“Hasta ahora, cada vez que he imaginado tu cara
tras escuchar tu nombre en un concierto, he sonreído”, pensé con una mueca
tímida, cuando vi el rostro de Jorge Maldonado.
Aquel 21 de
diciembre, ocho meses después de que su espejo lo viese por última vez, me
reencontré con el reflejo de un gran hombre en la gran pantalla del Teatro del Bosque, donde estaba
empezando a celebrarse el Concierto de
Navidad del Conservatorio Rodolfo Halffter. Observé su
retrato e intenté reflejar su alegría en mis facciones. Lo había hecho siempre
sin proponérmelo. Lo malo es que, en esta ocasión, las comisuras de mis labios
temblaban con una risilla efímera y quebradiza; tan quebradiza y tan efímera
como esa pompa de jabón que es nuestra vida.
Aunque luego
la música lo iría animando todo, el silencio inicial no me dejó alegrar, en un
principio, la sombra de mis cejas. Ni poniéndole al mundo ojos broma. Se abrió
el telón y, como en uno de tantos acertijos chistosos, apareció la sonrisa de
Jorge. Anunciaba una película hecha con los recortes de una vida vivida… para
siempre jamás…
Yo intenté
sonreír, como otras veces, pero una dentellada de mi boca me dijo: “Algo va mal, muy mal: esto no se parece a
una sonrisa”. Entre Jorge y el público, en la penumbra, empezó a respirar una
orquesta infantil. Las gentiles siluetas de unos cincuenta músicos (niños y niñas)
interpretaban la Segunda de “Tres maneras
distintas de Caminar”, de Pablo Berlanga. Las aladas almas de sus instrumentos flotaban en el aire con
elegancia. Había tanto cariño en los altos andamios de esas notas como
delicadeza. Sentidas, contenidas, templadas con un mimo difícil de entender en chicos
de su edad… Aquel era el primor con que envolvían el mejor regalo que podían
hacerle a Jorge: el acompañamiento de su música. Supongo que la muerte de un
amigo –al fondo del escenario– enciende el corazón y lo refrena… ¿O no?
Un silencio.
Un aplauso. Y, ya, cuando mi llanto estaba a punto de estallar, Mateo Lorente, el director
del Conservatorio, pronunció unas palabras para él. Fueron esas palabras
auténticas las que desataron tormentas de lágrimas. Mateo las regaló sin
envoltorio; por sorpresa, fuera de programa. Las dijo en un susurro, como si le
estuviese doliendo el aliento, pero volaron nítidas y sin vacilación hasta
clavarse en nuestros oídos agitados.
Y la cosa es
que no se dirigía a nosotros. Habló de Jorge con Jorge mismo; acerca de su infancia
truncada, de sus pérdidas, de sus obligaciones tempranas y de los empujones que
le dio la existencia. Esto es ser hombre:
horror a manos llenas. Mateo citó el destierro de Jorge de Argentina y ese
otro –peor aún– destierro de sí mismo. Le agradeció la literatura, la música y
las artes que inundaron sus días hasta llenar los nuestros. Evocó muchas cosas: su
brillante uso de la palabra; esa madeja que Jorge solía liar con hilos de la realidad y de los pensamientos; el miedo que sentimos cuando nos dice el médico que
somos, ¡cómo no!, carne de cementerio y nos asalta el pánico de no haber hecho bien
las cosas… o no todas las que debimos… Si le hubiera podido contestar –supongo–,
Jorge habría recordado lo que Borges, Miguel Hernández, Ángel González, Juan Ramón Jiménez y otros muchos poetas piensan
sobre el asunto. La muerte es una vida vivida y la vida una muerte que viene. Nos
mira desde un espejo sin porvenir; se acerca con pasos mudos; aparece al primer
suspiro, y nos convierte en jinetes que nunca
llegan a Córdoba.
