viernes, 11 de abril de 2014

Eduardo del Río. Joyas del violoncello español

Esta mañana, me senté a corregir galeradas de mi nueva novela, “Palabras mayores”. Espero que esté en la calle a finales de este mes para poder presentarla en Móstoles (Madrid) y Talarrubias (Badajoz) durante el mes de mayo, en Casa Antón de Cuerres (Ribadesella, Asturias) en agosto y en La libre de barrio, de Leganés (Madrid), en septiembre. Publicaré los calendarios y direcciones en cuanto vea el libro en mis manos. 
Pero cada cosa a su tiempo. Hoy tenía que revisar sus últimos detalles y se me había ocurrido trabajar con música. Yo siempre escribo en silencio. O lo intento. Pero pensé que, por una vez, y dado que no es lo mismo escribir que corregir…
Para asegurarme una buena elección sin tener que pensar demasiado, saqué del equipo de música el CD que mis hijos se habían dejado dentro y lo puse en mi ordenador. Joyas del violoncello español. Volumen 4. Obras para cello solo. Eduardo del Río.

Mejor, imposible. La letra me habría distraído. Música sin palabras. Además, me encanta el chelo y lo más estremecedor que yo haya escuchado de ese instrumento lo oí de manos de Eduardo del Río y Aldo Mata, cuando tocaron a dúo en un Concierto del pasado curso (pinche aquí para leer elcomentario).
Dejé en pie la caja del CD, en una esquina de la mesa, y mirando las piezas que iba a escuchar, extendí mis páginas. Suite para violoncello solo de Gaspar Cassadó (1867-19669), Primera suite española, de Rogelio Huguet y Taguell (1882 y 1956), Suite en Re menor. Homenaje a Pau Casals, de Enric Casals (1892-1986), y Suite “Extraña” para violoncello solo (Dedicada a Pedro Corostola), del propio Eduardo del Río.
Cuando conseguí conectar el altavoz (soy casi analfabeta tecnológica), le quité el capuchón al bolígrafo rojo y acerqué la punta a la tilde del primer “solo” de mi novela. Pero no llegué. Aquel Preludio-Fantasía me sonó tan bello y melancólico, que me quedé quieta como una loba que husmease el aire, a ver de dónde venía el aroma.
Tenía el cuello estirado, a la defensiva de algo que tiraba de él hacia el altavoz. Melancolía, ecos de alguna danza, sarabanda, flamenco, elegía, polonesa… Ignoro qué es lo que más me gustaba; si la interpretación, si la melodía, si la composición… Supongo que todo importa. Lo único que sé es que estaba desconcertada. Cuando algo es muy hermoso, me da vértigo. En los conciertos bellos, miro las musarañas. Recupero el aliento observando la sala, las lámparas del techo, el escenario, el público… Aquí sola, sólo me las veía con el sonido. Sola y solo, sin tilde (no me acostumbraré nunca a borrarle un ápice a ese adverbio). Oía el disco desde el borde del abismo, al mismo tiempo que me resistía a caer, pero lo cierto es que ya iba hacia abajo: si algo me sostenía, eran los toboganes de la música.
Me acuerdo de un programa de la serie  Cosmos que vi en televisión hace dos o tres noches. Oculto a plena luz, si no recuerdo mal. El astrofísico  Neil DeGrasse Tyson (que reemplaza a Carl Sagan en la versión actual) pulsaba una u otra tecla (más aguda o más grave) del órgano de la abadía de Baviera en que se encontró el códice del Carmina Burana. Tras cada pulsación, para que el espectador “viese” el sonido, la imagen de la abadía se distorsionaba con ondas más o menos amplias. Toda aquella belleza arquitectónica parecía disolverse bajo el agua. Me pareció una explicación preciosa que, en algún momento, regresó a mi mente esta mañana, mientras escuchaba en el disco la hipnótica voz del chelo de Eduardo.
Perdónenme mis tontas conexiones mentales, pero todavía lanzaré una más. Hace años, tuve una profesora de Yoga: Enriqueta. Era una joven pelirroja de aspecto frágil y gran inteligencia emocional (yo la tenía por sabia) que, al final de cada sesión, para ayudarnos a relajarnos, nos hacía alguna sugerencia. Yo, tumbada en la colchoneta, la escuchaba con los ojos cerrados. Oía su armoniosa voz de violonchelo decirme, por ejemplo: “Imagina que eres una sábana blanca tendida al sol y no pienses en nada; limítate a sentir las caricias del aire”. Le hacía caso a medias. Imaginaba esa sábana, sí, pero alejándola. Porque el tono de Enriqueta era tan hipnótico, que yo temía que tuvieran que despertarme a bofetadas. Al final, perdía la sábana de vista, pero porque la sábana era yo. Era yo quien se blanqueaba con el sol y se ondulaba con el aire. La sensación se hacía tan vívida que, a veces, abría los ojos sobresaltada para asegurarme de que no estaba viviendo un sueño: había paredes a mi alrededor.
Esta mañana, “vi” el sonido del chelo de Eduardo tan nítidamente como si mi imaginación tuviese, a la vez, los efectos especiales de Cosmos y la humanidad de Enriqueta. La voz del instrumento se convertía en materia transparente… No había paredes. Mi despacho, con todos sus papeles y bolígrafos, se iba esfumando al paso del sonido. Les prometo que estaba despierta. Lo que subía y bajaba por las ondas sonoras del CD, entre valles y crestas, era mi emoción.
No sé cuánto tiempo pasé entre suspiros de sirenas y bocinas de barcos fantasmas. Cuando quise darme cuenta, el disco había empezado a dar su segunda vuelta. Respiré hondo y me pregunté si podría aprovechar el bolígrafo rojo que me temblaba en la mano para comentar el concierto de Cámara del 20 de marzo que le debía a este blog, pero ando muy liada con los acentos.

