miércoles, 16 de marzo de 2011

“La forma del agua”, Andrea Camilleri

La forma del agua” es la primera novela de una larga serie (más de veinte obras, entre novelas y libros de relatos) protagonizada por el comisario de policía siciliano Salvo Montalbano (nombre otorgado en homenaje a Manuel Vázquez Montalbán). Su prolífico autor, Andrea Camilleri (Porto Empedocle, Sicilia, 1925), que debutó como novelista en 1978 con “El curso de las cosas”, es, además, guionista, director de teatro y televisión, y profesor de Arte Dramático en la Academia de Roma. Aparte de la serie de Montalbano, Camilleri es autor de otras muchas obras; sirva como ejemplo, “La muerte de Amalia Sacerdote” (Premio RBA de novela negra 2008).


MONTALBANO EN EL CASO DE LA MONTALBÁN


Es… Es… Es…

Un día, de repente, se me cae la estantería encima. Cuando despierto, echando los bofes, no sé el sujeto ni los atributos del verbo ─“es”─ que me oigo pronunciar. Me encuentro debajo de un caos de papeles, respiro hondo, y me centro en la primera persona. Hay que resolver quién “SOY” antes de que mis chichones tengan más identidad que yo. Cuando comprendo que ─para impedir infames conjeturas sobre si SOY ésta o si SOY la otra─ lo mejor que puedo hacer es recurrir a un experto, pienso en el comisario Salvo Montalbano; y no porque tenga la impresión de haber estado soñando con él bajo esta estupenda montaña de libros: también, porque veo su nombre en un papel que no está sobre mí, sino debajo mismo de mis narices.

─¿Quién coño es? ─contestó, al primer tono, todavía adormilado.
─ Esperaba que tú lo adivinaras, no que tomases la parte por el todo.
Lo dije compungida, para que el comisario, que es buena persona, se sintiera obligado a echarme una mano; pero regruñó:
─¿Me arrancas de un sueño estupendo, a las dos de la madrugada, para que te resuelva un acertijo?
─ Acabo de sufrir un accidente. Nada grave. Si me atrevo a molestarte es porque me he olvidado de quién soy y, en cambio, sé muy bien quién eres tú. Te llamas Salvo Montalbano, y tienes un lunar bajo el ojo izquierdo. Eres de Sicilia, comisario de las fuerzas del orden de Vigàta. Tu novia, Livia, vive en Génova. En la escuela estudiabas de carrerilla, no respondías preguntas salteadas; ahora, sin embargo, eres un lince establecido nexos lógicos. Resumiendo, que me vienes que ni pintado. En cuestión de minutos, te fulminará el rayo de la intuición y, ¡zas!, dirás mi nombre. No seré nadie si no lo averiguas.
─ Para no ser nadie, armas mucho escándalo. Mira, por mi cabeza no pasaba ni de lejos pronunciar, hasta mañana, otro nombre que el de Livia, con quien soñaba cuando sonó el teléfono; o, si acaso, el del cadáver que estoy investigando.
─ ¿Luparello?

Oí crujir las vértebras del comisario: debía de haber brincado sobre su colchón.

─ ¡Calma! ─le aconsejé─, o no seré la única que va a necesitar un collarín.
─ ¿Has dicho Luparello? ─gritó, completamente espabilado; y, de golpe, me soltó otro par de recelosas preguntas─. ¿Me has intervenido el teléfono? ¿Qué sabes de una historia tan secreta?
─ Imagino que la habré leído.
─¿En algún informe policial? ¿Eres carabinero, de la fiscalía, de la Policía Judicial? ¿O has hablado con el jefe de la Científica? ¡Ese cotilla no ha perdido el tiempo!
─Esto, más que un informe, es una novela ─dije, hojeando los papeles sobre los que había caído hacía un momento─. Habla de pasión, violencia, y del gran peligro que, para un político, tiene su propio brazo derecho. Se titula “La forma del agua”, y no la firma un policía, sino un escritor: Andrea Camilleri; un italiano de ingenio desbordante, a juzgar por mi impresión, en las notas de los márgenes, amigo de tu medio tocayo español Vázquez Montalbán, que en paz descanse.

Ambos guardamos silencio, en actitud pensativa, hasta que Montalbano les dio un furibundo grito a sus propios pensamientos.

