El escritor, guionista y periodista colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, Magdalena, 1927), Premio Nobel de Literatura en 1982, es autor, entre otras muchas obras, de “Cien años de soledad”, “La hojarasca”, “Crónica de una muerte anunciada”, “El amor en los tiempos del cólera”, “El otoño del patriarca”, “Memoria de mis putas tristes”, y la bella autobiografía “Vivir para contarla”.
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LA RABIA DE LOS DEMONIOS, AMOR INCLUIDO
“Del amor y otros demonios” irrumpió en los vericuetos de mi vida por segunda vez el segundo domingo de marzo, cuando recordé el lucero en la frente del perro cenizo de su primer párrafo. En su día, ya le hice un homenaje al inicio de esa obra en mi novela inédita “Ven a buscarme”, pues me atrajo con la bulla de un puerto negrero. Hoy, hechizada de nuevo ─con el lucero en la frente yo─, salté de la cama y me puse a buscarlo. Desbaraté todas las estanterías de la casa, de mimbre y de obra; desordené el escritorio; vacié los baúles; volqué las vitrinas; escarbé en la cómoda, y desgoberné el cajón de calcetines, el paragüero y las repisas, para ver si les hallaba el rastro a las letras extraviadas.
Había en mi premura un algo tan frenético como la carrera de ese pobre perro. Los libros que echaba al suelo salieron de estampida y yo caminé entre ellos como una posesa auténtica. Remontaba los afluentes de mi memoria oyendo campanadas enormes, un coro de locas, mojigangas de negros, algazaras de gallos, explosiones, ovaciones, chirimías, petardos, cascabeles… Música y pólvora en honor de una niña que cumplía doce años.
Lucifer es un bicho. Había vuelto invisible la novela para que yo no la viese, carajo. Al final, la encontré donde había estado siempre, en mi joyero; entre collares que apenas uso. Me colgué al cuello el de cuentas de coral y acaricié la cubierta. El Caribe estaba al otro lado. Cuando olfateé por dentro el papel tembloroso, las camelias, las guayabas, los jabones de olor de Bernarda y los bálsamos de Abrenuncio impregnaron el aire de mi cuarto.
Me tiré a la sombra del desfiladero de libros y busqué el principio; o, por mejor decirlo, el “antes de empezar”. Lo estoy mirando. Es una carta desde Cartagena de Indias en la que el autor explica en un tono realista el origen de esta historia mágica; un testimonio histórico que parece el preludio de un prodigio celestial. ¡Espíritu Santo! García Márquez sabe lo que hace. Es hombre de gran parsimonia y circunloquios que siempre vienen al caso. Da vueltas de un asunto a otro, como cuando una abuela relata minucias cotidianas, sólo que él hechiza atando cabos mágicos. En su obra todo tiene, al mismo tiempo, un aire nuevo y ancestral; verídico y fabuloso. Estas tres páginas previas son las tablas de la ley que regula los marcos ─mágico / realista─ de su novela; las pajaritas de papel que el autor lanza sobre mi cabeza para decirme que este rayo es suyo.
García Márquez me muerde antes que el perro; me contagia su inspiración abrumadora; me encadena a la fuerza irresistible de sus encadenaciones, y me empuja hacia sus linderos imaginarios, con las velas a reventar, rumbo a su protagonista.
Sierva María de Todos los Ángeles es una marquesita criolla que nació sietemesina un día como hoy de hace doce años. A cambio de que sobreviviera a su nacimiento, una esclava les prometió a sus santos que la niña no se cortaría el cabello hasta su noche de bodas. Fue ella, Dominga de Adviento, quien buscó la felicidad de esa criatura en el patio de los esclavos. Ahí es donde Sierva María ─que no tiene de blanca más que el color─ aprendió a beber sangre de gallo, a hablar en lenguas africanas, a mentir por vicio, a bailar con brío y a deslizarse entre los cristianos sin ser vista ni sentida.
Un día, muerta ya Dominga de Adviento, el perro de mi recorte muerde a Sierva María y yo empiezo a presentir que la alegría con que antes busqué el jolgorio de sus cumpleaños fue una ilusión instantánea. En el primer tercio del libro, a la vez que me pregunto si la niña contraerá la rabia o no, salen a flote, como cadáveres sin lastre, personajes más ponzoñosos que el perro. Las desgracias que se están incubando no las ha transmitido su saliva; las ha transmitido la superstición, el odio, el sarcasmo, palabras de más, pasos de menos… Al final, nos cagamos en todos los que se han cagado en nuestra vida.
La única rabia que incuba Sierva María se la contagia, en primer lugar, Bernarda Cabrera, su madre (que se negó a tenerla con ella por miedo a estrangularla y, un buen día, dijo “o ella o yo”) y, en segundo lugar, don Ygnacio de Alfaro y Dueñas, segundo marqués de Casalduero, que pasó por el aro. El marqués y su esposa se envilecen mutuamente con los insultos propios de la rabia. Si se muerden la lengua, se envenenan.
