lunes, 10 de marzo de 2014

RECITAL DE CÁMARA EN EL MUSEO DE LA CIUDAD

Ayer abrí una carpeta sin nombre en mi ordenador y me reencontré con las fotografías que hice en el Museo de la Ciudad, de Móstoles; en el Recital de Música de Cámara con que alumnos y profesores del Conservatorio Rodolfo Halffter despidieron el primer trimestre. Esas fotos estaban olvidadas a propósito: son malísimas. Pese a todo, ayer, cuando los músicos reaparecieron en mi pantalla y los vi a lo lejos, entre las cabezas desenfocadas que abarrotaban la sala, no me importó demasiado mi incompetencia como fotógrafa.

Escuchar música de cámara es un placer tan relajado como el de bordar al sol… u observar los avatares de una hoguera. Si el encuentro con esos pequeños grupos ocurre en una sala del Museo de la Ciudad, entre sus cálidas maderas, aún siento más esa serenidad otoñal.


No hacen falta  buenas imágenes para hacer resonar en mi memoria piezas como las de aquel programa; impresiones que no se enturbian ni con el ruido de mis fotografías.


Esa es la razón de que mis recuerdos saquen algo en limpio de los borrones verdes de aquellas imágenes. Mirándolas me acuerdo, por ejemplo, del ambiente mágico en que me colocaron las dos piezas de Max Bruch que abrieron el concierto. Ni siquiera tamaño desenfoque ha impedido que, hoy, el delicado diálogo entre la viola y el clarinete, bajo la constante compañía del piano, se materialice de nuevo.
Había escuchado en casa a mis dos hijos, ensayando juntos y por separado las partes que les correspondían de piano y de violín en la pieza de Carl Böhm. Ahora, ante sus retratos, me viene a la memoria que, cuando escuché  el trío completo en aquella audición –con el violonchelo de Eduardo del Río–, la obra me pareció nueva (toda una revelación); de apariencia ligera, pero vigorosa, eficaz, encantadora…

También el Haydn que pude disfrutar aquella tarde en el Museo de la Ciudad, sin tener que ser yo princesa de Esterházy, me resultó de lo más inspirador.
Lo mismo digo de Mozart, tanto del alegre Divertimento como del Cuarteto. Incluso en mis fotos puedo presentir el recogimiento intimista de los antiguos salones de Milán, sin haber tenido que salir de Móstoles.

Aunque yo estaba en la última fila, recuerdo que, aquella noche, tras la pieza de Almicare Ponchielli que cerró el programa, vi un lápiz en una silla y pensé que era el de Almicare, que había venido a firmar las partituras de los jóvenes músicos que las habían tocado.


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