Querido lector… lector… lector…
Una tarde de otoño, poco antes de irse a dormir la
siesta, la que escribe estas palabras se dio cuenta con espanto de que sentía
una gran prisa. La prisa no es rara en ella, que siempre va volando en su
escoba meteórica; lo extraño es que, de repente, hasta sus gafas de leer se
veían apuradas y afanosas.
Su prisa se debía, apacible lector, a que llevaba
meses sin hacer ni un solo comentario. Debía escribirte algo acerca de algún libro,
antes de que empezases a dudar de si ella habría existido. ¡Pero rápido!
Cerró los ojos para concentrarse. Tenía el corazón
desbocado.
– ¡Eh! ¡Alto! –exclamó, intentando calmarse.
Sin embargo, antes de que pudiera evitarlo, ya había
decidido qué libro buscar para enviarte, en una carta urgente, la cita que le hubiese
recortado.
“Caracol”. Foto: Carmen Montalbán.
No había encontrado el libro, y ya escribía la carta,
mentalmente.
Querido, queridísimo lector… lector…
lector:
Repetía tu nombre porque,
hasta aquí, habar contigo era más importante que lo que pensara decirte
después.
He elegido cuentos infantiles porque
hoy no tengo tiempo para historias largas. Se llama “Cartas de la ardilla, de la hormiga, del elefante, del oso…”. Está
escrito por Toon Tellegen y tiene
unas preciosas ilustraciones verdes y anaranjadas de Axel Scheffler. Su portada era blanca. Una ardilla intentaba
escribir, en un pupitre, una carta a las cartas. Aunque he perdido el libro, lo
recuerdo bien, porque se lo leí a mis hijos muchas veces, cuando ellos no
sabían leer. Un cuento cada noche,
durante mil y una... más o menos. No voy a detenerme a echar la cuenta; pero,
mientras lo busco como loca, todos sus animales vienen a mi memoria,
apresurados, como traídos por ráfagas de viento. La ardilla, la hormiga, el
elefante, el oso, el topo, el gorrión, el cuervo… Aquí están todos. Llegan de todas partes y se
suben unos a hombros de los otros, para que yo los nombre en el comentario que me
he propuesto empezar ya mismo, con libro o sin él.
Tras dos o tres horas de búsqueda, cuando estaba a
punto de ponerse el sol, la abajo firmante seguía rebuscando en las
estanterías, rodeada por montañas de papeles. Parecía arrugada como una carta
vieja. A gritos, resoplando, preguntó:
– ¡Pero bueno, libro!, ¿dónde te has perdido?
Ya ves que su pregunta fue algo extraña, pero estaba
mareada de ver pasar títulos a toda máquina por delante de sus gafas de cerca. Como
sudaba a mares, abrió la ventana y dejó entrar al viento. De pronto, los
montones de letras descosidas que había por el pasillo se agitaron. El librito blanco
y verde-anaranjado que asomó debajo crujió de gusto al verse libre de peso.
La abajo firmante saltó sobre él; aspiró su olor a
resina y exclamó:
– ¡Por fin!
Entre las páginas perfumadas había una carta que el
aire (¡Misterioso cartero!) hizo revolotear hasta sus manos. No venía firmada, pero
tenía la letra de la mujer que te habla (que se había escrito ayer a sí misma
para que charlasen hoy el futuro y el pasado).
“Tu carta”. Foto: Carmen
Montalbán.
Pensando en que las cartas siempre nos encuentran, por
muy perdidos que estemos, la destinataria desdobló la nota, miró a todos lados
y leyó (con las gafas ya casi en calma):
“¿Estás pensando en leer a toda
prisa las “Cartas de la ardilla…”?,
¿igual que si cruzases una calle? ¡Espera un momento que me dé un pellizco! La
idea de que alguien pase por la literatura con atosigamiento (así, como quien
juega a las esquinas) no cabe en la cabeza que tú y yo compartimos... sin
partirla.
Después de tantos años, has
recordado el libro porque era amable y bello. Se lo susurraste a tus hijos mil
veces y hoy resuena en su memoria y en la tuya con más fuerza que un grito. Aunque
con la apariencia sencilla e inocente de un cuento para niños, sus cartas y sus
notas forman muy “sutilmente” todo un tratado
de comunicación. Así es como se dice: “sutilmente”. Y (si quieres encontrar
su doble fondo) también es así como debes volver a entrar en este libro: de
puntillas.
Pasar a toda prisa por las cosas
sutiles es como pasear por el jardín en apisonadora. Esta frase era tuya. Está
escrita a lápiz, en el margen del libro, en medio de la mancha de tu sombra.
Recuérdala si vuelves a entrar en este libro; porque (esta idea se me acaba de
ocurrir) el jardín de la literatura siempre será uno de los más cuidados. Pasa despacito, respira y disfruta; no tienes
que hacer más.
El autor también se tomó su tiempo
en elegir las palabras justas. Te susurró frases maravillosas, pero sin abusar.
Quedaste impresionadísima. Así es el lenguaje
literario: con tal de dejarte perpleja, estudia hasta el último detalle. Si
vacila, es a propósito: para no parecer redicho. Saca tu vida de contexto –a
posta– y recuerda –a propio intento– cosas que nunca ha vivido. Pone el sol en
tu honor, saca de paseo a la luna, y te hace creer que vas en un barquito,
hacia el océano... Lo suyo no es mentir; es inventar. Si él habla de un pastel,
la boca se te endulza con manjares que no hay en tu cocina. El lenguaje
literario tiene ese poder: todo lo que él dice se hace realidad. No es más que
lenguaje empeñado en gustarte, en perdurar, en quedarse contigo todo el tiempo
del mundo; por eso te escribe cartas perfumadas con miel de roble que él mismo
te lee con cantar afinado. Por eso se pone su traje de flores: la literatura. ¡Estaríamos
buenos si tú, que tanto presumías de literata, se lo arrugas por andar con
prisas!
En fin, me despido. Despídete tú.
Súbete en una rama del haya o húndete en alguna madriguera, y piérdete a placer
en las cartas y en las notas de estos animalitos. No hay otra manera de leer
que echando el rato. Adiós. Buen viaje. Si lo pasas bien, tu carta al blog ya
se escribirá sola.
La abajo firmante acabó de leer estas palabras con los
últimos rayos de sol. Recogió del suelo las “Cartas de la ardilla, de la hormiga, del elefante, del oso…”, y contempló
la tormenta que se acercaba. Se moría de ganas de leer; así que se acercó a su
ordenador, con cuidado de no pisar los papeles desparramados, y pensó en ponerte,
querido lector, unas palabras cálidas, de despedida. Mientras las escribía, entre
hondos suspiros, se fue la luz. Éstas fueron las tres últimas frases que le
dictó a su teclado, antes de marcharse a buscar una vela:
Queridísimo
lector:
Ya
no tengo prisa.
Carmen Montalbán.
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