Bernarda contrajo la rabia a través de la mala baba de su padre. A ella no le importa el mordisco del perro; lo que le preocupa es que una enfermedad vergonzosa dañe la honra de la familia. Al marqués lo cazó para hacer el agosto de su vida; y lo consiguió, entre otras malas artes, concibiendo a Sierva María, a quien teme, sobre todo, desde que se convirtió en la poderosa María Mandinga.
Tampoco don Ygnacio cuidó de su hija hasta que la mordió el perro; entonces sí se atrevió a hacer de padre, sólo que la niña ya se sentía huérfana. Hasta entonces, llevaba doce años salpicándola con la rabia del abandono, contraída por él cuando su padre, el primer marqués, lo desterró en sus haciendas. Cogido por todos los miedos imaginables, don Ygnacio nunca más tuvo el coraje de contrariar a su padre. Ni a Dios. Ni a nadie. En su casa se hace lo que él obedece.
El único personaje de esta primera parte “médica” que se atreve a proclamar que la niña no va a convertirse en perro es Abrenuncio. Para él, no hay medicina que cure lo que no cura la felicidad; así que es felicidad lo único que le receta a Sierva María. Sin embargo, su criterio no le basta al celo recién adquirido del padre de la niña que, tras someterla al sangrante criterio de otros curanderos, la oye gritar de dolor y, mordido por un miedo más ─el de perderla─, quebranta su inquebrantable decisión de cuidarla hasta el fin y la entrega a la iglesia para que la exorcicen, aun a sabiendas de que matarla hubiera sido más cristiano.
Hasta este momento, me ha tenido en vilo el mal de rabia; ahora, el enemigo es el diablo. Sierva María ya no rodará por los suelos por culpa de los médicos ineptos; ahora, lo que le abrirá sus heridas selladas será el potro del Santo Oficio. Presiento el paralelismo. De la misma manera que había venenos en las medicinas de la parte “médica”, veré demonios en la Iglesia. El demonio de la nostalgia de un obispo desilusionado contra el demonio de la intolerancia de una abadesa en pie de guerra, por ejemplo.
Y, al igual que un médico valiente negó que hubiera síntomas de rabia, un sacerdote, Cayetano Delaura, negará que los cerdos hablen y que las gallinas crucen el mar volando. Nada más útil que una duda a tiempo. Si no le tocas el cabello o tratas de arrebatarle sus collares sagrados, Sierva María no te echa ráfagas de escupitajos. Lo que hay que hacer con esa niña es someterla de buenos modos; con susurros de buen pastor y sonetos de Garcilaso…
Había en mi premura un algo tan frenético como la carrera de ese pobre perro. Los libros que echaba al suelo salieron de estampida y yo caminé entre ellos como una posesa auténtica. Remontaba los afluentes de mi memoria oyendo campanadas enormes, un coro de locas, mojigangas de negros, algazaras de gallos, explosiones, ovaciones, chirimías, petardos, cascabeles… Música y pólvora en honor de una niña que cumplía doce años.
Lucifer es un bicho. Había vuelto invisible la novela para que yo no la viese, carajo. Al final, la encontré donde había estado siempre, en mi joyero; entre collares que apenas uso. Me colgué al cuello el de cuentas de coral y acaricié la cubierta. El Caribe estaba al otro lado. Cuando olfateé por dentro el papel tembloroso, las camelias, las guayabas, los jabones de olor de Bernarda y los bálsamos de Abrenuncio impregnaron el aire de mi cuarto.
Me tiré a la sombra del desfiladero de libros y busqué el principio; o, por mejor decirlo, el “antes de empezar”. Lo estoy mirando. Es una carta desde Cartagena de Indias en la que el autor explica en un tono realista el origen de esta historia mágica; un testimonio histórico que parece el preludio de un prodigio celestial. ¡Espíritu Santo! García Márquez sabe lo que hace. Es hombre de gran parsimonia y circunloquios que siempre vienen al caso. Da vueltas de un asunto a otro, como cuando una abuela relata minucias cotidianas, sólo que él hechiza atando cabos mágicos. En su obra todo tiene, al mismo tiempo, un aire nuevo y ancestral; verídico y fabuloso. Estas tres páginas previas son las tablas de la ley que regula los marcos ─mágico / realista─ de su novela; las pajaritas de papel que el autor lanza sobre mi cabeza para decirme que este rayo es suyo.
García Márquez me muerde antes que el perro; me contagia su inspiración abrumadora; me encadena a la fuerza irresistible de sus encadenaciones, y me empuja hacia sus linderos imaginarios, con las velas a reventar, rumbo a su protagonista.
