidas como ellas solas a quienes nadie oye llamar a las puertas? Fue el autor, Paolo Giordano (Turín, 1982), quien me obligó a seguir ha-cia-de-lan-te. Éste es su primer libro pero, ¡coño!, sabe cómo contar con palabras sencillas la historia de esos dos personajes (convertidos más tarde en matemático y en fotógrafa). Giordano es científico. A él también le gusta contar y contar (historias y números), y dispararnos el flash (de sus números y de sus historias) en plena cara. Iba yo aún con parsimonia por su libro, como si cometiera allanamiento de morada, cuando él empezó a soltármelo todo (lo de la decisión, lo del barranco, lo del río…), sin querer parecer melodramático. Bajo su promesa de que la vida seguiría, apilé un mazo de folios en la mesilla, con los bordes igualados; me calcé mis mullidas pantuflas, y seguí con lo mío. ¡Apañada estaría si me rindiera! Allí mismo ─todavía aquí─, leí su novela de punta a cabo. No sé qué corriente sutil me unía a ella, pero la sentía como una extensión natural de mis miembros. ¿Cómo conseguiría Giordano que todo cuadrase? Intentado despejar la incógnita, no me movía ni a la de tres… salvo para pasar el dedo por el filo cortante de las hojas.
Los protagonistas me resultaban atractivos… aunque, eso sí, de una manera espantosa. Cuando se conocieron, a los 15 años, Alice era una chica anoréxica de escualidez inquietante, andares asimétricos y aire ensimismado, que ya había dejado de jugar a hacer el ángel en la nieve. Convertida ahora en un… diablo cojuelo, ya sólo jugaba a recordarle al padre que había destruido su vida y que fue su afán competitivo lo que la dejó fuera de la competición. De ahí en adelante, en vez de ir “a por ellos”, Alice se tragaría lo que tuviera que tragarse con tal de que aceptasen a una patizamba a quien nunca elegirían reina de nada. Se lo tragaría todo menos la comida, eso sí que no. Estaba dispuesta a engañar el hambre hasta borrar del mapa por completo ese odioso fantasma de sí misma.
También Mattia había cambiado. Antes tenía la cabeza gacha porque su hermana le daba vergüenza; ahora se avergonzaba de sí mismo. Desde que soltó la mano de Michela ─y, más tarde, su madre se guardó la suya en el bolsillo para no dársela a él─, sólo apretaba sus dedos contra cosas afiladas. Su padre solía mirarlo como si se fuese a cortar las venas. Por eso, en su casa, no se nombraba a Michela. A pesar de sus notas altísimas, ahora era Mattia quien parecía retrasado. La cabeza se le hundía entre los hombros, bajo el peso del remordimiento; así que intentaba llenarla de abstracciones, que pesan menos. Una decisión era para él un código binario: uno o cero. Para perderse en la sobremesa, trazaba líneas rectas con migas de pan (al contrario que Pulgarcito); o pensaba en la tensión superficial de su vaso de coca-cola.
El desarrollo de la novela es igual al desarrollo de estos dos adolescentes (el que rechazaba el mundo y la que se sentía rechazada por él) que, por la ley de la casualidad, se dieron la mano en otro cumpleaños (el de Viola, una fresca de mierda). Ahí es donde confluyeron las heridas aún abiertas de Mattia y Alice y donde empezaron a sumarse sus historias. Veamos si sé resolver el binomio de estos dos chicos que se necesitaban el uno al otro para aprender a moverse dentro y fuera del agua. El resultado es la intimidad fluida y fascinante de estos dos seres solitarios pero casi consecutivos, como los números primos gemelos… Y, claro, como primos gemelos que eran, siempre los separaba algún número par. Michela estaba entre ellos. O el padre de Alice. O las fotografías con las que ella incluía o excluía a su antojo partes de la realidad. O esos números que podían llevarse a Mattia a una Universidad extranjera…
Desenredar la madeja interior de seres que no quieren ser retratados no es tarea fácil; sin embargo, este libro consigue reflejarlos en páginas que parecen superficies líquidas. La rigurosa descripción que hace el autor de la psicología de los números primos es uno de sus mayores aciertos.
Obligada por su padre, Alice della Rocca asistió a una escuela de esquí hasta que, con ocho años, decidió apartarse del grupo para hacer pipí y acabó en un barranco, presa del sentimiento de abandono en una niebla luminosa que infundía más miedo que la oscuridad.
Al invierno siguiente, Mattia Balossino decidió dejar a su hermana Michela en el parque que cruzaba el río e ir solo a la primera fiesta de cumpleaños a la que los habían invitado. No quería quedar mal acudiendo de la mano de una retrasada que solía hacer de mariposa y que él deseaba ver salir volando.
La última consecuencia de ambas decisiones será la soledad; una soledad que brotará en sus respectivos conjuntos familiares y se desarrollará en progresión geométrica, hasta dejarlos solos entre sus iguales, convertidos en “números primos” (sólo exactamente divisibles por uno y por sí mismos).
