miércoles, 1 de septiembre de 2010

“El último encuentro”, Sándor Márai


"No vale la pena indagar los detalles, cuando ya todo ha terminado. Pero en lo esencial, en lo verdadero, sí que vale la pena indagar, porque si no, ¿para qué he vivido? ¿Para qué he estado soportando estos cuarenta y un años? ¿Para qué te he estado esperando? Porque no te he estado esperando como el hermano espera al hermano infiel, como el amigo espera al amigo fugitivo, no; te he esperado como el juez y como la víctima, reunidos en una sola persona, esperan al acusado. Y ahora que tengo delante de mí al acusado, le pregunto y él se dispone a responder”.
Sándor Márai, “El último encuentro”.
El último encuentro” es una novela sobre la amistad; sobre las pasiones y sobre la búsqueda de la verdad. Su autor, el novelista y periodista húngaro Sándor Márai (1900–1989) escribió, además, “Divorcio en Buda”, “La herencia de Eszter”, “A la luz de los candelabros”, etc.
Hace muchos años, en mi adolescencia, tenía una amiga más íntima que una hermana. Todo lo que teníamos era común. Leíamos a la vez el mismo libro. Su amistad me cubrió con una capa mágica hasta que se marchó del pueblo. Su familia se trasladó, y yo, que era muy mía, no quise saber adónde ni por qué se iba. Sólo esperaba que el futuro la pusiera en mi camino una vez más y la obligase a llamarme por mi nombre. Y, en efecto, así fue. Una tarde de este verano, me crucé con mi amiga por casualidad en la ciudad en la que vivo ahora; lejos de donde nos conocimos. Salí de mi casa empujada por no sé qué sexto sentido. Paseaba por un parque cercano cuando presentí que me estaban observando. Me detuve a oler el aire como si alguien, por detrás, estuviese cargando una escopeta. Y, entonces, de repente, oí su voz desde el principio de los tiempos, preguntándome, “¿Carmen? ¿Carmen Montalbán?”. Me volví con precaución y la vi parada en medio del camino, con su libro en la mano. Me escrutaba entornando los ojos. Yo le sostuve la mirada ─creo─ hasta que ella salió del hechizo y corrió hacia mí, presa de una epidemia de alegría. Recuerdo muy bien que apreté su mano y que sentí en la mía, completamente vívido, el temblor de nuestros picaportes de antaño.

Antes de que pudiéramos acabar las odas a la casualidad, estalló una tormenta de verano. ¡Eso sí era llover! Nos secamos aquí, en mi casa, y ─cada cual con su toalla en la cabeza─ charlamos como niñas durante horas, con nuestras voces de viejas. Si alguna de las dos cometió algún delito, había prescrito en las aguas profundas de la infancia. Ahora, sólo tenía vigencia lo que valía la pena de contarse: los sueños, que se multiplicaron como murciélagos hasta que les llegó la hora de marcharse. Cuando se trata de revivir quimeras, el tiempo nunca sobra.

Pues, bien, cuando me quedo sola, al recoger las toallas, descubro de improviso que, debajo de la suya, mojada todavía, se ha dejado el LIBRO. Lo sostengo en las palmas de las manos, como quien halla el resto de un naufragio. Está abierto por la primera página, dedicado. Reconozco su firma y la fecha de hoy, el día de mi encuentro con esta historia. Los rayos penetran de alguna manera en la primera de las dos frases que hay sobre el garabato. Cuando consigo el ánimo necesario, me acerco a la ventana y me pongo a leerla: “Para Carmen Montalbán”. La dedicatoria en sí me la callo.

La noche suspira con tanta maldad, que tardo en comprender la importancia de mi nombre. Quiero creer que se trata de una alucinación típica de mí. O de una de esas dobles coincidencias... Son inusuales, ciertamente, pero lo que sí es imposible es creer que mi amiga no sólo me encuentra, sino que me busca, construye el momento. Por eso me estremezco al ver el título, tras dar la vuelta a la hoja: “El último encuentro”. No tengo ganas de acostarme todavía, así que le echo un vistazo al comienzo. ¿Cómo voy a dormir si ahora sé que mi amiga no llega como llegan las aves migratorias? Lo que hace, en realidad, es dar conmigo, igual que un cazador da con su presa.

