Jovencitos con botines es un libro de cuentos del escritor
humorístico británico Sir Pelham
Grenville Wodehouse, (Guildford, 1881 - Nueva York, 1975), cuyas obras
describen con fina ironía la Inglaterra rural y aristocrática. Entre sus
novelas destacan: Amor entre pollos, El hombre con dos pies
izquierdos, El inimitable Jeeves, Jim de Piccadilly, Dinero
a espuertas, y la serie que se inicia con El castillo de Blandings.
___________________________________________________________________________LECTOR POR LOS PELOS
A la hora del almuerzo, los tres empleados de
Autos Campamento esperaban su turno en
la peluquería de La Charca, a las
afueras de Madrid. No tenían nada que leer, porque el peluquero había extendido
sus tres revistas en sus tres sillas, para que no le manchasen la tapicería con
la grasa del taller. El aprendiz se sentó sobre el rey de España de un Lecturas de hacía dos meses; hizo rodar
su asiento hasta el espejo y depositó la lata de cerveza que traía en la mano
encima de un libro que había en la repisa de los secadores. “Jovencitos
con botines”, susurró mecánicamente este jovencito de botas grasientas.
Luego, cuando el peluquero le metió la tijera, alzó la voz para formar tertulia.
–He venido a arreglarme las puntas porque mi
madre me ha puesto un ultimátum, pero traía la esperanza de ver a Anabel aquí y
quedar con ella.
–Yo pensaba invitar a comer a su abuela –dijo
el mecánico veterano, removiendo sus posaderas sobre la Duquesa de Alba de un Qué me dices de otro invierno–. Tengo
entendido que Aurelia y su nieta vienen todos los viernes a ponerse al
corriente de habladurías.
– En ese caso, no esperéis verlas –los
desengañó el jefe, dejándose caer sobre la baronesa Thyssen de un Hola de cinco semanas atrás–. Hoy es sábado.
– ¿Sábado? ¿Qué fue del viernes?
– Lo tuvimos –aseguró el peluquero–, justo
ayer. Lo que no hemos tenido esta semana es a Aurelia y a su nieta. Están
enfrascadas en una aventura.
El auditorio dio leves muestras de
incredulidad.
–Aurelia es a la aventura lo que un elefante
a un tonel –calculó el aprendiz.
– ¿De viaje?, ¿con sus pies? –preguntó el
veterano, ásperamente.
El peluquero agitó la cabeza y respondió, a
la vez, que sí y que no.
– A los lectores no les estorba la artrosis –tijereteó
con despreocupación–. Ni los años, ni la obesidad, ni los usuales etcéteras. Eso
dijo Carmen Montalbán el último viernes que vinieron. No sé si conocéis
personalmente a la buena de Carmen. Se empeña en persuadirnos de vivir nuestras
lecturas y parece que no hay duda de que, con las Martínez, lo consiguió.
Los mecánicos brincaron al unísono en sus forrados
asientos.
– ¿Lecturas? –clamó “Lecturas” anhelosamente,
como pinchado por la corona de la revista llamada así.
– Ya puedes preguntarlo, ya.
– Ya lo pregunto.
El peluquero, que era un tipo sagaz, dirigió
una mirada retrospectiva a través de las tijeras entreabiertas.
– ¿Queréis que me explique?... Pues veréis,
Aurelia y Anabel se han convertido en lectoras por los pelos. Quiero decir que la
mañana en que empezó su adicción andaban por aquí, echándose el tinte. A ellas
dos les tocaba detrás de Carmen, que había venido a ponerse mechas. Por si ese
viernes también se os ha olvidado, os recuerdo que hubo tormenta. El primer
cuarto de hora, transcurrió en una
apacible atmósfera: el “¡Vaya tiempecito!” de rigor, la charla
doméstica… Luego, cuando tenían las cabezas forradas con papel aluminio, entró por
esa puerta un jovencito con botines, sobrino de no sé qué conde, que nunca
había venido por el barrio.
– ¡Lo vi! –exclamó acaloradamente el jovencito
de las botas–. Salió de la peluquería con el primer relámpago y llegó a la
puerta del taller antes de que sonase el trueno. Yo estaba arreglando un
todoterreno cuando sus botines pasaron a mi lado a gran velocidad. ¿Qué le dijo
nuestro coro femenino de bellezas para hacerle correr como un Ferrari?
– Ninguna de las tres abrió la boca –suspiró
el peluquero, avergonzado–. Mientras yo le engominaba el pelo a él, reinó el
silencio.
– ¿Qué me dices? –silbó “Qué me dices”.
– Sorprendente, ¿verdad? Es veredicto unánime
que, si la charla decae, doy unos empujones infalibles para sacar temas a
colación. Esa fama tuve, al menos, hasta aquel día. Para evitar que La Charca
pareciese un sepulcro, saqué unos dulces y unas botellas que me sobraron de
Navidad, pero el conde era pasmosamente reservado. Para mí fue como un jarro de
agua fría. No le interesaba la crisis, ni la familia real, ni el PP….
Hubo un murmullo de los tres mecánicos, que
expusieron simultáneamente, y sin necesidad de ningún empujón, sus opiniones
sobre la corrupción del gobierno, las estafas de la familia real, y la
impunidad de los banqueros.