Me gustan las matemáticas ─mezcladas aquí con el drama humano─; sin embargo, cuando el comienzo me dejó sin aliento, me quedé mirando el libro toda seria, como haciéndome cargo de la situación, y consideré con detenimiento la posibilidad de no seguir leyendo. Me preguntaba qué podría pasar después, y temía saberlo. ¿Identificarme con criaturas tímidas como ellas solas a quienes nadie oye llamar a las puertas? Fue el autor, Paolo Giordano (Turín, 1982), quien me obligó a seguir ha-cia-de-lan-te. Éste es su primer libro pero, ¡coño!, sabe cómo contar con palabras sencillas la historia de esos dos personajes (convertidos más tarde en matemático y en fotógrafa). Giordano es científico. A él también le gusta contar y contar (historias y números), y dispararnos el flash (de sus números y de sus historias) en plena cara. Iba yo aún con parsimonia por su libro, como si cometiera allanamiento de morada, cuando él empezó a soltármelo todo (lo de la decisión, lo del barranco, lo del río…), sin querer parecer melodramático. Bajo su promesa de que la vida seguiría, apilé un mazo de folios en la mesilla, con los bordes igualados; me calcé mis mullidas pantuflas, y seguí con lo mío. ¡Apañada estaría si me rindiera! Allí mismo ─todavía aquí─, leí su novela de punta a cabo. No sé qué corriente sutil me unía a ella, pero la sentía como una extensión natural de mis miembros. ¿Cómo conseguiría Giordano que todo cuadrase? Intentado despejar la incógnita, no me movía ni a la de tres… salvo para pasar el dedo por el filo cortante de las hojas.
Los protagonistas me resultaban atractivos… aunque, eso sí, de una manera espantosa. Cuando se conocieron, a los 15 años, Alice era una chica anoréxica de escualidez inquietante, andares asimétricos y aire ensimismado, que ya había dejado de jugar a hacer el ángel en la nieve. Convertida ahora en un… diablo cojuelo, ya sólo jugaba a recordarle al padre que había destruido su vida y que fue su afán competitivo lo que la dejó fuera de la competición. De ahí en adelante, en vez de ir “a por ellos”, Alice se tragaría lo que tuviera que tragarse con tal de que aceptasen a una patizamba a quien nunca elegirían reina de nada. Se lo tragaría todo menos la comida, eso sí que no. Estaba dispuesta a engañar el hambre hasta borrar del mapa por completo ese odioso fantasma de sí misma.
También Mattia había cambiado. Antes tenía la cabeza gacha porque su hermana le daba vergüenza; ahora se avergonzaba de sí mismo. Desde que soltó la mano de Michela ─y, más tarde, su madre se guardó la suya en el bolsillo para no dársela a él─, sólo apretaba sus dedos contra cosas afiladas. Su padre solía mirarlo como si se fuese a cortar las venas. Por eso, en su casa, no se nombraba a Michela. A pesar de sus notas altísimas, ahora era Mattia quien parecía retrasado. La cabeza se le hundía entre los hombros, bajo el peso del remordimiento; así que intentaba llenarla de abstracciones, que pesan menos. Una decisión era para él un código binario: uno o cero. Para perderse en la sobremesa, trazaba líneas rectas con migas de pan (al contrario que Pulgarcito); o pensaba en la tensión superficial de su vaso de coca-cola.
El desarrollo de la novela es igual al desarrollo de estos dos adolescentes (el que rechazaba el mundo y la que se sentía rechazada por él) que, por la ley de la casualidad, se dieron la mano en otro cumpleaños (el de Viola, una fresca de mierda). Ahí es donde confluyeron las heridas aún abiertas de Mattia y Alice y donde empezaron a sumarse sus historias. Veamos si sé resolver el binomio de estos dos chicos que se necesitaban el uno al otro para aprender a moverse dentro y fuera del agua. El resultado es la intimidad fluida y fascinante de estos dos seres solitarios pero casi consecutivos, como los números primos gemelos… Y, claro, como primos gemelos que eran, siempre los separaba algún número par. Michela estaba entre ellos. O el padre de Alice. O las fotografías con las que ella incluía o excluía a su antojo partes de la realidad. O esos números que podían llevarse a Mattia a una Universidad extranjera…
Desenredar la madeja interior de seres que no quieren ser retratados no es tarea fácil; sin embargo, este libro consigue reflejarlos en páginas que parecen superficies líquidas. La rigurosa descripción que hace el autor de la psicología de los números primos es uno de sus mayores aciertos.
“¡Uau!, enhorabuena, Paolo”, dije en voz alta, cuando acabé. No pude evitar un acceso de envidia ante la maestría con que, mostrándome abstracciones, el autor me había hecho ver realidades tan concretas. Dejé el libro con cuidado sobre los folios de mi mesilla. Había apuntado en ellos algunas frases que raspaban como la arena y que, hoy, no me salieron paralelas. Hablaban con tal rigor de la soledad pura, que mi cuarto parecía una catedral del fin del mundo.
En lo alto, luce un sol que ciega, pero antes de salir a respirar, que falta me hace, añadiré una cosa: el desenlace de la historia llegará cuando Mattia y Alice se desenlacen. Cuando se abran sus conductos lacrimales y sus heridas acaben disolviéndose en lágrimas. Cuando su adolescencia cicatrice y su dolor se vuelva leve como el recuerdo de un recuerdo; cuando tengan fuerza suficiente para cargar el peso de las consecuencias; cuando la vida haga palanca en la rutina y los inunde en asuntos tan simples como la gotera de un grifo; cuando se den cuenta, como por encanto, de que están delante de otra de esas decisiones que pasan una página en la vida; cuando hagan recuento de lo que les queda y descubran que el sol no se ahoga en el mar una vez al día y que ellos también ─al amanecer─ podrán salir solos de sus respectivos barrancos.
La vida, como siempre, ahí sigue ─así así─, “Q.E.D.”.
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