A LA CAZA DE LA VERDAD

El último encuentro” era precisamente eso: un reencuentro. Después de 41 años de ausencia, el regreso de un viejo amigo hizo tambalearse de repente al protagonista de la historia (de la misma manera en que, leyéndola, me tambaleaba yo). Se conocieron en el internado de una Academia Militar de Viena, cuando eran muchachos, y fueron compañeros en lo bueno y en lo malo durante 22 años. Desde el principio, algo me hizo presentir que su ruptura estuvo cargada de fatalidad; y ─sentada en la misma silla en que había estado mi amiga hacía un momento─ aún descubrí otro detalle: que en el libro no se trataba tampoco de un reencuentro inesperado, sino de una venganza cuidadosamente pergeñada. Cuando comprendí esto, las 188 páginas del libro se transformaron, delante de mis ojos, en 188 demonios amarillos que vivían su propia vida misteriosa para que mi amiga cumpliera no sé qué avieso designio.

Los amigos de la historia de Márai se habían separado en 1899, tras una cacería en la que ocurrió algo. De repente, todo se deshizo. Konrád huyó como un malversador y Henrik se quedó esperándole en la soledad del bosque e indagando en el secreto que lo atemorizaba durante una eternidad: 41 años.

En mi primer día de lectura, me obligué a leer a mí misma, como si hubiera hecho un voto en este sentido, pero desconfiaba del protagonista. No sé ni cómo soporté oírle decir cosas como “Ella también era alguien, a su manera femenina”. No me identificaba con él en absoluto. Demasiado título y demasiado rango. Raramente me encontraba con su nombre. Era el Hijo del Guardia Imperial cuando se aludía a su infancia y el Coronel durante su vejez. Era severo como un hábito. Tenía poder, tenía dinero y un ejército de criados. A mí nadie me responde “Entendido, excelencia”, pero conozco eso que te estalla adentro con la fuerza de una tormenta de verano: la pasión, la única cosa de la que él carecía. El coronel soñaba con poder comunicarse con quienes esconden algo tan tremendo en las madrigueras del alma; pero, para él, era imposible pisar la orilla en que estaba su amigo Konrád (que se estremecía con la música) o su madre (que se echaba a llorar en mitad de un baile).

Mis diferencias con el protagonista nunca me han cerrado la entrada de un libro, ¡estaría yo loca! Después de todo, el Coronel no era un personaje negativo: creía en las cualidades de los hombres, en la búsqueda de la verdad, en la discreción y en la palabra dada. Lo malo es que era un anciano aburrido de 65 años que todavía vivía con su nodriza, de más de 90, en una mansión húngara de hace 2000 años, donde se desmoronaban los restos de sus antepasados. A su lado, el libro podía convertirse en una habitación de 17 pasos que me olería a tumba de piedra tallada... Con él, temía yo que todo me sonara a visto y calculado; a batallita magnificada, a la hartura de vida de quien (salvo para seguir esperando) no sabía para qué había despertado… Pero no fue así. La voz del narrador acabó atrapándome. Era amable como el murmullo de un bosque de abedules y consiguió enseguida que mis ojos se acostumbrasen a las distancias y que yo dejase de marearme con la agonía infinita de aquel páramo.

Imagino que fue la espera del encuentro anunciado lo que le puso tal brillo en la voz; que fue la espera lo que aireó los ventanales, llenó la historia de tensión, y me obligó a seguir leyendo. La fascinación se apoderó de mí como se apoderó del ciervo de la cacería, maravilloso y maravillado. Mientras se preparaba el desafío con la verdad, todo era una bomba a punto de estallar. El coronel seguía siendo enfermizamente meticuloso; sólo que, de pronto, anhelaba venganza: se había vuelto apasionado.

