No quería que me llegasen las vacaciones y me
tuviese que marchar a Asturias (donde no dispongo de ordenador) sin haber
hablado de este concierto. También me daba miedo de que mis elogios a los demás
encuentros del curso (todos muy merecidos) me restasen credibilidad a la hora de
aplaudir éste, que me pareció excepcional. Para los escritores, el clímax es el
clímax: hay que preparar la cuesta arriba (sin sobrepasarla en ninguna ocasión)
si no queremos que la cumbre se quede por debajo de su sitio.
El nivel de los conciertos del último
trimestre en el Conservatorio Rodolfo Halffter, de Móstoles (Madrid) ha sido muy alto; mayor, cuanto más
cerca de fin de curso. Pero, ahora, entre esos picos, el que quiero destacar es
un… ochomil, digamos.
Se celebró el día 12 de junio, en el Auditorio
del Rodolfo Halffter. Yo acudí a escuchar a mi hijo Daniel, que es un violín de
la Orquesta Sinfónica. Recuerdo que
había estado a punto de no ir, porque ese día tenía obligaciones inaplazables...
casi inaplazables, mejor dicho (de hecho, las aplacé). Me sorprendió que Dani
no insistiera en que fuese a verlo a él: lo que le dolía es que me pudiese
perder a Aldo Mata.
Aldo Mata en el Rodolfo Halffter. Foto:
Carmen Montalbán
–Tienes que ir
mamá. Aldo Mata es Catedrático de Violonchelo en el Conservatorio
Superior de Salamanca. Ha actuado como solista en Estados Unidos, América del sur, Asia
y Europa. Ha tocado en Viena, Portugal, Croacia, Bélgica, Francia, Italia,
Alemania, Colombia… y ahora viene a Móstoles. Entrada libre hasta completar aforo. ¡Qué
oportunidad! ¿No sabías que ha tocado con Gutman y Rostropovich?
Lo pensé mejor. Aldo
Mata había formado parte de la Filarmónica de
Medellín, la Sinfónica de
Castilla-León, la Orquesta de RTVE
(invitado como primer chelo), la Sinfónica Nacional
de Colombia, el European Royal
Ensemble, la Orquesta Ibérica,
la Sinfónica de la
Universidad de EAFIT, la Orquesta Andrés
Segovia, el Coro Tenebrae…
Con todo ello, un artista como él se había prestado, desprendidamente, a tocar
con estudiantes como mi hijo, en la Sinfónica del
Rodolfo Halffter. Como dice Lola: el artista, cuanto más grande, más generoso.
Orquesta Sinfónica. Foto: Carmen Montalbán
De modo que aplacé
mis compromisos y acudí, por supuesto. Dani no se equivocaba: Aldo Mata es genial. La segunda parte,
en la que lo acompañaron los alumnos del Rodolfo Halffter fue muy bonita. La
Orquesta Sinfónica del Conservatorio tocaba el primer movimiento del Concierto
para violonchelo y Orquesta Op. 104
de Antonín Dvorák. Alexandre Schnieper dirigía la
orquesta. Disfruté de esa obra. Me gusta la pieza. Me parece fluida,
espectacular, vistosa… Sin embargo, a pesar de que la sinfónica estuvo mejor
que nunca, su actuación no fue lo más espectacular del año; lo mejor –con
diferencia– había ocurrido ya, en la primera parte del programa.
Aldo Mata,
Alexandre Schnieper y la Orquesta Sinfónica del Rodolfo Halffter
Quienes hicieron
magia verdadera no fueron los estudiantes (aunque no faltó mucho para que lo
lograsen); quienes hicieron magia fueron los maestros Aldo Mata y Eduardo del
Río, que interpretaron la Suite Op. 16
para dos cellos, de David Popper.
Conseguí sitio delante, frente a un escenario
distinto a como suelen organizarlo. La orquesta tenía menos anchura, pero tanta
profundidad, que las sillas de los dos miembros del dúo rozaban la primera
fila... Desde donde me senté, escuchaba su respiración y casi podía tocarlos;
así pues, no se me escapó nada. Ni habría podido yo, aunque lo intentase,
escapar de su embrujo.
Aldo Mata y Eduardo del Río. Foto: Carmen
Montalbán
Todo empezó con una mirada. En la música de
cámara, hay que estar atento al otro; y mucho más en un dúo. Aldo Mata miró a
Eduardo del Río; Eduardo del Río le sonrió, y empezaron a hablarse con los ojos.
Sus chelos comenzaron a cantar. Las frases musicales que entonaban iban
anunciadas por esa cuerda invisible –tensa,
pero elástica– que se tendía entre sus párpados. “Escuchando” sus miradas, comprendí
que Aldo y Eduardo no sólo estaban tocando una pieza que ambos se sabían a la
perfección; estaban en un plano superior hacia el que nos llevaban a nosotros: la
interpretación.
