domingo, 22 de marzo de 2009

“Del amor y otros demonios”, Gabriel García Márquez

Del amor y otros demonios empezó a germinarse el 26 de octubre de 1949, cuando vaciaron las criptas funerarias del antiguo convento de Santa Clara. Gabriel García Márquez, entonces reportero, quedó impresionado por la melena de veintidós metros de Sierva María de Todos los Ángeles, la niña enterrada en la tercera hornacina del altar mayor, y relacionó aquella cabellera con la de una marquesita de leyenda venerada por los pueblos del Caribe, que ─según le contó su abuela─ había muerto de rabia por el mordisco de un perro, hacía doscientos años.


El escritor, guionista y periodista colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, Magdalena, 1927), Premio Nobel de Literatura en 1982, es autor, entre otras muchas obras, de “Cien años de soledad”, “La hojarasca”, “Crónica de una muerte anunciada”, “El amor en los tiempos del cólera”, “El otoño del patriarca”, “Memoria de mis putas tristes”, y la bella autobiografía “Vivir para contarla”.
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LA RABIA DE LOS DEMONIOS, AMOR INCLUIDO


Del amor y otros demonios” irrumpió en los vericuetos de mi vida por segunda vez el segundo domingo de marzo, cuando recordé el lucero en la frente del perro cenizo de su primer párrafo. En su día, ya le hice un homenaje al inicio de esa obra en mi novela inédita “Ven a buscarme”, pues me atrajo con la bulla de un puerto negrero. Hoy, hechizada de nuevo ─con el lucero en la frente yo─, salté de la cama y me puse a buscarlo. Desbaraté todas las estanterías de la casa, de mimbre y de obra; desordené el escritorio; vacié los baúles; volqué las vitrinas; escarbé en la cómoda, y desgoberné el cajón de calcetines, el paragüero y las repisas, para ver si les hallaba el rastro a las letras extraviadas.

Había en mi premura un algo tan frenético como la carrera de ese pobre perro. Los libros que echaba al suelo salieron de estampida y yo caminé entre ellos como una posesa auténtica. Remontaba los afluentes de mi memoria oyendo campanadas enormes, un coro de locas, mojigangas de negros, algazaras de gallos, explosiones, ovaciones, chirimías, petardos, cascabeles… Música y pólvora en honor de una niña que cumplía doce años.

Lucifer es un bicho. Había vuelto invisible la novela para que yo no la viese, carajo. Al final, la encontré donde había estado siempre, en mi joyero; entre collares que apenas uso. Me colgué al cuello el de cuentas de coral y acaricié la cubierta. El Caribe estaba al otro lado. Cuando olfateé por dentro el papel tembloroso, las camelias, las guayabas, los jabones de olor de Bernarda y los bálsamos de Abrenuncio impregnaron el aire de mi cuarto.

Me tiré a la sombra del desfiladero de libros y busqué el principio; o, por mejor decirlo, el “antes de empezar”. Lo estoy mirando. Es una carta desde Cartagena de Indias en la que el autor explica en un tono realista el origen de esta historia mágica; un testimonio histórico que parece el preludio de un prodigio celestial. ¡Espíritu Santo! García Márquez sabe lo que hace. Es hombre de gran parsimonia y circunloquios que siempre vienen al caso. Da vueltas de un asunto a otro, como cuando una abuela relata minucias cotidianas, sólo que él hechiza atando cabos mágicos. En su obra todo tiene, al mismo tiempo, un aire nuevo y ancestral; verídico y fabuloso. Estas tres páginas previas son las tablas de la ley que regula los marcos ─mágico / realista─ de su novela; las pajaritas de papel que el autor lanza sobre mi cabeza para decirme que este rayo es suyo.

García Márquez me muerde antes que el perro; me contagia su inspiración abrumadora; me encadena a la fuerza irresistible de sus encadenaciones, y me empuja hacia sus linderos imaginarios, con las velas a reventar, rumbo a su protagonista.

Sierva María de Todos los Ángeles es una marquesita criolla que nació sietemesina un día como hoy de hace doce años. A cambio de que sobreviviera a su nacimiento, una esclava les prometió a sus santos que la niña no se cortaría el cabello hasta su noche de bodas. Fue ella, Dominga de Adviento, quien buscó la felicidad de esa criatura en el patio de los esclavos. Ahí es donde Sierva María ─que no tiene de blanca más que el color─ aprendió a beber sangre de gallo, a hablar en lenguas africanas, a mentir por vicio, a bailar con brío y a deslizarse entre los cristianos sin ser vista ni sentida.

