miércoles, 10 de noviembre de 2010

La biblioteca conmemorativa "Murakami"

Murakami elige una biblioteca conmemorativa como principal escenario de “Kafka en la orilla” porque su novela es un homenaje a toda la literatura; especialmente, a la japonesa y a sus libros más antiguos y olvidados.

Como todo en esta obra, también la biblioteca es un sendero bifurcado, pues se desdobla en varias: la biblioteca conmemorativa Kômura, en la ciudad (especializada en tanka y, por tanto, tan llena de simbolismo como la cabeza de Satoru, el niño inconsciente); la biblioteca de la cabaña, a los pies del bosque (llena de conocimientos, pero más “occidental”, como la cabeza de Kafka Tamura); y la biblioteca del claro del bosque (tan vacía como saldrá de allí la mente de Nakata cuando el niño del bosque despierte)… Todas ellas son lugares tan idóneos para el recogimiento, que también yo me he quedado a vivir algún tiempo en este particular almacén de belleza y de sabiduría. Más allá de sus puertas ─las cubiertas de esta novela─, puede borrarse el mundo, volver a dibujarse de otra forma, y empezar a latir, únicamente, entre las páginas de los libros.

Según algunos autores, los primeros tanka se escribían en un abanico y su utilidad era transmitir entre los amantes mensajes que sólo entendieran ellos. Kafka y Nakata ─esos dos personajes disgregados del protagonista inconsciente, como si formasen parte de un jardín de senderos que se bifurcan─ únicamente podrán conectarse entre sí si agitan ante sus ojos el abanico de esos libros que son puertas a otros mundos; puntos de contacto entre distintos niveles de la mente, las culturas y el tiempo.

Eso es, precisamente, para mí, “Kafka en la orilla”: una biblioteca conmemorativa que nos abre las puertas al mundo de la literatura. Su simbolismo parece capturado de algún sueño. Cuando abro esta novela ocurre algo, aunque yo todavía no sepa qué. De entrada, el tiempo desaparece y mi sombra se despega de mis pies. Da un poco de miedo, porque “Kafka en la orilla” emite, como el bosque del que habla, un hipnótico olor a peligro. Lo curioso es que, a pesar de ser profunda como un abismo, esta novela resulta divertida y fácil de leer. Es como un viejo sueño con múltiples significados que conecta conmigo a través de no sé qué túnel profético. Me deja inmersa en algo maravilloso que, a la vez, queda en mí, muy adentro, en ese pozo sin fondo en que no existen las letras. Quizás no es muy exacto llamarle libro a esto. “Kafka en la orilla” no es una novela, es la biblioteca conmemorativa de Haruki Murakami, como he dicho. Me basta con dejarla junto a la almohada para que me abra la puerta a otros libros que ahora nombraré.

Porque, así como el protagonista se refugia dentro de una biblioteca, en esta novela encuentran refugio muchas obras literarias. Ya he mencionado “El jardín de los senderos que se bifurcan”, ese cuento de Borges que habla de mundos paralelos y que yo presiento en estas estanterías (aunque, el tomo, no lo llego a ver). La estructura de “Kafka en la orilla” recibe también la influencia de “Las mil y una noches”. La versión de Burton es el primer libro que Kafka Tamura lee en la biblioteca conmemorativa… ¿Leería ese libro, antes de desmayarse, el niño del bosque o se lo estarán leyendo, ahora, junto al oído, para que recupere la conciencia? Sea como fuere, las tres tramas de Murakami parecen fluir de sus marcos concéntricos. El protagonista se encuentra dentro de un recipiente llamado yo; y, dentro de él, hay otro recipiente, y otro… A
sí es como yo me lo imagino: el niño del bosque tarda en despertar, precisamente, porque su mente se esconde en su biblioteca interior (todos llevamos una dentro) y, revolviendo estanterías, transforma a la persona que es ─Satoru Nakata─ en personaje ─Kafka Tamura─… Mil perdones: transforma al personaje de Murakami en per-personaje, mejor dicho.

Hasta el nombre de esta re-creación ─Kafka─ sale de los libros que el protagonista lleva tatuados en el corazón. Porque este gran lector ha leído a Kafka, por supuesto (le fascina “La colonia penitenciaria”). En mi opinión, no sólo adopta el nombre de este autor porque se haya ganado a pulso un significado propio (lo kafkiano ha venido a calificar lo absurdo con más información y más matices que la palabra “absurdo”), sino porque Kafka nos hace creer en una literatura con realidad propia, no como alegoría o como metáfora. Nuestro héroe, un día, se levanta y ─como fruto de una metamorfosis instantánea, sin intervención propia (que sepa él) ni evolución que le vaya llevando al presente─ se encuentra convertido en Kafka Tamura.