Sonreí yo también. Recordaba esta frase de una
de mis novelas: “Echó el cuello hacia
atrás para mirarla aún con más deseo. A mi modo de ver, parecía un gallo que
acaba de encontrar una lombriz”. Y esta otra: “Llené mi
pecho de aire. Quería romper la cuerda que parecía tenderse de repente entre
los ojos de él y los de ella, pero me desinflé”. Ambas citas me habían
venido a la mente porque también en los cortejos amorosos existe esa atención y ese
encandilamiento en la mirada. Igual que en un buen dúo, todo aquello que hacemos
cuando cortejamos se puede presentir en el tira y afloja de esa cuerda. Los
ojos (la atención que prestamos y nos prestan) hablan de una relación viva,
llena de interferencias entre el uno y el otro. “Te observaré mientras me
escuchas y, dependiendo de cómo respondas, seguiré este camino o buscaré otra
senda”.
Yo no habría sentido tantísima vida en la Suite
de Popper si el dúo sólo estuviese tocando notas. Me daba la impresión de
que esas notas que se
escuchaban no estaban escritas en ningún papel, sino que los miembros del dúo las
elegían de entre un sinfín de opciones, a cada segundo. Siempre frente senderos
que se bifurcan. Aldo y Eduardo respondían a lo que expresaba el otro como si no
supieran ni ellos mismos dónde les llevaría su exploración. Te observo, te escucho, pienso, reflexiono,
decido… Creo que sí, que
tomaban decisiones. Hacían música; una música que tendía puentes entre sus
chelos, como si cada instrumento templase las cuerdas del otro. “Me pondré
gracioso si hace falta, hasta que pueda hablarte en un susurro”, se cortejaban
los violonchelos. Todo era tan vivo, que me parecía imposible que ese
dúo hubiese estudiado con metrónomo: antes, habría seguido latidos de corazón. Yo
estaba muy cerca, y tan emocionada, que hubo momentos en que pensé que era mi pulso
el que marcaba el ritmo…
O sea, que viví la Suite op. 16 para dos cellos de David
Popper (perdónenme esta niñería los músicos) como si presenciase el cortejo de
los violonchelos de Eduardo del Río y Aldo Mata. Para mí, esa obra era el trino
de dos aves del paraíso o el frufrú de las plumas del pavo real. Ahora cantas tú, y
yo te acompaño. Ahora canto yo, y tú me respondes. Ahora giro a tu alrededor, a
ver si te convenzo con mi gracia.
Aldo Mata movía mucho el cuerpo, porque su violonchelo
no tenía pica. Es un chelo de 1787 (del
lutier italiano Giuseppe Nadotti) que Aldo sujeta al vuelo, entre las pantorrillas. Sus
cuerdas están hechas de tripa de animal (no sé si cerdo o cordero). Su sonido
es muy peculiar, diferente a otros chelos que yo haya oído... más bravo, más… orgánico. Si de veras hubiese estado presenciando un cortejo de
pavos reales, éste sería el macho. Lo digo porque era el Violonchelo I;
por el timbre de su voz (que abría sus colores frente a mí, en espectacular
abanico), y porque su falta de apoyo hacía que Aldo Mata tuviera que bailar mucho
con el cuerpo, al ritmo del arco. Eduardo del Río respondía con dulzura: sus
pianos eran tan delicados, que ponían la carne de gallina y causaban emociones
de ternura y de cariño.
Tras disfrutar de la música. Foto: Carmen
Montalbán
Mi hijo Dani me dijo, después del concierto,
que los esfuerzos que exige cualquier carrera musical valen la pena si, de
repente, un día, se hace disfrutar al público de la manera en que él había
disfrutado. Se abrazó a sí mismo, impresionado todavía; se quedó pensativo un
instante y, como pensando en voz alta, susurró: “¡Vaya por Dios! Ni siquiera sé
si nos necesitaban. Habrían tocado a gusto hasta sin público”.
Volví a acordarme del gallo que se encuentra
una lombriz. Tal vez, lo que yo presentí como un cortejo no había servido para
que los chelos se enamorasen entre sí: tal vez había servido para enamorar al
auditorio: la lombriz. Enamorar es convencer, y a mí también me dejaron convencidísima.
Esos dos violonchelos no habrían podido ser más comunicativos ni aunque yo
entendiese su lenguaje. Habían exhibido el color de los ojos de sus plumas para
cautivarme y lo habían logrado. Tampoco yo he escuchado algo tan bello en mucho
tiempo, de modo que le eché a mi hijo la mano al hombro, y exclamé: “¡Vaya por
Dios!”
Ver más: “Los
conciertos del curso 2012 / 2013”
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