Un día, muerta ya Dominga de Adviento, el perro de mi recorte muerde a Sierva María y yo empiezo a presentir que la alegría con que antes busqué el jolgorio de sus cumpleaños fue una ilusión instantánea. En el primer tercio del libro, a la vez que me pregunto si la niña contraerá la rabia o no, salen a flote, como cadáveres sin lastre, personajes más ponzoñosos que el perro. Las desgracias que se están incubando no las ha transmitido su saliva; las ha transmitido la superstición, el odio, el sarcasmo, palabras de más, pasos de menos… Al final, nos cagamos en todos los que se han cagado en nuestra vida.

La única rabia que incuba Sierva María se la contagia, en primer lugar, Bernarda Cabrera, su madre (que se negó a tenerla con ella por miedo a estrangularla y, un buen día, dijo “o ella o yo”) y, en segundo lugar, don Ygnacio de Alfaro y Dueñas, segundo marqués de Casalduero, que pasó por el aro. El marqués y su esposa se envilecen mutuamente con los insultos propios de la rabia. Si se muerden la lengua, se envenenan.

Bernarda contrajo la rabia a través de la mala baba de su padre. A ella no le importa el mordisco del perro; lo que le preocupa es que una enfermedad vergonzosa dañe la honra de la familia. Al marqués lo cazó para hacer el agosto de su vida; y lo consiguió, entre otras malas artes, concibiendo a Sierva María, a quien teme, sobre todo, desde que se convirtió en la poderosa María Mandinga.

Tampoco don Ygnacio cuidó de su hija hasta que la mordió el perro; entonces sí se atrevió a hacer de padre, sólo que la niña ya se sentía huérfana. Hasta entonces, llevaba doce años salpicándola con la rabia del abandono, contraída por él cuando su padre, el primer marqués, lo desterró en sus haciendas. Cogido por todos los miedos imaginables, don Ygnacio nunca más tuvo el coraje de contrariar a su padre. Ni a Dios. Ni a nadie. En su casa se hace lo que él obedece.

El único personaje de esta primera parte “médica” que se atreve a proclamar que la niña no va a convertirse en perro es Abrenuncio. Para él, no hay medicina que cure lo que no cura la felicidad; así que es felicidad lo único que le receta a Sierva María. Sin embargo, su criterio no le basta al celo recién adquirido del padre de la niña que, tras someterla al sangrante criterio de otros curanderos, la oye gritar de dolor y, mordido por un miedo más ─el de perderla─, quebranta su inquebrantable decisión de cuidarla hasta el fin y la entrega a la iglesia para que la exorcicen, aun a sabiendas de que matarla hubiera sido más cristiano.

Hasta este momento, me ha tenido en vilo el mal de rabia; ahora, el enemigo es el diablo. Sierva María ya no rodará por los suelos por culpa de los médicos ineptos; ahora, lo que le abrirá sus heridas selladas será el potro del Santo Oficio. Presiento el paralelismo. De la misma manera que había venenos en las medicinas de la parte “médica”, veré demonios en la Iglesia. El demonio de la nostalgia de un obispo desilusionado contra el demonio de la intolerancia de una abadesa en pie de guerra, por ejemplo.

Y, al igual que un médico valiente negó que hubiera síntomas de rabia, un sacerdote, Cayetano Delaura, negará que los cerdos hablen y que las gallinas crucen el mar volando. Nada más útil que una duda a tiempo. Si no le tocas el cabello o tratas de arrebatarle sus collares sagrados, Sierva María no te echa ráfagas de escupitajos. Lo que hay que hacer con esa niña es someterla de buenos modos; con susurros de buen pastor y sonetos de Garcilaso…
Lo malo es que la niña está floreciendo, y eso atrae al demonio más terrible de todos, el amor. Hasta el exorcista acaba poseído y perdiendo las alas del Espíritu Santo. Ahora será contra él contra quien blandirán los crucifijos.