─¿Que Camilleri se ha inmiscuido en mi investigación bajo el disfraz de autor de novela negra? ¿Y qué sabe él del caso Luparello?
─ Yo diría que más que tú. Sabe que, al parecer, tu pez gordo la ha palmado de forma natural, echando un polvo dentro de su coche, en esa especie de burdel al aire libre al que llamáis aprisco, pero que tú no acabas de fiarte de lo del fallo cardíaco.
─¡Jesús! Basta muy poco para que tome cuerpo la sospecha de que eres tú quien sabe demasiado. ¿Qué hacías el domingo, a eso de las diez o diez y media?
─Ya que me lo preguntas, tengo la sensación de que Camilleri me llevó a conocer el lugar de los hechos. El mismo día, a la misma hora, me paseaba de su mano por entre las manadas de rufianes del aprisco: camellos, prostitutas, emigrantes desarraigados y soldados salidos…
─De la Brigada de buenas costumbres no eres: descartado. ¡Menuda insensata! ¿Y no te advirtió nadie del peligro?
─ ¿Qué peligro?
─ Por lo que veo, no miras dónde pisas. Aquí hay mucho gallito controlando el territorio; mucho proxeneta y mucho maleante capaz de ponerle las peras a cuarto al que meta la nariz en sus dominios… Entre tanta mafia, tanto reparto de porcentajes, y tanta licencia en papel timbrado detrás de tantos negocios turbios, puedes acabar jodida. Si te empeñas en seguir paseando por Vigàta como una mina errante, aparte de armar un jaleo que no veas, lo mejor que te puede pasar es quedar empotrada en una estantería. El primer cabrón de tres al cuarto que te vea fisgoneando en sus asuntos te reventará los cojones a patadas, ¿te enteras?
─Los cojones no; eso, seguro. Soy una mujer, ¿no te habías dado cuenta?
─Tengo una curiosidad ─carraspeó Montalbano, incómodo con mi descaro─: ¿No perdiste un collar en el aprisco?
─Frío, frío. No tengo trazas, vista en el espejo, de llevar nunca ninguna joya.
─Aunque no tengo webcam, te creo: tú eres pobre y trabajadora. Aún así, vete a saber por qué, alguien quiere que la pringues, ¿qué te apuestas? ¿Harías el favor de enviarme tus anotaciones para que llegue al fondo del asunto?
─¡Faltaría más, comisario! Van camino de Sicilia.
─ Espero que sirvan para explicar, al menos, cómo te ha enredado Camilleri para que acudas a mí como a un pariente. Hasta yo te estoy tuteando, ¿te das cuenta? ¿Te ha detallado todos mis movimientos? ¿Qué sabes de mí, exactamente?
─ ¿Qué quieres que sepa? Nada. Bueno, sí… Sé que desconfías de aquello que te sirven en bandeja; excepto de una buena comida, por supuesto. Tu gusto es exquisito, también, en otras cosas; pese a tus malos modos mañaneros. Descontándome a mí, nunca le hablas de tú a quien no conozcas. En amor, eres una figura de época. Me resultas un tipo entrañable cuando te ves a ti mismo en clave cómica, pegándoles patadas a las puertas, y te avergüenzas. Tu espíritu es comunista: a las manifestaciones no vas, precisamente, a ayudar a las fuerzas del orden. Vives de tu mísero sueldo, remiendas los fondos de tus pantalones, y pagas tus deudas. Dentro de lo que cabe, eres un hombre honrado; y digo dentro de lo que cabe porque, con tal de esclarecer un caso, montas el numerito que sea. Poniendo trampas, no te cortas. Robas, manipulas, mientes como un bellaco… A la menor de cambio, te haces el imbécil. ¡Qué hijo de puta! De imbécil, nada. Eres muy pero que muy competente. Funcionas a fuerza de corazonadas, impulsado por tu curiosidad gatuna. Por hacerle un favor a cualquier miserable, eres más que capaz de ocultar una prueba; eso sí, siempre con un sentimiento de culpa de lo más cristiano.

La satisfacción de acertar en mis cálculos se vio empañada por tales turbulencias al otro lado de la línea, que temí que me pusiera de vuelta y media.

─ ¡Vaya con la comisaria Montalbán! ─suspiró, en cambio, y añadió en voz alta─: he de admitir que CASI todos tus detalles cuadran; pero, como comprenderás, no estamos aquí para hacernos cumplidos. Volvamos al motivo de tu llamada o nos darán las tantas. ¿Has olvidado quién eres? Te echaré una mano. Es facilísimo: acaban de entregarme tu cuaderno. Te contaré todo esto por escrito; pero, como adelanto, a ojo de buen cubero, te diré que me ves como a un pariente por nuestra semejanza de apellidos. Te llamas Carmen Montalbán. Por lo que deduzco, también tú eres una persona honrada; defensora de los derechos humanos. Vives en Madrid. Con la literatura, te pasa lo que a mí con la comida: no puedes resistirte a lo que es bueno. Si una historia te atrapa, se te pone en marcha un mecanismo mental que, exteriormente, se traduce en un afán de tomar notas; e, interiormente, en unas ganas locas de entrar en acción. Eso es lo que haces: entras en la historia; cada libro es un CASO que, de 15 en 15 días, resuelves en tu blog, por afición. Ayer te tocaba “La forma del agua” (esa especie de viaje siciliano en que me consideras un caso a mí), pero pasaste el día eclipsada con tu admirado Camilleri y la noche aplastada por tus papeles. Según estas notas, “La forma del agua” es el recipiente que le presta forma al agua que contiene: tú. En una palabra: estás como una chota.

─Pero, ¿cómo lo haces para dar en el clavo? ─pregunté, atontada por la sorpresa, tras soltar un relincho de caballo.
─ Soy policía, ¿recuerdas?
─ ¿Entonces, qué? ¿Piensas detenerme?
─ ¿Has hecho algo peor que obligarme a pasar la noche en vela? Si quieres publicar tu entrada, hazlo. Vas un día retrasada: estás tardando. Aplícate pomada en la cabeza, y dirígete al público como una espectadora a quien el prestidigitador ha revelado el truco, pero no se te ocurra soltar el nombre del asesino ni los entresijos del caso; al menos, hasta que yo lo cierre, ¿me explico bien?
─Divinamente, pero el asesino es…
─Si lo dices, sé de alguien que le va a dar un empujoncito a la estantería que te queda en pie ─me avisó Montalbano, muy sinceramente.

… Es… Es… Es…

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