Aquí dejo el programa. También pondré unas fotos al final.
El Concierto lo había organizado él, junto al clarinetista David Arenas (otro de los profesores del Conservatorio cuya música suele impresionarme). Una cosa que me gusta de ambos es la serenidad que transmiten a sus alumnos. Supongo que es cuestión de confianza; como esos juegos que hacen las empresas para fomentar el compañerismo. Alguien se desploma y el miembro del equipo que hay detrás de él lo sostiene por las axilas, antes del costalazo… Eso es lo que hacen con el oyente las Joyas del violonchelo.  
Perdónenme que no desvele nada más. Esta mañana, en honor a lo extraño, mi oído decidió no ponerse analítico. Se abrió, sencillamente, para que la música que irradiaba el disco no tropezase con nada. Fue hasta mi alma, directa, desde el alma del chelo de Eduardo.
…Y ahora, después de este preludio místico, tengo que trabajar en “Palabras mayores”. ¡Ojalá también se dejen caer ustedes por la literatura! Les espero en el fondo del abismo. Confío en atraparlos antes de que besen el suelo español.


miércoles, 9 de abril de 2014

Medalla de oro para la Orquesta Infantil del Rodolfo Halffter

Como ya sabrán, la Orquesta de Enseñanzas Elementales del Conservatorio Rodolfo Halffter, de Móstoles, participó el domingo 9 de febrero en el Festival Internacional de Arte Juvenil 2014.

Cuando María Dolores Encina, la directora, me anunció aquel viaje al Teatro Auditorio de San Lorenzo de El Escorial, me habló de él como si se tratara de uno de sus intercambios habituales, pues la Orquesta que dirige ha compartido su música con escuelas y conservatorios de toda España. Para Lola, esta experiencia se adivinaba tan apasionante como las anteriores solo que, por primera vez, tendría un carácter internacional, ya que había sido invitada a El Escorial (junto a otras muchas agrupaciones de la Comunidad de Madrid y de China) por la Asociación España Asia para la Promoción Económica y de la Cultura.



No conseguí invitación. Mi hijo Andrés ya había pasado el relevo como “pianista titular” (ver comentario de aquel precioso concierto). Así pues, le pedí a Lola que me llevasen como fotógrafa si algún día la reclamaban en Asia y, por ahora, me conformé con asistir al ensayo del viernes anterior al evento. Se trataba de una clase especial. Aquel día, una banda sinfónica de China visitó el Rodolfo Halffter y nos ofreció un adelanto de lo que tocaría en el Festival, dos días después.

Fue un concierto breve y casi improvisado, pero chispeante. La Escuela China de Ciencias Agrícolas (Afiliada Instituto Primario) tocaba sin partitura. No sé si es frecuente allí. A mí me sorprendió. Pienso –quizás me equivoque– que hacer concordar la música de tantos niños tocando de memoria puede ser para ellos un esfuerzo inmenso y, tal vez, un riesgo innecesario. En cualquier caso, lo hicieron de maravilla. Interpretaron varias marchas de aire militar y legendario, y un divertidísimo cuarteto de tubas. En cuanto a los niños y niñas del Rodolfo Halffter, nos ofrecieron una parte de lo que tocarían el domingo en El Escorial: “Tres maneras distintas de caminar”, del compositor y profesor del Conservatorio Pablo J. Berlanga.



