“La metamorfosis” es un cuento fantástico instalado en un marco realista. Narra la historia de Gregor Samsa, un viajante de comercio que, un buen día, amanece convertido en un insecto gigantesco (no se especifica si una cucaracha o un escarabajo). A lo largo del relato, Samsa sale de su habitación en tres ocasiones, para intentar ser aceptado (por la sociedad, por su familia, por sí mismo). Finalmente, cuando comprende que todo es inútil, se deja morir.
Franz Kafka (Praga, 1883 – Kierling, 1924) fue un escritor checo en lengua alemana con una de las obras más influyentes de la literatura universal. Fue autor, además, de tres novelas: “El proceso”, “El castillo” y “América”, así como de abundante correspondencia y escritos autobiográficos.
__________________________________________________
KAFKA Y SU MADRIGUERA: LA LITERATURA
Cuando me desperté, “La metamorfosis” todavía estaba allí*. Había caído de algún estante hasta mi mesilla, y en ella seguía, como un bicho que hubiese llegado volando y se hubiese echado a descansar en mi cabecera, tumbado sobre su acorazada espalda.
“Teniendo en cuenta que la historia es tremebunda”, pensé, “no debería empezar a leerla ahora. Mañana tengo que madrugar. Tendría que darme una prisa loca. ¿Qué tal si sigo durmiendo? Sí, en este preciso instante, antes de que Kafka me haya hecho víctima de una preocupación innecesaria, cierro el libro. Lo dejo”.
Pero no lo dejé. O sí, sólo que volvió a golpearme la cabeza.
─Está bien ─suspiré con amabilidad─, ¡ven aquí, viejo escarabajo pelotero!
A Kafka, en cierto modo, le había ocurrido eso años atrás. Se despertó una mañana, después de un sueño intranquilo, y se encontró en su mesa, escribiendo el cuento que yo leo. El monstruo le había perseguido a él antes que a mí y le había encerrado entre estas páginas, como un artista poseído, hasta que les puso la palabra “fin”.
El lenguaje quería hablarnos de ese bicho, de modo que Kafka tuvo que ponerse a ello; darle forma a su obsesión y transformarla. Bien, ¿y en qué la convirtió?: en literatura. Eso es lo que, en esencia, significa este relato para mí: metamorfosis de una idea en una obra; creación de un monstruo literario.
En lo que atañe a la forma, Kafka me lo pondrá fácil. Su lenguaje es claro, sin adornos. Posiblemente la única metáfora del cuento esté en la esencia de la historia misma. La estructura es clásica, esquemática, simétrica. Tres capítulos; tres conflictos (laboral, personal, familiar); tres salidas de la habitación, para intentar solucionarlos; tres fracasos…
Que Kafka construya una trama tan sólida con ladrillos tan simples me deja sin habla. El resultado es que la habitación en que esconde a su bicho también me atrapa a mí. No podré escapar de este sólido edificio ni aunque lo intente con todas mis fuerzas. En esta trama ─en esta madriguera─, la realidad es la literatura; una literatura tan absorbente, que Kafka no deja fuera realidad que valga.
Las puertas de la habitación de Gregor Samsa deberían conectar ambos mundos, pero Kafka cambia las llaves de lado y nos deja a los dos encerrados adentro. Así, mientras su aniñada hermana se va transformando en una joven hermosa, Gregor Samsa se transforma en monstruo sin poder salir a preguntar por qué. No hay ningún paraíso perdido, ningún dios enojado, ningún maleficio que justifique la metamorfosis. Entonces, ¿yo tampoco podré entender la trama de este cuento con argumentos racionales? Parece ser que no: la literatura tiene tal poder, que se ha propuesto, aquí, no dar razones. Creer o no creer. Kafka dice: “así están las cosas”, y Gregor y yo las damos por ciertas. Si hay un sueño, es lo otro: lo racional, lo que tiene explicación. ¡Esto sí que es kafkiano! Lo único que puede escapar de esta literatura bajo llave es eso, lo kafkiano.