Yo también me enamoro del buen hacer de García Márquez. Cierro el libro más deslumbrada que atónita; convaleciente de esta enfermedad de incubación lenta que es la buena literatura. Soy una tragadora de fuego que termina quemándose la boca. ¿Que cómo acaba la historia? Me da miedo contarla. Lo único que puedo adelantar, para gobierno de quien aún no la haya leído, es que el pelo sigue creciendo. Para una niña, para un amor, para una penitencia o una promesa, ésta es una palabra demasiado grande como para que no sea la última: crecer.

miércoles, 4 de marzo de 2009

“La lluvia amarilla”, Julio Llamazares

La lluvia amarilla” (1988) narra la historia de Andrés ─de Casa Sosas─, el último habitante de Ainielle, un pueblo abandonado del Pirineo aragonés. El protagonista habla ─en un monólogo─ de quienes abandonaron el pueblo o murieron; convive con los muertos hasta que descubre que él mismo es uno de ellos; hace balance de su vida y de los desvaríos de su mente en esa soledad tan difícil de asumir, y espera a que lleguen a enterrarle los hombres del pueblo de al lado.


En esta novela breve, Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955), consigue un clima lírico a través de una red de impresionistas y complejas metáforas que entrelazan al hombre y al paisaje. Llamazares es autor, además, de dos obras poéticas –“La lentitud de los bueyes” y “Memoria de la nieve”─, y de novelas como “Luna de Lobos”, “Escenas de cine mudo” y “El cielo de Madrid”. También ha escrito ensayo, libros de relatos, de viajes, artículos de prensa y guiones cinematográficos.
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LA LLUVIA AMARILLA” Y SU PODER DE OCULTACIÓN


Hoy cortarán la luz y arreglarán la avería eléctrica de Casa Montalbán. Con el apagón, comenzará a anochecer. Cansada de dar vueltas en la cama, buscaré algo que leer con la linterna. Después de todos estos años, me reencontraré con “La lluvia amarilla”, que ─por aquello de la muerte y la metáfora─ me recuerda a una de las obras literarias que más admiro, “Pedro Páramo”.

Hoy, en vez de a Comala (en su páramo ardiente), voy a viajar a Ainielle (colgado en un barranco, entre la bruma). En vez de recibir alguna bofetada de calor, sufriré el agarrón de la mano invisible de la nieve.

La muerte de la que habla Llamazares apenas ha empezado ─aquí─ a extenderse; eso sí, va avanzando. Se mueve. La lluvia cae aún. Hablamos de una muerte en plena lucha por disolver las cosas; una muerte con cuerpo todavía; con olor a moho y sabor a podrido y a veneno. En “La lluvia amarilla” hay corrupción, hay lepra, hay humedad, hay musgo y hay carcoma; hay madreselva, ortigas, maderas que se pudren, vigas que van al suelo y se disuelven bajo los cielos líquidos. Julio Llamazares sabe algo de eso. Nació en un pueblo hoy desaparecido bajo las aguas del embalse de Porma… Si no me engaña la memoria (aunque para eso esté, para engañar), la muerte de la que habla Llamazares es más orgánica que la de Rulfo, en la que los fantasmas ya están establecidos en el pueblo y es el vivo ─quizá─ quien se aparece…

Recordando a “mi genio” mexicano, frotaré la lámpara del leonés ─otra envidia de libro─. Será tal mi atracción, que no podré pensar en acostarme mientras no lo relea. Sí, seguramente así será como me vea, de pronto ─en medio de la noche y del silencio─, sobre los montes del Pirineo de Huesca, rumbo a Ainielle.

Con esta sensación tan turbadora de paz y de peligro, y sin saber adónde acabaré, buscaré las ruinas del pueblo contra el poniente, a la luz de esta misma linterna. Penetraré en los dominios del olvido corriendo, por sorpresa. En este gran silencio, incluso mis pisadas inspirarán miedo. Con el aliento helado, iré hasta donde grita la lechuza, dejándome llevar a las sombras espesas. Habré de ir bien armada por estas soledades. El libro con que viajo será mi arma y mi mapa para no perderme, cada poco, en este tortuoso despeñadero.

Aquí, aunque no lo vea ─entre zarzas, ortigas, y maleza─, debe de estar el pueblo. La hojarasca de los chopos habrá borrado ya hasta su última huella, pero yo desenterraré sus calles, aunque me vea obligada a apartar hoja a hoja ─del libro y del otoño─ con la varilla rota del paraguas. Al fin, entre las vigas y las tejas derrumbadas de otras casas, daré con Casa Sosas ─la única habitada─ y hallaré la presencia o la sombra de presencia de su único habitante vivo. O Quizá no; quizá incluso a él lo encuentre sepultado por las hojas... por las páginas.

