¡Vuela, pensamiento!, susurro cuando un fulminante rayo
celeste me derriba desde los relucientes
instrumentos. Estoy en el Concierto Conmemorativo del
bicentenario de los nacimientos de Verdi y de Wagner. Abro las alas pronto y me
dejo llevar por un tremendo remolino de motivos misteriosos. Los mechones de
una melodía infinita van formando madejas de muchos colores. Hay hilos que se
rompen; cordones que se trenzan… Ciertos sonidos, como olas, generan olas
nuevas que me arrastran adentro, entre repeticiones y sorpresas. ¿Estaré
condenada a vagar eternamente por este encrespado océano de notas?
“El holandés errante”, George Grie
Adivino
el patrón de las olas y me poso en la cresta. La música se hace visible, ¡bendito milagro! No necesito entender ni alemán ni italiano para hacerme una
idea de cada historia. Los coros y la orquesta sirven para lo mismo: entrelazar
sus voces y tejer ante mí la progresión de un drama imaginario. Unas voces
imitan a las otras, y la rueda que se pone en movimiento: me conduce, me
impulsa, me arrastra, me refrena…
La
travesía que trazaron los compositores lleva incluida su propia brújula. Veo
los enredos dramáticos en los enredos musicales. Las situaciones se vislumbran a
través de la orquesta. La partitura sabe de artes mágicas: de su chistera va saliendo piedad, tristeza, seducción… Es como si, en lugar de notas, el pentagrama
estuviese marcado con temas: el amor, el poder, la envidia, la venganza, el
peso de la conciencia. ¿La clave?: la
subjetividad… Wagner y Verdi la
pautaron para que incluso yo, que no sé de solfeo, imaginara sus obras. Bellísimos
contrastes mantienen mi atención. Insólitas escenas de alegría frente a tragedias
sobrecogedoras. Esto es puro delirio
emocional. Salvajes sueños de éxtasis. Si hay que ver una procesión de antorchas, arde
la música.
¿Serán mis nervios sobreexcitados
porque mi hijo está en el escenario? ¿O es por la introducción de Rubén? Sí,
quizás sea él, porque el cielo se ha abierto. En los distintos tonos, presiento
distintos planos. En una línea melódica entrecortada y anhelante, imagino un amor apasionado;
en los pizzicatos, agitadas emociones; en los motivos insistentes, propósitos
malvados… El suspiro del clarinete es
angustia de amor. Las cuerdas se estremecen cuando la dama llora...
El
espacio se llena de melodías sedosas que visten a los reyes de las piezas. El
metal que los corona aquí es más valioso que el oro. Y lo mismo se aplica –medida
por medida– a los harapos del pobre hombre y a la armadura del caballero. Según
sea el tejido musical que los cubre, voy intuyendo yo el carácter de los personajes. Ahora son deidades
guardianas; ahora, ministros del infierno. Oigo el aliento vencedor de los soldados en canciones que respiran gloria y
el conflicto interior de algún atormentado en pianísimos lamentos misteriosos. El esplendor de los ídolos egipcios hace que mis pendientes reluzcan. Para las heroínas, subidas en un trono, junto al sol, hay
un vestuario también idealizado que las empuja a un mundo de pasiones,
sacrificios y renuncias. Los coros se disfrazan con sus propias voces y con las
voces de los instrumentos. Al pasar la hoja, cambian de apariencia: ahora se me figuran comitivas nupciales; ahora, marineros escandalosos. La
orquesta los viste de muertos vivientes o de gitanos zapateando en un tablao. Es
el sonido el que los hace esclavos, trovadores, amorcillos que juegan a
distraernos o sacerdotes siniestros como tigres sedientos de sangre…
Será cosa del diablo o de las hadas, pero se arma ante
mí un colosal montaje
que me conduce a mundos legendarios. Las doradas
alas de la música me llevan a los Jardines colgantes de
Babilonia, a la Alemania Medieval, al París
de 1700 o al Egipto del Imperio Nuevo. Tan pronto me veo en la gran puerta de
Tebas como en las abruptas costas de Noruega. Bajo la oscura bóveda de un Templo egipcio o en la cubierta
de un barco fantasma que se abrió paso hasta mí como una mole sonora, agitando
sus mástiles negros bajo la tormentosa bóveda del cielo.
Un silencio expresivo me hace ver que todo ha
terminado. Me quedo un rato conmocionada, como fuera del mundo. Aunque tengo la garganta fría, intento gritar “¡Bravo!” y
me sumo a la cálida ovación del público.
Éxito de la Orquesta Iuventas y la Federación Coral de Madrid en el
Auditorio Nacional
El director me ha parecido, a la vez, flexible y
disciplinado. Supongo que ha debido de ser complicado combinar tantos grupos
corales. También a sus órdenes, la Orquesta Iuventas, me ha sonado dúctil y
sutil, preciosa.
–Di a ese niño tuyo que ha tenido un hermoso día de
reinado –se despiden mis amigas en la puerta.
Miro la luna blanca para recobrar la razón y la fuerza. ¿Y
si, en vez de parar un taxi, vuelvo en una carroza tirada por cisnes? Inspiro el dulce aire de la noche y me encuentro con Verdi,
el asteroide. Todavía quedan arpas por aquí, colgadas de las copas de los sauces.