– En descargo del muchacho –les cortó el
peluquero, de un tijeretazo–, diré que para un figurín que se recorta el
bigotito no debe de ser fácil soportar la visión de tres cráneos al papillote,
¿no os parece?
Hubo una pausa no exenta de estremecimientos.
– Cuando acabé de engominarle, estaba tan
nervioso que, de aquí a la puerta, fue tropezando, una tras otra, con las tres
mujeres. La precipitación con que se marchó les dejó una honda huella. A la
vieja, en concreto, le aplastó los juanetes. ¡Pobre Aurelia! Su boca, llena de
polvorón, parecía un polvorín. Ella no es, ya sabéis, una dulce ancianita
inofensiva. El patoso era un bote de jarabe en sus manos. Llegó a la acera como
si no tuviera huesos y escapó completamente despeinado. Aurelia hizo pasar las
migas por su gaznate con un trago de anís e intentó seguirle a bastonazos, pero
lo dejó correr. Se quedó un rato atascada entre los brazos del sillón, con
medio polvorón en una mano.
– También yo intenté pillar a ese gato
escaldado –suspiró el aprendiz–; por dejarme hecho una sopa.
– Abuela y nieta quedaron más deprimidas que
sus zapatos viendo que aquellos botines se alejaban de su alcance. Saltó la
liebre; se abrió la veda y la buena de Carmen soltó con humanitario propósito que,
si te embarcas en una lectura, puedes dar alcance a todo tipo de personajes y
pisar sin dolor de juanetes cualquier lugar de este ancho mundo. Estuvo tan
elocuente en ese punto, que las Martínez no paran desde entonces. Un día se
cuelan en un pisito coquetón de Londres y, otro, son recibidas en alguna casa
solariega por una pandilla de lores con loro.
– ¡Pobrecitos! –suspiró el jefe–. ¿O están
enfrascadas en una revista de casas de lujo?
El peluquero, precavido, cerró las tijeras y
soltó una tosecilla de advertencia.
– Están enfrascadas en un… ¡ejem!… libro.
Las sillas giratorias fueron a parar, rodando,
al centro de la estancia. El peluquero devolvió a su sitio la cabeza que estaba
peinando y a su desorientado propietario.
– ¿No irás a decirme que han abierto un libro
que no es de recetas? –parpadeaba el chico, como quien ve visiones.
El peluquero dio unos golpes con las tijeras
en la lata de cerveza del estante y en el libro que había debajo.
–Jovencitos
con botines, de Wodehouse –dijo–. Son cuentos de humor inglés en los que
uno puede conocer a los integrantes del club de los Zánganos.
El joven de las botas les pidió permiso a las
tijeras para vaciar dentro de su estómago la lata tintineante. Unos tragos
después, cuando su cabeza empezó a funcionar, dijo:
– En un libro están perdidas; andarán vagando
en círculos… Y, para colmo, un libro sobre zánganos –señaló al rey, bajo su
trasero–. Cuando miro a Aurelia, tengo la impresión de que viene de hacer
calceta al pie de la guillotina.
– Carmen abrió un libro que hablaba de chicos
con mayordomo, como el que se acababa de escapar; leyó un relato de sus amores y,
¿cuál fue su sorpresa?
– ¿Que Aurelia se echó a roncar?
– Que Aurelia entró a enseñarles a esos lechuguinos
enamoradizos lo que son las masas. Al primer punto y aparte, cuando manifestó
su idea de desollar al pajarraco con botines que intentase hacer nido en su
árbol genealógico, su nieta tragó un poco de saliva. En realidad, tragó tanta
saliva, como anís tragaron las otras dos. ¡Ah!, ¡el amor! El corazón de esa
chica empezó a sangrar desde el mismo momento en que empezaron a sangrar sus
pies.
Una mano de hielo pareció posarse en el
corazón del joven mecánico. El peluquero, que había acabado con él, puso en sus
manos la lata de cerveza vacía y el libro en que se posaba, y le cepilló las
recortaduras diciendo:
– Tu amor se ha ido en
el dos plazas de un lechuguino de sangre azul, no te lo tomes en serio. Esos
cuentos prometen un sabroso entretenimiento, aunque quizás sean demasiado
alegres y brillantes para un joven al que acaban de plantar como un gladiolo. No
te queda más remedio que arrojarte en brazos de la desesperación y pasar la
noche contando ovejas… Cuando la cosa empiece a ponerse fea y cada oveja tome las
facciones de Anabel, siempre te quedará el recurso de entrar en el libro, por
tu cuenta y riesgo. Temblará como una gelatina cuando le digas que estáis
leyendo lo mismo. Si a ello le sumas el corte de pelo y tus estimables prendas,
te espera un idilio de lo más poético. Sin embargo, considero que es deber de
buen vecino informarte de que este libro no es lo que tú consideras un refugio apacible.
Vas a meterte en un lío del que no escaparás ni con barba postiza. No hay
puerta de escape hasta la última hoja. Esos Apolos altos y delgaduchos te
clavan una flecha en el trasero al menor descuido. Estás llamado a tener la
mayor sorpresa de tu joven vida. Un surtido de fantasmas familiares; mayordomos
con atizador; tías plantándole cara a todo el mundo; corredores de apuestas sin
sentimientos… Tú mismo. Pero cuídate. Aurelia ya estaba en manos de un policía
a los diez minutos de haber metido la nariz en esa pandilla de zánganos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario