jueves, 15 de noviembre de 2012

“Cartas de la ardilla, de la hormiga, del elefante, del oso…”, Toon Tellegen – Axel Scheffler


Querido lector… lector… lector…

Una tarde de otoño, poco antes de irse a dormir la siesta, la que escribe estas palabras se dio cuenta con espanto de que sentía una gran prisa. La prisa no es rara en ella, que siempre va volando en su escoba meteórica; lo extraño es que, de repente, hasta sus gafas de leer se veían apuradas y afanosas.
Su prisa se debía, apacible lector, a que llevaba meses sin hacer ni un solo comentario. Debía escribirte algo acerca de algún libro, antes de que empezases a dudar de si ella habría existido. ¡Pero rápido!
Cerró los ojos para concentrarse. Tenía el corazón desbocado.
– ¡Eh! ¡Alto! –exclamó, intentando calmarse.
Sin embargo, antes de que pudiera evitarlo, ya había decidido qué libro buscar para enviarte, en una carta urgente, la cita que le hubiese recortado.

“Caracol”. Foto: Carmen Montalbán.

No había encontrado el libro, y ya escribía la carta, mentalmente.
Querido, queridísimo lector… lector… lector:
Repetía tu nombre porque, hasta aquí, habar contigo era más importante que lo que pensara decirte después.

He elegido cuentos infantiles porque hoy no tengo tiempo para historias largas. Se llama “Cartas de la ardilla, de la hormiga, del elefante, del oso…”. Está escrito por Toon Tellegen y tiene unas preciosas ilustraciones verdes y anaranjadas de Axel Scheffler. Su portada era blanca. Una ardilla intentaba escribir, en un pupitre, una carta a las cartas. Aunque he perdido el libro, lo recuerdo bien, porque se lo leí a mis hijos muchas veces, cuando ellos no sabían leer.  Un cuento cada noche, durante mil y una... más o menos. No voy a detenerme a echar la cuenta; pero, mientras lo busco como loca, todos sus animales vienen a mi memoria, apresurados, como traídos por ráfagas de viento. La ardilla, la hormiga, el elefante, el oso, el topo, el gorrión, el cuervo…  Aquí están todos. Llegan de todas partes y se suben unos a hombros de los otros, para que yo los nombre en el comentario que me he propuesto empezar ya mismo, con libro o sin él.
Tras dos o tres horas de búsqueda, cuando estaba a punto de ponerse el sol, la abajo firmante seguía rebuscando en las estanterías, rodeada por montañas de papeles. Parecía arrugada como una carta vieja. A gritos, resoplando, preguntó:

– ¡Pero bueno, libro!, ¿dónde te has perdido?
Ya ves que su pregunta fue algo extraña, pero estaba mareada de ver pasar títulos a toda máquina por delante de sus gafas de cerca. Como sudaba a mares, abrió la ventana y dejó entrar al viento. De pronto, los montones de letras descosidas que había por el pasillo se agitaron. El librito blanco y verde-anaranjado que asomó debajo crujió de gusto al verse libre de peso.

La abajo firmante saltó sobre él; aspiró su olor a resina y exclamó:
– ¡Por fin!

Entre las páginas perfumadas había una carta que el aire (¡Misterioso cartero!) hizo revolotear hasta sus manos. No venía firmada, pero tenía la letra de la mujer que te habla (que se había escrito ayer a sí misma para que charlasen hoy el futuro y el pasado). 
 
“Tu carta”. Foto: Carmen Montalbán.

Pensando en que las cartas siempre nos encuentran, por muy perdidos que estemos, la destinataria desdobló la nota, miró a todos lados y leyó (con las gafas ya casi en calma):

“¿Estás pensando en leer a toda prisa las “Cartas de la ardilla”?, ¿igual que si cruzases una calle? ¡Espera un momento que me dé un pellizco! La idea de que alguien pase por la literatura con atosigamiento (así, como quien juega a las esquinas) no cabe en la cabeza que tú y yo compartimos... sin partirla.
Después de tantos años, has recordado el libro porque era amable y bello. Se lo susurraste a tus hijos mil veces y hoy resuena en su memoria y en la tuya con más fuerza que un grito. Aunque con la apariencia sencilla e inocente de un cuento para niños, sus cartas y sus notas forman muy “sutilmente” todo un tratado de comunicación. Así es como se dice: “sutilmente”. Y (si quieres encontrar su doble fondo) también es así como debes volver a entrar en este libro: de puntillas.
Pasar a toda prisa por las cosas sutiles es como pasear por el jardín en apisonadora. Esta frase era tuya. Está escrita a lápiz, en el margen del libro, en medio de la mancha de tu sombra. Recuérdala si vuelves a entrar en este libro; porque (esta idea se me acaba de ocurrir) el jardín de la literatura siempre será uno de los más cuidados. Pasa despacito, respira y disfruta; no tienes que hacer más.
El autor también se tomó su tiempo en elegir las palabras justas. Te susurró frases maravillosas, pero sin abusar. Quedaste impresionadísima. Así es el lenguaje literario: con tal de dejarte perpleja, estudia hasta el último detalle. Si vacila, es a propósito: para no parecer redicho. Saca tu vida de contexto –a posta– y recuerda –a propio intento– cosas que nunca ha vivido. Pone el sol en tu honor, saca de paseo a la luna, y te hace creer que vas en un barquito, hacia el océano... Lo suyo no es mentir; es inventar. Si él habla de un pastel, la boca se te endulza con manjares que no hay en tu cocina. El lenguaje literario tiene ese poder: todo lo que él dice se hace realidad. No es más que lenguaje empeñado en gustarte, en perdurar, en quedarse contigo todo el tiempo del mundo; por eso te escribe cartas perfumadas con miel de roble que él mismo te lee con cantar afinado. Por eso se pone su traje de flores: la literatura. ¡Estaríamos buenos si tú, que tanto presumías de literata, se lo arrugas por andar con prisas!
En fin, me despido. Despídete tú. Súbete en una rama del haya o húndete en alguna madriguera, y piérdete a placer en las cartas y en las notas de estos animalitos. No hay otra manera de leer que echando el rato. Adiós. Buen viaje. Si lo pasas bien, tu carta al blog ya se escribirá sola.

La abajo firmante acabó de leer estas palabras con los últimos rayos de sol. Recogió del suelo las “Cartas de la ardilla, de la hormiga, del elefante, del oso…”, y contempló la tormenta que se acercaba. Se moría de ganas de leer; así que se acercó a su ordenador, con cuidado de no pisar los papeles desparramados, y pensó en ponerte, querido lector, unas palabras cálidas, de despedida. Mientras las escribía, entre hondos suspiros, se fue la luz. Éstas fueron las tres últimas frases que le dictó a su teclado, antes de marcharse a buscar una vela:
Queridísimo lector:
Ya no tengo prisa.
Carmen Montalbán.

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