Suspendidos
como marionetas en un denso silencio –ni carraspeos ni tos–, el público, los
músicos y yo oíamos a un hombre emocionado hablar con un amigo cuya vida se
estaba deslizando en la pantalla. ¡Cuánto penar para morirse uno! Mateo miró la
proyección del modo en que se mira al más allá, pero sin ambición de muerte.
Tampoco ponía voz de sepultura, aunque era el otro mundo el que parecía vivo. De
este lado, todos éramos sombras; almas en pena que no se contentaban con que
Jorge las hubiese perdido. Sólo relucía él, el genio de la lámpara. Él sí
resplandecía; era como si hubiese colgado su sombrero en una estrella… Incluso
quienes no le conocieron se conmovieron en el teatro aquella noche, ante su
brillantez. Debían de imaginarle como fue: una de esas bellísimas personas sin
las que ponemos al mundo en peligro de convertirse en un estercolero.
“Diste color a la lectura y música al
acompañamiento. Son muchos los chicos, como tú les llamabas, que han compartido
literatura, horas de charla amigable, de cafés, de escucha, de aprendizaje
mutuo…”, dijo Mateo, mirándole directamente.
Y,
así, mientras veíamos imágenes para llenar mis álbumes vacíos con las facetas
múltiples de Jorge (padre, hijo, esposo,
oyente, luchador, lector, animador, artesano, claridad, bruma…), Mateo fue
de su corazón a sus asuntos; los de Jorge, los de “los chicos”, los míos, los
nuestros… El director del Conservatorio expresó –en tono poético, pero con
sencillez y gran ternura– su gratitud hacia el bibliotecario, un compañero del
alma que “navegó entre océanos de poesía”.
“Navegó”, pensé yo. Pretérito perfecto. El
tiempo de surcar por un poema está perfectamente terminado. Simple pasado. Ayer y siempre ayer, y así hasta ahora. Mañana
será nunca y no será mañana… Nunca más. ¡Ojalá que Mateo hubiera dicho “navegaba”!, eso habría significado que aún
había esperanzas de volver a hacerlo. Hasta que entendí que aquella película
que estábamos viendo era una obra póstuma
del tiempo y la memoria, había
sido sábado toda la mañana. Ahora, de repente, ya no era ni lunes. Para Jorge,
al andar la jornada, la vida había sido aventada de un soplo. Un vendaval sobre
aserrín había borrado toda la hermosura del mundo: el silencio, la música, la
Navidad, los libros, el compañero que le estaba hablando, y el público en la
penumbra…
¿Cómo
no iba un pensamiento así a descolgar las comisuras temblorosas de mis labios?
¡Vaya hachazo! Aún teníamos
que hablar de tantas cosas… Empecé a charlar sobre los “temas poéticos” en 2010;
pero, hasta hoy, nunca debatí acerca de la
MUERTE con el poeta. Y, ahora, “Nunca” era “nunca”. O tal vez no. ¡Qué
tiempo el tiempo! Tal vez, aún, Jorge pudiera ser mi apuntador, puesto que aún documenta
mis recuerdos. No está la cosa para andar con “olvidanzas”. Traer a mi memoria los versos de lija que él me recitó es mi
única manera de desamordazarle. Con eso me conformo, ¡qué remedio!; aunque
sospecho que, de estar aquí, Jorge tararearía alguna canción última muy
distinta a estas en las que yo pienso. Marcaría con cintas negras algún poema
póstumo; algún salmo a lo fatal, al ayer; a los límites de ese viaje definitivo
que nos deja sin hogar, sin árbol verde,
sin pozo blanco… y sin nosotros mismos.