En fin, que el arranque de “La metamorfosis” me empuja hacia dentro con la fuerza de un agujero negro. Leo las andanzas de un hombre convertido en insecto con más interés que si me contasen algo verosímil. Un animal: una fábula. Me gustan las fábulas desde que era niña. En aquel entonces, podía estar mirando durante horas los arduos intentos de un escarabajo por darse la vuelta. Lo extraño es que la fábula que hoy tengo entre manos, aunque parezca contada en el mismo tono que las que contaba mi abuelo, no me conducirá a una enseñanza clara, sino a un enigma sin solución. ¿Estas uvas no están maduritas? La degradación de Gregor Samsa es mucho más complicada; es, si acaso, la fábula enigmática de una monstruosidad que no tiene arreglo.
¡Ésa es otra!, el más difícil todavía de Kafka: un protagonista cada vez más repugnante. Sí, mi abuelo también me contó historias sobre monstruos ─ bestias, ogros, sapos, enanos, gigantes y jorobados─, pero el de Gregor Samsa es otro cuento. Su aspecto llega a ser tan insoportable, que lo normal, al verlo, sería retroceder, taparse el rostro con las manos, llorar, desmayarse, poner muecas de asco o cerrar el puño… o el libro. No me extrañaría que los lectores se apartasen de él como si se estuviesen quemando las suelas. Pues, bien, Kafka vence esa dificultad. Sabe que incluso yo tengo que dominarme para no salir corriendo, pero logra retenerme, tranquilizarme, persuadirme y, finalmente, atraerme hacia su protagonista, como si el futuro de la literatura dependiese de ello. Leo con gusto, aunque a Gregor Samsa le chorree un líquido parduzco por la boca y sus patas dejen tras de sí huellas de una sustancia pegajosa. Deslizo ávidamente el dedo por la hoja, deseando saber si se come las verduras podridas. Estoy intrigada por el destino de Gregor Samsa. Eso sí que es sufrir. Me interesa saber si se siente solo, si mejora, y lo que está haciendo… ¿Es que no comprenden que tengo que saberlo? No hay un misterio mayor en el mundo que si él patalea o guarda el equilibrio; si se arrastra por las paredes, se cuelga del techo o se esconde bajo el sofá… ¡Vamos!, ¡duro con ello!
Pero no lo dejé. O sí, sólo que volvió a golpearme la cabeza.
─Está bien ─suspiré con amabilidad─, ¡ven aquí, viejo escarabajo pelotero!
A Kafka, en cierto modo, le había ocurrido eso años atrás. Se despertó una mañana, después de un sueño intranquilo, y se encontró en su mesa, escribiendo el cuento que yo leo. El monstruo le había perseguido a él antes que a mí y le había encerrado entre estas páginas, como un artista poseído, hasta que les puso la palabra “fin”.
El lenguaje quería hablarnos de ese bicho, de modo que Kafka tuvo que ponerse a ello; darle forma a su obsesión y transformarla. Bien, ¿y en qué la convirtió?: en literatura. Eso es lo que, en esencia, significa este relato para mí: metamorfosis de una idea en una obra; creación de un monstruo literario.
En lo que atañe a la forma, Kafka me lo pondrá fácil. Su lenguaje es claro, sin adornos. Posiblemente la única metáfora del cuento esté en la esencia de la historia misma. La estructura es clásica, esquemática, simétrica. Tres capítulos; tres conflictos (laboral, personal, familiar); tres salidas de la habitación, para intentar solucionarlos; tres fracasos…
Que Kafka construya una trama tan sólida con ladrillos tan simples me deja sin habla. El resultado es que la habitación en que esconde a su bicho también me atrapa a mí. No podré escapar de este sólido edificio ni aunque lo intente con todas mis fuerzas. En esta trama ─en esta madriguera─, la realidad es la literatura; una literatura tan absorbente, que Kafka no deja fuera realidad que valga.
