Mi hijo Andrés estudió La catedral sumergida de Debussy al mismo tiempo que yo revisaba
Palabras
mayores, una novela que terminé hace tiempo. Él iba a participar en un
Concierto Didáctico –El piano a través de la historia– y yo quería enviar a una editorial más mi manuscrito.
Me encerré en otra habitación, para no distraerme con el rumor del piano; aun
así, trabajé como envuelta en su bruma (…A ese piano le pasa lo mismo que al océano:
me habla de algo muy grande incluso aunque su voz no sea más que un susurro que
me llegue de lejos). Yo soy de muy adentro, pero el mar abre brechas: me
concentro mejor con marea alta. Aquellas olas de impresionismo que rompían en
los muros de mi cuarto hacían más y mayores mis palabras. Tal era la crecida de
mis letras, que ni se me ocurrió buscarles
coincidencias con las notas en que Andrés fondeaba.
“La catedral sumergida”, pensé, pero no quedé anclada
en la idea de que también mi iglesia estaba hundida. Palabras mayores transcurre en un pueblo imaginario, Aguado, que
acabó sus días al fondo de un pantano imaginario, tras la construcción de una
presa. La campana de su iglesia dobló hasta quedar cubierta por el agua, en el
último instante… dobló incluso mucho después, pues fue un asunto más sonado que
la campana de Huesca. Digo esto porque mi obra, además de contar una historia
que no viene a cuento ahora, habla de diversas leyendas de la tradición oral (de
esas cosas que dicen que decía el otro) y de un pasado que pervive en lo más
hondo del presente; un pasado que todavía resuena (si es usted un editor, esta
obra aún está disponible… ya, aprovecho).
En fin que, mientras La catedral sumergida de Debussy emergía en mi salón –de los dedos
de mi hijo–, me hundí cómodamente en Aguado, sin que me importase demasiado el
porqué de esa fluidez que también me traía entre manos yo. Tenía la encarnizada
voluntad de crear algo moderno con dichos y palabras que regresan de atrás, con
eco renovado. Tanto me empeciné en este propósito, que lo que me costó un
esfuerzo imprevisto fue hacer que se callasen las campanas de mi imaginación antes
de acompañar a Andrés al concierto didáctico.
En realidad, se trataba de dos conciertos con el mismo
programa; uno a las 10 y otro a las 12:30. Los organizaba el Departamento de
Piano del Conservatorio Rodolfo Halffter. No estaba claro que yo
pudiera asistir a ninguno de los dos, porque este tipo de eventos se organizan
para grupos (el de por la mañana para el Grupo Amás y el Colegio Público de Leganés Andrés Segovia; y el de mediodía para
el CEIP de Leganés Miguel Delibes y el Manuela Malasaña, de Fuenlabrada). Por fortuna, esta madre,
que pasó por allí como al descuido, a ver si se colaba, lo logró, pues había tres
o cuatro asientos libres. Aranzazu
Urteaga, la tutora de mi hijo, y Julia
Osca, la profesora que se encargó de convertir en didácticos ambos
encuentros, me invitaron a quedarme.
Julia Osca. Foto: Carmen Montalbán
Presencié un concierto muy bonito y muy bien
interpretado. Lo dieron siete alumnos del Conservatorio: Sergio Jiménez (Sonata de Scarlatti); Margarita
Eva Rula Kaminska (Impromptu
Nº 3 de Chopin y estudio Op.42 de Skriabin); Mario Lucas (Evocación de Albéniz); Eduardo de Santos (Fantasía Impromptu de Chopin); Amanda Ruiz Montes (Pavana para una
infanta difunta, de Ravel), y Lucía
Rodríguez (tema de la banda sonora de Amélie,
de Yann Pierre Tiersen),
además de Andrés.
Julia los presentó entre pieza y pieza. Habló de lo
que iban a tocar y del compositor de cada obra; de su vida, su época, su
singularidad… Las explicaciones que les dio a los niños me fueron llevando desde
un viejo clavecín del XVII hasta las pantallas de cine de hoy día.
Todo lo que Julia explicó me pareció interesante; sin
embargo, cuando más me impresionó fue cuando dijo que para componer La
Catedral sumergida, el asombroso preludio que iba a interpretar Andrés,
Debussy se había inspirado en la tradición oral y nos contó la leyenda bretona
de la ciudad de Ys, que quedó sumergida por el mar del Norte; bajo cuyas aguas gélidas
pueden verse aún, con marea baja, los cimientos de la catedral. Mientras yo me
estremecía de arriba abajo con la revelación, Julia, la dueña de la llave de
esa remota ciudadela, nos dijo que decían que, en las noches tranquilas, aún se
pueden distinguir fantasmales campanadas en los susurros del viento (más
sonadas, ya digo, que la campana de Huesca).
Entre un escalofrío y otro, se me
vino a la cabeza Murakami y el mar interior de “Kafka en la orilla”. Ese tipo de leyendas y de símbolos son
para el escritor japonés –creí entender cuando leí su novela– como bloques de
piedra sumergidos en el subconsciente, con los que los artistas construyen el
arte y –gracias a los cuales– los demás lo sentimos como algo grande, aunque
nos encerremos en otra habitación.
Los dedos de mi hijo estaban preparados mientras yo fantaseaba
con reinos desconocidos, marineros, sirenas, reyes de amarillo y cuervos rojos…
Luego, Julia le pidió a Andrés que tocase las “notas-campana” y –tras
sugerirnos que cerrásemos los ojos– que interpretase la pieza completa.
De Izquierda a derecha: Mario Lucas, Lucía Rodríguez, Margarita
E.R. Kaminska, Andrés Poncela, Eduardo de Santos, Sergio Jiménez y Amanda Ruiz
Montes. Foto Carmen Montalbán.
Debussy,
Andrés, Julia, el impresionismo, los ojos cerrados, la marea alta… todo me
invitaba a soñar despierta. No sé muy bien si, temblando bajo aquellas aguas
limpias, apareció el reflejo maravilloso e impresionante de la catedral de Ys o
si lo que apareció fue la modesta iglesia de Aguado; si la Bahía de los Muertos
o si el cementerio hundido a los pies de Cerro Caracol, en el pantano... De una
cosa estoy segura, en cuanto Andrés sacó su fortaleza de las profundidades, quedé
encandilada. No pensaba en Debussy como en un músico: para mí, era un arquitecto.
¿De qué forma habría ordenado las líneas del pentagrama para trazar con ellas los
planos de esa visión monumental? La
catedral que yo vi crecer entre la bruma dulcemente sonora de su música, pesa;
sale de lo más hondo chorreando agua (un agua sonora, pero sin dureza) hasta
convertirse en algo imponente, flotante y sordo, que el mar vuelve a engullir
al final de la pieza: el silencio absoluto. En la impactante belleza de esa
música estaba la clave de que, mientras yo corregía mi novela, me sonase con
tal claridad la campana de Aguado: la había forjado escuchando los carillones espectrales
–do-re-sol– que Debussy tañía en su catedral.
… (“DEBUSSY EN LA ORILLA”.) (Como aprendí en el concierto didáctico, Debussy indicó los títulos de sus preludios al final de
cada pieza, entre paréntesis y después de puntos suspensivos, de manera que el
intérprete pudiera descubrir sus propias impresiones sin estar condicionado por
sus ideas iniciales).
Ver más: “Los
conciertos del curso 2012 / 2013”
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