Me quedé con las hermosas sensaciones del ensayo, pero estuve algo inquieta todo el fin de semana. Es lo que tiene la ausencia. ¿Ojos que no ven, corazón que no siente? ¡Ya, ya! Por fin, el lunes, llamé a Lola para preguntarle qué tal les había ido en el Concierto. La encontré muy contenta. Hay dos condiciones indispensables para que ella valore positivamente los viajes de su Orquesta: que sus músicos se sientan bien tratados y que sean felices haciendo música. Ambas se habían cumplido. Por añadidura, habían disfrutado de El Escorial, del magnífico Auditorio y de un bellísimo día nevado. Además, me dijo Lola como de paso, les habían dado un premio…
Foto: José Laporta

El premio la había pillado por sorpresa. Ella no había pensado que un festival pueda traer, añadida, una competición. La habían invitado a tocar y había aceptado; eso era todo. Mientras me lo contaba, se reía de su propia ingenuidad. Yo también bromeé sobre algo positivo: se habían librado de la presión de concursar. La risa nos cortaba la palabra a un lado u otro del hilo telefónico. Cuando ella logró hablar fue para burlarse de su estupor final, al recibir una de las medallas. El martes, fue Lola quien me llamó a mí, para seguir riendo. Una alumna de nueve años le había aclarado, en clase, algo de lo que ella no se había dado ni cuenta: habían ganado el primer premio.

Medalla de Oro a la MEJOR ORQUESTA DE CÁMARA.

Hoy, todavía sonrío al acordarme. Me parece un despiste entrañable; una prueba de que, para María Dolores Encina Guzmán, el oro no es lo que importa. Aquí, lo que ha de brillar (a fuerza de pulirla con trabajo) es la música.

Palabras parecidas dijo Mateo Lorente, el director del Conservatorio, un mes después, en la clase de Orquesta del 10 de marzo. Tras escuchar de nuevo “Tres maneras distintas de caminar” (con pasos que sonaban más limpios y seguros cada vez), aplaudió el bello sonido del concierto que nos habían ofrecido a quienes no pudimos ir al Festival; aplaudió la medalla que lograron los niños y aplaudió, sobre todo, el trabajo bien hecho…

Hablaba de la orquesta con palabras afectuosas, alentadoras, poéticas… Para Mateo Lorente, el éxito no debe ser la meta. Está bien que se obtenga, pero es más importante ir paso a paso, disfrutando el camino. Así es como ha progresado esta Orquesta Infantil –origen y aliciente de tantas vocaciones– desde que se fundó, hace 25 años. Nació como un proyecto pedagógico y fue desarrollándose gracias al entusiasmo que Lola les transmite a los que empiezan (“con guante de seda y convicción de acero”, dijo Mateo). El éxito alcanzado se debe, además, al apoyo de la Administración, al equipo de profesores, y a la música que excelentes compositores crean o arreglan para los estudiantes de Enseñanzas Elementales (Vicente Sempere Gomis, Manuel Villuendas, Eduardo del Río, Pablo Berlanga, Álvaro y David Gómez Alvarado…). Esta agrupación ha crecido a la vez que sus músicos: los niños y niñas homenajeados y sus anteriores compañeros (algunos de ellos, hoy, profesionales de relevancia internacional). Según Mateo, avanza un paso más con cada logro, como el obtenido en El Escorial; y lo hace gracias al estudio diario de los chicos que nos han traído la Medalla de Oro y gracias al apoyo de los padres, del equipo no docente del conservatorio, del Ayuntamiento…

Daniel Ortiz, el alcalde de Móstoles, presidía el acto. Estaba en el Auditorio del Rodolfo Halffter junto a las concejalas Mirina Cortés e Irene Gómez, para reconocer, en representación de la ciudad, el mérito de los músicos. Había venido cargado de diplomas. Antes de entregarlos, también él aplaudió su  esfuerzo. Con su aplicación, aquellos chicos habían hecho de Móstoles –dijo— un lugar del que sentirse orgulloso. Gracias a los éxitos del Rodolfo Halffter y a otras iniciativas culturales, Móstoles es una ciudad especial. También ahí asentí.

Luego, tras el bis de regalo y el feliz estallido de aplausos, Lola nos agradeció nuestra presencia y nos invitó a marcharnos. Había que poner los pies en la tierra y empezar a leer la obra nueva. Le dio gracias a Pablo Berlanga por su música y, con guante de seda y convicción de acero, siguió impartiendo su clase.


Los músicos quedaron en el aula, felices; cada cual, con su diploma en chino. Me han dejado un tapiz de buenas impresiones, así que es un tapiz lo que yo les regalo, para que no olviden sus primeras y doradas experiencias orquestales.




Ver más: Los Conciertos del curos 2013-2014