El encuentro se produce en el capítulo 11 (1ª inflexión de la novela). Los dos amigos se sientan en sendos extremos de una larga mesa y todo se hace presente, empezando por el verbo. Después de esta última cena, todo habrá acabado… Pero no tan corriendo. El secreto que envenena su amistad no conviene desvelarlo antes de tiempo. Hay que seguir el orden conveniente. En primer lugar, los hechos de la última cacería (2ª inflexión). Mientras se nos van mostrando los detalles, por las páginas flota la palabra “peligro”. Es el momento de las revelaciones. Se desvela el secreto (la verdad que él conoce y que se ha callado 41 años). En segundo lugar, las preguntas que 41 años no han podido apagar (la verdad que espera conocer de labios de su amigo). Esas dos preguntas no hablan de hechos, sino de motivos, y han de responderse con la vida entera. Eso no tiene vuelta de hoja… Tampoco el libro. He terminado.

Hoy también estalla una tormenta. Me asomo a los cortinales raídos del cielo pensando en lo que firma en realidad mi amiga. No hablo de la frase de la dedicatoria que no les he citado; hablo de los libros que leímos juntas, hace mucho tiempo. La amistad es una ley humana muy severa: une a los amigos de una manera determinante, como moléculas de un mismo cristal. No voy a revelarles el secreto de esta historia, pero se me ocurre que sí puedo hacer también yo dos preguntas. La primera, si el sentido de la vida no será alguna pasión como ésta, que me conmueve de pronto al inspirar el olor a tierra húmeda o al acabar un libro. La segunda, ¿Qué dedicatoria creen que le pondría yo a un libro que “olvidase” en el salón de ustedes? Firmaré más abajo; lean el libro y escriban lo que quieran.

3 comentarios:

Cath dijo...

Hoy lo leí por primera vez. Tengo que leerlo otra vez (con diccionario y con más tiempo) porque me gusta mucho esta mezcla de la verdad y el sueño. Donde está el limite, todavía no sé.

Carmen Montalbán dijo...

Hola, Kath: te agradezco mucho tu comentario y el esfuerzo que realizas traduciéndome. Respecto a lo que preguntas, qué es real y qué inventado, la narrativa es una ficción que contiene su propia verdad. Esa verdad tal vez no concuerde con la verdad exterior al libro (la que todavía nadie ha convertido en sueño), pero no por ello es menos real. Lo mismo sucede con mis comentarios. Cuando entro en un libro, la experiencia que vivo es verdadera; después, en el momento en que la cuento, por el hecho de relatarla, ya estoy haciendo ficción; ya dispongo de licencia para que aquello de lo que hablo adquiera otro nivel de realidad. No miento. El cuento que extraigo de cada libro tiene dentro su propia verdad, aunque la verdad que haya fuera del libro que he leído o del cuento que he escrito sea otra.

Anónimo dijo...

Hola, Carmen, perdona lo pedestre y vulgar de mi comentario pero, si bien el lenguaje de la novela me parece fabuloso y las reflexiones que desgrana el coronel también, con cargas de profundidad filosóficas importantes, no logro SPOILERRR comprender el silencio de Konrad ante la pregunta clave del coronel. Es que el romance existió pero el coronel se ha inventado lo de la cacería y el intento de homicidio, como un fenómeno cuasi delirante? Después de todo, una marca narrativa en favor de esta hipótesis es que la novela está de algún modo narrada o enmarcada en una narración en tercera persona, pero los hechos de la cacería no nos son dados por el narrador sino a través del relato del coronel. Konrad no afirma ni niega, quizás sabiendo que es inútil contradecir a alguien un poco tomado por la paranoia? El coronel quema los diarios de su esposa para no encontrar nada que contradiga su propia versión de los hechos, que constituyen la verdad a la que ha venido aferrándose durante cuarenta años? De veras agradecería mucho tu opinión sobre estas ideas, por más erradas o tontas que puedan ser.

Aníbal