Deseo que mis cenizas sean lanzadas a dos ríos, Guadamía y Guadalemar; ya irán a dar a la mar. Sin prisas. Sin misas. Con muchas canciones. Que suene la música que yo no me llevo. Me voy con lo puesto, pero con lo puesto debajo de la piel: confío en abrigarme desde las entrañas, con algunas notas. Lo quiera yo o no, la batuta se queda. Me temo que lo triste no es desaparecer en medio de un París con aguacero (sin que afuera perduren ni mi sol ni mi sombra); me temo que lo triste es no llevarme conmigo París, una dehesa de encinas, algún bufón de Asturias, algún volcán de México, la soledad, el páramo, la lluvia, los caminos de La Milana, un Viña Alfonsina, un poco de amor impregnado a mis células, una charca de ranas, un vuelo nocturno por la Patagonia y una isla desierta. Mientras unos y otros la vamos poblando, todos perderemos, del lado de acá, estas páginas que el viento desordena; libros de partituras, álbumes de fotos, poemarios y cuadernos que ya nunca abrirán ni Jorge ni mi padre, ni Pepe, ni Javier…
¡Cómo
desearía no haber empleado puntos suspensivos!
Perdona
mi tristeza, querido lector. No pretendo que te lleves una idea equivocada del
concierto. He liado la madeja yo también: me resisto a llamarle “Muerte” a esta
película. El discurso de Mateo, aunque lo haya entretejido a una lúgubre red de
pensamientos, fue breve, emotivo, precioso… Tras él, siguió la música:
bellísima. En sólo unos minutos, yo recobré el aliento y, con él, la esperanza
de que Jorge me espere muchos años.
Eché
en falta dos joyas que aguardo cada curso: algún concierto para violonchelo
(deliciosamente interpretado siempre por Eduardo del Río) y la actuación anual del Ensamble de saxofones que dirige
Vicente Sempere. Aun así, fue un
encuentro muy bonito; tan alegre como Jorge habría deseado. Dos lágrimas
rebeldes quedaron en mis ojos otro rato. Sonreí al colorido de los coros,
todavía, entre esplendorosos arcoíris; pero llegué al Mambo de la Banda
Sinfónica de Enseñanzas Profesionales con palmadas y sonrisas felices (ahora,
sí). Entre la Orquesta Infantil (dirigida por Mª Dolores Encina)
y la Banda (dirigida por Alexandre Schnieper) hubo mucha y buena música de los distintos Coros y las
Orquestas de Cámara y Sinfónica de Enseñanzas Profesionales, también a cargo de
Álex. Aquí dejo el programa.
¿Cómo
no iba a animarme? Estupendas adaptaciones de Pablo Berlanga habían puesto timbales
en nuestros habituales villancicos. La novedad más sabrosa fueron los arreglos que
realizó Manuel Villuendas para adaptar Tres Danzas Populares de Béla Bartók a la Orquesta Infantil. Magníficos.
Villuendas es otro de esos genios generosos que apoyan a las Orquestas del
Rodolfo Halffter y estrechan lazos entre generaciones en esta gran familia de
la música. ¿Sabían que fue uno de los profesores de Violín de Lola, la
directora de los pequeños que interpretaron esas Tres danzas en el Concierto de Navidad? Me habría gustado poder
asistir yo misma a la Clase Magistral que les había regalado días antes a los
chicos, porque Manuel Villuendas ha alternado siempre su carrera violinística
con la dirección de orquesta, la enseñanza y la música de cámara. Actualmente
dirige la International
Youth Orchestra (IYO). ¿No te llena de orgullo que un artista como
él proteja, aprecie, enseñe a nuestros músicos?
Hoy, para el
día de Reyes, querido lector, quiero que me regales amor al arte. El amor y el
arte, como algunas heridas, son telones que no se cierran. Entonces, siempre,
acuérdate del poeta (me refiero a
cualquier creador: de oficios, de habilidades, de cariño…); porque, aunque su
cadáver, ¡ay!, siga muriendo entre otros mil millones de cadáveres, aquí lo que
palpita es la belleza que él dejó en nuestra vida.
“Alentadas amapolas”. Foto: Carmen Montalbán
Ver “Los conciertos del curso 2013-2014”
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