Sierva María de Todos los Ángeles es una marquesita criolla que nació sietemesina un día como hoy de hace doce años. A cambio de que sobreviviera a su nacimiento, una esclava les prometió a sus santos que la niña no se cortaría el cabello hasta su noche de bodas. Fue ella, Dominga de Adviento, quien buscó la felicidad de esa criatura en el patio de los esclavos. Ahí es donde Sierva María ─que no tiene de blanca más que el color─ aprendió a beber sangre de gallo, a hablar en lenguas africanas, a mentir por vicio, a bailar con brío y a deslizarse entre los cristianos sin ser vista ni sentida.
Un día, muerta ya Dominga de Adviento, el perro de mi recorte muerde a Sierva María y yo empiezo a presentir que la alegría con que antes busqué el jolgorio de sus cumpleaños fue una ilusión instantánea. En el primer tercio del libro, a la vez que me pregunto si la niña contraerá la rabia o no, salen a flote, como cadáveres sin lastre, personajes más ponzoñosos que el perro. Las desgracias que se están incubando no las ha transmitido su saliva; las ha transmitido la superstición, el odio, el sarcasmo, palabras de más, pasos de menos… Al final, nos cagamos en todos los que se han cagado en nuestra vida.
La única rabia que incuba Sierva María se la contagia, en primer lugar, Bernarda Cabrera, su madre (que se negó a tenerla con ella por miedo a estrangularla y, un buen día, dijo “o ella o yo”) y, en segundo lugar, don Ygnacio de Alfaro y Dueñas, segundo marqués de Casalduero, que pasó por el aro. El marqués y su esposa se envilecen mutuamente con los insultos propios de la rabia. Si se muerden la lengua, se envenenan.
Bernarda contrajo la rabia a través de la mala baba de su padre. A ella no le importa el mordisco del perro; lo que le preocupa es que una enfermedad vergonzosa dañe la honra de la familia. Al marqués lo cazó para hacer el agosto de su vida; y lo consiguió, entre otras malas artes, concibiendo a Sierva María, a quien teme, sobre todo, desde que se convirtió en la poderosa María Mandinga.
Tampoco don Ygnacio cuidó de su hija hasta que la mordió el perro; entonces sí se atrevió a hacer de padre, sólo que la niña ya se sentía huérfana. Hasta entonces, llevaba doce años salpicándola con la rabia del abandono, contraída por él cuando su padre, el primer marqués, lo desterró en sus haciendas. Cogido por todos los miedos imaginables, don Ygnacio nunca más tuvo el coraje de contrariar a su padre. Ni a Dios. Ni a nadie. En su casa se hace lo que él obedece.
El único personaje de esta primera parte “médica” que se atreve a proclamar que la niña no va a convertirse en perro es Abrenuncio. Para él, no hay medicina que cure lo que no cura la felicidad; así que es felicidad lo único que le receta a Sierva María. Sin embargo, su criterio no le basta al celo recién adquirido del padre de la niña que, tras someterla al sangrante criterio de otros curanderos, la oye gritar de dolor y, mordido por un miedo más ─el de perderla─, quebranta su inquebrantable decisión de cuidarla hasta el fin y la entrega a la iglesia para que la exorcicen, aun a sabiendas de que matarla hubiera sido más cristiano.
Hasta este momento, me ha tenido en vilo el mal de rabia; ahora, el enemigo es el diablo. Sierva María ya no rodará por los suelos por culpa de los médicos ineptos; ahora, lo que le abrirá sus heridas selladas será el potro del Santo Oficio. Presiento el paralelismo. De la misma manera que había venenos en las medicinas de la parte “médica”, veré demonios en la Iglesia. El demonio de la nostalgia de un obispo desilusionado contra el demonio de la intolerancia de una abadesa en pie de guerra, por ejemplo.
Y, al igual que un médico valiente negó que hubiera síntomas de rabia, un sacerdote, Cayetano Delaura, negará que los cerdos hablen y que las gallinas crucen el mar volando. Nada más útil que una duda a tiempo. Si no le tocas el cabello o tratas de arrebatarle sus collares sagrados, Sierva María no te echa ráfagas de escupitajos. Lo que hay que hacer con esa niña es someterla de buenos modos; con susurros de buen pastor y sonetos de Garcilaso…
Lo malo es que la niña está floreciendo, y eso atrae al demonio más terrible de todos, el amor. Hasta el exorcista acaba poseído y perdiendo las alas del Espíritu Santo. Ahora será contra él contra quien blandirán los crucifijos.
Yo también me enamoro del buen hacer de García Márquez. Cierro el libro más deslumbrada que atónita; convaleciente de esta enfermedad de incubación lenta que es la buena literatura. Soy una tragadora de fuego que termina quemándose la boca. ¿Que cómo acaba la historia? Me da miedo contarla. Lo único que puedo adelantar, para gobierno de quien aún no la haya leído, es que el pelo sigue creciendo. Para una niña, para un amor, para una penitencia o una promesa, ésta es una palabra demasiado grande como para que no sea la última: crecer.
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