Las puertas de la habitación de Gregor Samsa deberían conectar ambos mundos, pero Kafka cambia las llaves de lado y nos deja a los dos encerrados adentro. Así, mientras su aniñada hermana se va transformando en una joven hermosa, Gregor Samsa se transforma en monstruo sin poder salir a preguntar por qué. No hay ningún paraíso perdido, ningún dios enojado, ningún maleficio que justifique la metamorfosis. Entonces, ¿yo tampoco podré entender la trama de este cuento con argumentos racionales? Parece ser que no: la literatura tiene tal poder, que se ha propuesto, aquí, no dar razones. Creer o no creer. Kafka dice: “así están las cosas”, y Gregor y yo las damos por ciertas. Si hay un sueño, es lo otro: lo racional, lo que tiene explicación. ¡Esto sí que es kafkiano! Lo único que puede escapar de esta literatura bajo llave es eso, lo kafkiano.
En fin, que el arranque de “La metamorfosis” me empuja hacia dentro con la fuerza de un agujero negro. Leo las andanzas de un hombre convertido en insecto con más interés que si me contasen algo verosímil. Un animal: una fábula. Me gustan las fábulas desde que era niña. En aquel entonces, podía estar mirando durante horas los arduos intentos de un escarabajo por darse la vuelta. Lo extraño es que la fábula que hoy tengo entre manos, aunque parezca contada en el mismo tono que las que contaba mi abuelo, no me conducirá a una enseñanza clara, sino a un enigma sin solución. ¿Estas uvas no están maduritas? La degradación de Gregor Samsa es mucho más complicada; es, si acaso, la fábula enigmática de una monstruosidad que no tiene arreglo.
¡Ésa es otra!, el más difícil todavía de Kafka: un protagonista cada vez más repugnante. Sí, mi abuelo también me contó historias sobre monstruos ─ bestias, ogros, sapos, enanos, gigantes y jorobados─, pero el de Gregor Samsa es otro cuento. Su aspecto llega a ser tan insoportable, que lo normal, al verlo, sería retroceder, taparse el rostro con las manos, llorar, desmayarse, poner muecas de asco o cerrar el puño… o el libro. No me extrañaría que los lectores se apartasen de él como si se estuviesen quemando las suelas. Pues, bien, Kafka vence esa dificultad. Sabe que incluso yo tengo que dominarme para no salir corriendo, pero logra retenerme, tranquilizarme, persuadirme y, finalmente, atraerme hacia su protagonista, como si el futuro de la literatura dependiese de ello. Leo con gusto, aunque a Gregor Samsa le chorree un líquido parduzco por la boca y sus patas dejen tras de sí huellas de una sustancia pegajosa. Deslizo ávidamente el dedo por la hoja, deseando saber si se come las verduras podridas. Estoy intrigada por el destino de Gregor Samsa. Eso sí que es sufrir. Me interesa saber si se siente solo, si mejora, y lo que está haciendo… ¿Es que no comprenden que tengo que saberlo? No hay un misterio mayor en el mundo que si él patalea o guarda el equilibrio; si se arrastra por las paredes, se cuelga del techo o se esconde bajo el sofá… ¡Vamos!, ¡duro con ello!
Dejo el libro en la mesa, como si mordiera; aunque lo cierto es que me quedo dentro, atrincherada entre una pasta y la otra. Antes de las siete y cuarto tengo que haber salido, como sea. No sé si suena el despertador o si llama alguien. Miro la puerta de reojo, con aprensión. Hacia dentro y hacia fuera. Por lo visto, contra todo lo esperado, hoy no he ido a trabajar. No sé ni dónde tengo la cabeza. Sigo en la habitación; llena de entumecimientos desconocidos y dolores nuevos. Mucho me temo que, si intento salir, la realidad cogerá un bastón y dará patadas en el suelo, para que retroceda. De aquí no me saca ni el cerrajero. Me da miedo hasta hablar; aún así, me pregunto en voz alta si habré sufrido cambios en la voz, en el alma, en el cuerpo… ¿Me han entendido ustedes una sola palabra?
* Otro recorte, un cuento brevísimo de Augusto Monterroso: "Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".
No hay comentarios:
Publicar un comentario