miércoles, 8 de marzo de 2017

Alegría característica

Automáticamente, el viernes por la tarde, me subí al coche con mi familia. El vecino de abajo oyó los silbidos de Dani, el tarareo de Andrés, las castañetas de Eduardo y mi taconeo bailarín. Tan contentos nos vio, que nos deseó buen fin de semana. Cuando le dijimos que íbamos a Móstoles –ahí, al lado– (al Conservatorio Profesional de Música “Rodolfo Halffter”), dio un respingo de sorpresa. No fue mi alegría lo que le extrañó –aunque, últimamente, sea un bien tan escaso–; lo que de verdad no se podía creer él es que nos pareciese un “plan espléndido” gastar más de dos horas de nuestro tiempo libre “encerrados con cincuenta principiantes en una clase de orquesta”.



Él no sabía que estaba hablando de LA ORQUESTA DE LOLA, una de las orquestas de Enseñanzas Elementales más codiciadas por los estudiantes de música en España (a la vez, disciplinada y divertida). No sabía que actuarían en el Auditorio Nacional a primeros de abril, cuando su directora, María Dolores Encina, quiere estrenar la obra que el gran maestro Vicente Sempere Gomis ha compuesto para ella y para sus ávidos alumnos: Danza característica.  En fin, que no íbamos a colarnos en una clase cualquiera. Cuando le explicamos a nuestro vecino que aquella tarde de viernes el autor –Sempere– venía a estudiar su obra con los jovencísimos músicos, él se encogió de hombros. “Eso ni os va ni os viene”,  dijo, tras recordarnos que mis hijos ya no forman parte del Rodolfo Halffter, pues ambos cursan ahora estudios superiores.

Hicimos el camino aún más contentos. A pesar de que nadie se lo había pedido, Dani llevaba el violín. Se ofrecería a ayudar a afinar a Lola para tocar la Danza característica junto a los “músicos titulares”. Andrés había conseguido la partitura “de estraperlo” y la abrazaba con avaricia, como si fuera el mapa de un tesoro. Mis dos hijos la fueron silbando a primera vista y, sin pensar en lo que acababan de oír sobre las aventuras propias de sus veinte años, se lanzaron a ese mar de notas hechizados por las irresistibles sirenas de la música.

Bien por su felicidad y por sus ganas impetuosas de formar parte de aquel ensayo; pero, ¿qué pintaba yo en tal aventura? ¿Qué pintaba mi risa allí?

Llevo ya varios años crispada por la crisis. Los políticos actúan como si aprender música fuese un lujo; como si los estudios musicales (diez años más que cualquier otra carrera) fuesen una fineza para indolentes y perezosos. ¿Qué se creerán? Si hay algún regalo en esta vida, es el que, algún día, después de años y años de esfuerzo, los músicos (artistas, literatos, filósofos…) le harán al espíritu humano. Que los políticos que han arrancado nuestros bolsillos con la tijera corten también sus propias responsabilidades (políticas, económicas o académicas) me saca de quicio. Cuando escuché la entrevista de Mario Mora y Ana Laura Iglesias a Mateo Lorente, director del Rodolfo Halffter, se me cayó el alma a la alcantarilla. Se emitió en Clásica FM, el 27 de febrero. Os dejo aquí el enlace de You Tube; buscad el minuto 49:11 de El ático 103 (La caída de los conservatorios) y sabréis de qué indignación hablo.

Pero el viernes pasado era un día del futuro (de ese futuro que nosotros buscamos y los políticos entierran). Ya no había presupuesto ni recorte que pudiera conmigo. ¿A qué se debía mi risa? Siempre me ha gustado hacer fotos en los ensayos de las orquestas; especialmente, en el momento en que los músicos susurran para no interrumpir el descanso de sus instrumentos… ¿Era mi afición a la fotografía causa de mi felicidad irrefrenable? No.

Lo que me hacía feliz el día que digo era Sempere… como expectativa. Él iba a llegar pronto, por eso hervía el ambiente en el Rodolfo Halffter. Varios padres de exalumnos que conozco recuerdan todavía su visita anterior con una satisfacción inmensa (yo incluida). Fue en 2010. En aquella ocasión, el Maestro Sempere venía a ayudar a La orquesta de Lola  a estudiar Flor del Turia, otro de sus regalos impagables. Mis hijos entonces sí estaban “en plantilla” de la Orquesta de Grado Elemental. Dani tocaba el violín, Andrés el piano. ¡Cuánto han crecido!

 ¿Recordáis que, en mi entrada La generosidad y el buen hacer de Vicente Sempere Gomis, os conté que hubo un apagón y que los niños siguieron tocando a oscuras, sin ningún comentario, sin ninguna pausa, sin ningún signo de que se hubieran dado cuenta? Puro Titanic. Me impresionó tanta concentración. La flor del Turia se estrenó en Llíria (Valencia). También guardo preciosos recuerdos de aquel viaje… recuerdos inolvidables como los que traerán de París este año, cuando estrenen La marche, de Pablo Berlanga, en un Concierto de Intercambio con el Conservatorio Maurice Ravel.

