domingo, 9 de febrero de 2014

VUELA, PENSAMIENTO, HASTA VERDI Y WAGNER

¡Vuela, pensamiento!, susurro cuando un fulminante rayo celeste me derriba desde los relucientes instrumentos. Estoy en el Concierto Conmemorativo del bicentenario de los nacimientos de Verdi y de Wagner. Abro las alas pronto y me dejo llevar por un tremendo remolino de motivos misteriosos. Los mechones de una melodía infinita van formando madejas de muchos colores. Hay hilos que se rompen; cordones que se trenzan… Ciertos sonidos, como olas, generan olas nuevas que me arrastran adentro, entre repeticiones y sorpresas. ¿Estaré condenada a vagar eternamente por este encrespado océano de notas?
“El holandés errante”, George Grie

Adivino el patrón de las olas y me poso en la cresta. La música se hace visible, ¡bendito milagro! No necesito entender ni alemán ni italiano para hacerme una idea de cada historia. Los coros y la orquesta sirven para lo mismo: entrelazar sus voces y tejer ante mí la progresión de un drama imaginario. Unas voces imitan a las otras, y la rueda que se pone en movimiento: me conduce, me impulsa, me arrastra, me refrena…
La travesía que trazaron los compositores lleva incluida su propia brújula. Veo los enredos dramáticos en los enredos musicales. Las situaciones se vislumbran a través de la orquesta. La partitura sabe de artes mágicas: de su chistera va saliendo piedad, tristeza, seducción… Es como si, en lugar de notas, el pentagrama estuviese marcado con temas: el amor, el poder, la envidia, la venganza, el peso de la conciencia. ¿La clave?: la subjetividad… Wagner y Verdi la pautaron para que incluso yo, que no sé de solfeo, imaginara sus obras. Bellísimos contrastes mantienen mi atención. Insólitas escenas de alegría frente a tragedias sobrecogedoras. Esto es puro delirio emocional. Salvajes sueños de éxtasis. Si hay que ver una procesión de antorchas, arde la música.

¿Serán mis nervios sobreexcitados porque mi hijo está en el escenario? ¿O es por la introducción de Rubén? Sí, quizás sea él, porque el cielo se ha abierto. En los distintos tonos, presiento distintos planos. En una línea melódica entrecortada y anhelante, imagino un amor apasionado; en los pizzicatos, agitadas emociones; en los motivos insistentes, propósitos malvados… El suspiro del clarinete es angustia de amor. Las cuerdas se estremecen cuando la dama llora...
El espacio se llena de melodías sedosas que visten a los reyes de las piezas. El metal que los corona aquí es más valioso que el oro. Y lo mismo se aplica –medida por medida– a los harapos del pobre hombre y a la armadura del caballero. Según sea el tejido musical que los cubre, voy intuyendo yo el carácter de los personajes. Ahora son deidades guardianas; ahora, ministros del infierno. Oigo el aliento vencedor de los soldados en canciones que respiran gloria y el conflicto interior de algún atormentado en pianísimos lamentos misteriosos. El esplendor de los ídolos egipcios hace que mis pendientes reluzcan. Para las heroínas, subidas en un trono, junto al sol, hay un vestuario también idealizado que las empuja a un mundo de pasiones, sacrificios y renuncias. Los coros se disfrazan con sus propias voces y con las voces de los instrumentos. Al pasar la hoja, cambian de apariencia: ahora se me figuran comitivas nupciales; ahora, marineros escandalosos. La orquesta los viste de muertos vivientes o de gitanos zapateando en un tablao. Es el sonido el que los hace esclavos, trovadores, amorcillos que juegan a distraernos o sacerdotes siniestros como tigres sedientos de sangre…

Será cosa del diablo o de las hadas, pero se arma ante mí un colosal montaje que me conduce a mundos legendarios. Las doradas alas de la música me llevan a los Jardines colgantes de Babilonia, a la Alemania Medieval, al París de 1700 o al Egipto del Imperio Nuevo. Tan pronto me veo en la gran puerta de Tebas como en las abruptas costas de Noruega. Bajo la oscura bóveda de un Templo egipcio o en la cubierta de un barco fantasma que se abrió paso hasta mí como una mole sonora, agitando sus mástiles negros bajo la tormentosa bóveda del cielo.

Un silencio expresivo me hace ver que todo ha terminado. Me quedo un rato conmocionada, como fuera del mundo. Aunque tengo la garganta fría, intento gritar “¡Bravo!” y me sumo a la cálida ovación del público.
Éxito de la Orquesta Iuventas y la Federación Coral de Madrid en el Auditorio Nacional
El director me ha parecido, a la vez, flexible y disciplinado. Supongo que ha debido de ser complicado combinar tantos grupos corales. También a sus órdenes, la Orquesta Iuventas, me ha sonado dúctil y sutil, preciosa.

–Di a ese niño tuyo que ha tenido un hermoso día de reinado –se despiden mis amigas en la puerta.
Miro la luna blanca para recobrar la razón y la fuerza. ¿Y si, en vez de parar un taxi, vuelvo en una carroza tirada por cisnes? Inspiro el dulce aire de la noche y me encuentro con Verdi, el asteroide. Todavía quedan arpas por aquí, colgadas de las copas de los sauces.

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