Su conflicto central ha salido, pues, de las tragedias griegas: héroe arrastrado por el destino hasta la otra orilla (esta biblioteca). Es de estas tragedias de donde salen las funestas profecías que obsesionan a Kafka Tamura. En los estantes de la biblioteca en la que se refugia, vemos obras de Eurípides, Esquilo, Sófocles, Homero, Platón… Las amenas tertulias con el bibliotecario nos harán presentir la presencia de Ulises; de Electra; de Edipo; de Casandra

Quizás Kafka Tamura encuentre, en lo que lee aquí, alguna explicación para lo que le ocurre. Podrá empezar por fijarse en los espíritus vivos del Genji Monogatari; en los “Cuentos de la lluvia y de la luna”, de Veda Akinari; en “El minero”, de Natsume Sôseki… En las estanterías de esta biblioteca hallará muchos clásicos de la literatura japonesa. También podrá echarle una ojeada a La Biblia y entresacar escenas del Apocalipsis. O buscar alguna luz en los análisis del subconsciente de Freud y Jung. O ampararse en lo que T. S. Eliot llamaba “hombres huecos”. Y, si lo que busca es una explicación social, podrá echarles un vistazo a aquellos párrafos de Rousseau en los que afirma que la civilización nació cuando la raza humana empezó a levantar barreras. O acordarse de los soldados desaparecidos, de los cadáveres congelados de las guerras, de las matanzas a gran escala, y leer sobre la campaña que Napoleón llevó a cabo en Rusia o sobre el juicio de Adolf Eichmann, el “Ejecutor”, siempre a la sombra del sueño perverso de Hitler…

“Sí, pero ¿qué ocurre si, un día, no encuentras ni un solo libro en esa biblioteca?”, me preguntaría, en esa coyuntura, la mujer llamada Villa-Dios (también yo me he hecho con un álter ego, para el caso). ¿De qué echarías mano si no te ves en una biblioteca llena (Kafka Tamura), sino en una biblioteca vacía (Nakata)? Sería una buena pregunta; porque nuestro héroe, un día, se levantó y ─como fruto de una metamorfosis instantánea, sin una evolución que le hubiera llevando al presente─ se encontró convertido en un idiota. Había perdido su memoria de los libros y su facultad de leerlos, y había acabado siendo un viejo analfabeto, más vacío que una bañera cuando le quitas el tapón. No entendía historias largas ni razonamientos complicados. No recordaba “Las mil y una noches”, de Burton, ni los cuentos tradicionales de Charles Perrault o de los hermanos Grimm… Aún así, según la hipótesis que lanzo aquí, los libros le habían dejado su impronta; si no, ¿por qué ─también de pronto─ sueña con volver a leer?

Aunque siempre va muy limpio, Nakata me huele a épocas pretéritas, como los libros antiguos. Presiento que, pese a que su vida no sea un cuento de hadas, les debe su alma mágica a esos cuentos. El viejo Nakata es Hansel buscando a Gretel en el bosque en que él mismo se perdió. Acaricia las piedras al estilo de Aladino, como esperando ver salir a un genio. Es una especie de Juan sin miedo (no entiende ese concepto abstracto) que duerme más que la Bella durmiente, que ha visto con sus propios ojos al hombre del saco, y que ha matado al flautista de Hamelín, por atreverse a robar almas con
los ecos de su música.

Así es como yo me lo imagino: cuando el niño del bosque recupera la conciencia, lo que se queda oculto en su subconsciente es, precisamente, su biblioteca interior. Pienso esto porque muchas de las acciones de Nakata en la novela parecen provocadas por la forma que ha tomado en su alma la ausencia de algún libro. En su inconsciente andará, por ejemplo, “Soy un gato”, obra del novelista japonés Natsume Sôseki, cuyo protagonista es un gato sin nombre (se lo pondrá Nakata, si lo encuentra) que, sin pretenderlo, ayuda a superar barreras y a descifrar enigmas. En los estantes vacíos de ese analfabeto todavía queda polvo de los “Cuentos de antaño”, más de mil historias manuscritas de China, la India y Japón que quedaron abandonadas en un templo budista hasta que fueron descubiertas en el siglo XVIII. ¿No ha de resultarme curioso que sea en un templo donde se encuentra la puerta de entrada que él anda buscando? ¿He de creer que es una coincidencia que lo que hay que hacer con esa piedra es, en un principio, dejarla junto a la almohada, como si fuera un libro de cabecera? Hay una obra de Sei Shonagon, de principios del siglo XI que se llama así, “Libro de la almohada” y que, me figuro yo, también ha dejado un cerco en los estantes vacíos del protagonista viejo.

Por todo ello, y pese a que él se tenga por un analfabeto, Nakata va detrás del mundo de conocimientos profundos y emociones desatadas que aún intuye en los libros (sobre todo, en los de Japón). Es como el espíritu vivo del samurai que, en los “Cuentos de la lluvia y de la luna”, recorre largas distancias para reunirse con su amigo; sólo que el viejo Nakata las recorre para reunirse consigo mismo. Es un alma en busca de dueño, y el dueño al que busca es (según mi hipótesis) su “yo” lector, que aún puede recuperar los libros que él guardó alguna vez dentro.

3 comentarios:

Flor de Campanilla dijo...

¡Genial! Mucha intertextualidad.

Carmen Montalbán dijo...

¡Gracias, Flor de Campanilla! Me alegra que te haya gustado. ¡Abrazos!

Unknown dijo...

🌹🌹🌹👍