¿Cómo no iba a prometérmelas felices al inicio del fin de semana que estoy relatando? Me constaba  que los alumnos de la Orquesta de Lola habían estudiado concienzudamente para aprovechar su encuentro con Sempere. Querían conocer al autor de la obra en la que llevan trabajando meses. A eso debía de deberse su ánimo chisporroteante de aquel día. Tenían todos la mente tan atenta como dispuesto a sentir el corazón. Y había que sumar, a su ánimo, el ánimo de Lola y su portentosa vocación pedagógica. ¿Hay algo más contagioso que su entusiasmo?

Entré en la sala pensando en ello y busqué con la vista un asiento vacío. Solo vi uno. Calculo que esa orquesta de Grado Elemental debe de tener unos cincuenta miembros; sin embargo,  a ese ensayo se habían presentado muchos más. Zigzagueé hasta la silla vacante por entre un mar de estuches abiertos y abrigos náufragos; entre niños y no tan niños…

Resulta que mis hijos no eran los únicos exalumnos que habían tenido la idea de dejarse caer por allí aquel viernes (casualmente, todos, con sus instrumentos). Al olor de la aventura musical de Sempere, era tal la afluencia de “afinadores”, que había subido la marea de atriles, invadiendo casi todo el auditorio… Siempre me han fascinado los lazos duraderos de esa orquesta.

¿Alguien dijo que aquél no era un buen plan?

El Rodolfo Halffter debía de ser para ellos algo así como la capilla de Montgauzy para Fauré… Lo leí hace poco, mientras preparaba otra entrada de este lentísimo blog.

Gabriel Urbain Fauré (1845-1924) era un músico francés. A los cuatro años, se trasladó al poblado cercano a Foix, al que habían enviado a su padre. En la escuela que éste dirigía, había una capilla con un armonio. Aunque, en un principio, el “plan” de pasar allí horas y horas debió de parecerle a aquel chiquillo mortalmente aburrido y deprimente, finalmente, jugar a tocar el armonio acabó haciéndole más feliz que ninguna otra cosa.

Fauré dijo al respecto: “Crecí, siendo un niño tranquilo de buen comportamiento, en un área de gran belleza [...] Pero la única cosa que realmente recuerdo es el armonio en aquella pequeña capilla. Cada vez que podía salirme corría hacia allí y me entretenía [...] Tocaba atrozmente [...] sin ningún método, completamente sin técnica, pero recuerdo que estaba feliz; y si eso es lo que significa tener vocación, entonces es una cosa muy agradable”.

…También Vicente Sempere se alegró de encontrar la sala llena. Él había compuesto su Danza característica (además de para cuerda y piano) para dos flautas, dos oboes, dos clarinetes, dos fagotes y dos trompas… pero la invasión de exalumnos había multiplicado el viento.  Se quitó el abrigo muy tranquilo y lo lanzó a bracear sobre una silla; contento de estrenar fin de semana con tamaña animación.

¡Qué bien aprovechó cada segundo! Desde lo alto de la tarima, acercó la vista al papel, pellizcó el primer compás, y cazó la nota al vuelo. No se le escapó nada. Hablaba en voz baja, pero se dirigía a sus músicos como a profesionales. Me alegré de volver a oír su voz: trepidante pianísimo. De su mano, pasamos de un sonido ligero y juguetón a una tristeza profundamente acogedora; de la gravilla retozona de la playa, al mar de fondo… entre sirenas de viento.

Su visión de la obra le transmitió agudeza a nuestro oído. La música se hizo palpable, para que pudiéramos jugar con ella. Con sus apreciaciones, me imaginé que todo era dulcemente espontáneo; pero, a veces, también, premeditado, veloz… Sé por mis hijos que la partitura tenía dificultades; no obstante, los escollos debieron de quedarse en lo más profundo del papel. A mí me alcanzaron tan solo notas efervescentes, despreocupadas…

A medida que Vicente hablaba, la danza se iba revelando por sí sola… ¡Qué digo por sí sola! Los intérpretes estaban inspirados y expresivos. Celebraban la música desde dentro de su propia “capillita” personal… perdón, comunitaria. En cada gesto del Director (siempre tan próximo), una invisible varita mágica esparcía una arrolladora vocación. Yo estudiaba con mi cámara la reacción de los músicos. Sus ojos, sonrientes y atentos, me parecían semillas germinando al sol. Estaban fascinados por la pieza. ¡Preciosa! Y por el maestro.

Salí del Rodolfo Halffter ya de noche; otra vez, bailoteando. Los músicos se iban más contentos aún de lo que habían llegado. “Yo, de mayor, voy a ser director de orquesta, como Sempere”. ¡Adiós! Seguid creciendo... a bocados de creación.

Yo también encontré el tesoro. Era una melodía como las olas: yendo y viniendo. La música es lo único que sobrevive al barco. También deshace rocas...

Creo que el abrigo de Vicente Sempere bajó a conserjería nadando solo.

¡Gracias, maestro! ¡Hasta la próxima!



2 comentarios:

Pilar Alberdi dijo...

Excelente artículo. La maravillosa dedicación de estos jóvenes y sus profesores a la música. Esto es cultura, de la buena, de la mejor, de la que se hace cada día con ilusión y alegría.

Carmen Montalbán dijo...

Muchas gracias, Pilar. Estos músicos se entregan de verdad; tienen buenos profesores y están muy, pero que muy ilusionados. Un fuerte abrazo.