Porque los chopos, al desnudarse, no sólo colorean y desdibujan el paisaje con este desamparo amarillento, también descargan lastre en nuestro corazón; lo cubren de recuerdos y lo pudren. La hojarasca del pecho es una aguada de melancolía; una capa de olvido que convierte en oro todo lo que toca. La cal de las paredes, los calendarios, los bordes de las cartas, los tejados, las fotografías… todo adquiere matices de oro viejo. Al fin, hasta la nieve amarillea. Y los ojos que la miran.

El día que yo aparezca en su pueblo fantasma, Andrés ─de casa Sosas─ ya habrá clavado en mí sus ojos amarillos. O habrá oído mis pisadas sigilosas. La sola idea de presentirlo, espiándome por la espalda, ya me aterra. Pero, cuando me encuentre con su hálito irreal y su escopeta, sabré que él también tiene miedo de mí, de la sangre en la nieve y de sí mismo. ¿Qué hará cuando me vea?

Por ahí dicen que está loco, pero es sólo un solitario cazador de perros viejos. Desde que su mujer ahogó las penas con la soga, él ha estado aquí, solo; desesperadamente solo con el viento de Francia y su rastro de pájaros muertos. Solo con esa perra sin nombre y ese fuego que ya no compartirá con nadie… salvo con los fantasmas que se empeñen… y conmigo, si me deja.

Primero, habrá de permitir que encuentre su escondite. Habré venido a eso. Para que piense, para que hable, para que viva, para que ocupe el día, y coma, y duerma… Habré venido, sobre todo, para que no se vuelva loco antes de tiempo. Así pues, saltaré las cerraduras y tiraré las puertas que hagan falta. Irrumpiré en cocinas habitadas por muertos. Registraré portales, esquinas, tapias; y, después, si me atrevo, estrellaré la luz de mi linterna contra todos los rincones de sus piezas, de sus cuartos. Hasta que nos tengamos frente a frente.

De repente, asustado y hosco, se quedará mirándome. No acabará de creer que me esté viendo. Aquí, la intrusa del libro; acá, el último perro guardián de Ainielle. Después de tantos años enterrado en su pueblo, una visita. Durante algunas páginas, se resistirá a mi compañía; pero, cuando se sobreponga a la sorpresa, acabará aceptándome al arrimo de su lumbre y, al fin, contra la amanecida, echará a rodar recuerdos como espinos.
Me hablará de las personas que ha perdido y de los fantasmas que empieza a recobrar. Recordando lejanas primaveras, le oiré contar del tedio de esta casa cuando cerraron todas las demás. De sus viejos vecinos, desertores. De su primera noche sin Sabina, ya totalmente solo, cuando incluso hasta el viento se marchó, barranco abajo. Del jabalí desangrado. De la perra. De la soga de esparto en su cintura. De esas sombras tiradas como trapos. De todos los recuerdos que uno entierra. De los cuerpos que arrastra por la nieve. De retratos que quema y de hogueras que arden bajo tierra. Me hablará ─se hablará─ de esa respiración ─¿o es, acaso, la mía la que suena?─; del aullido del río; de los perros ahogados; del miedo a la locura; del otoño infinito; del momento en que el tiempo comienza a discurrir en sentido contrario; de los bancos de niebla del recuerdo…

Habré venido a que me enseñe sus secretos y a que me hable de las cosas que convierten el alma en un abismo. Si le engaña la memoria, nos engañará a los dos. Él ya ha tenido bastantes víboras; bastantes agonías reventadas a tiros. Ahora, al menos, tendrá a quien pedir ayuda. Si ha de morir, que muera acompañado. Él, que me grite “¡Dadme agua y matadme!”, que yo ya veré lo que hago. ¿O es mi voz la que suena?

Y si, por un casual, me lo encuentro ya muerto ─ojalá que sea un muerto dormido─, él no será el primero y el último en saberlo. Alumbraré las cuencas amarillas de sus ojos; cerraré sus párpados; velaré su cuerpo, y lo arrastraré luego al cementerio, con su soga al cinto. Le daré sepultura en la fosa que él mismo ha cavado. Le cubriré de tierra y de hojas secas, y lo dejaré al lado de Sabina y otras almas sin dueño.


Cuando todo termine ─mi libro, él y Ainielle─, será noche cerrada. Todo a mi alrededor, en el otro mundo. ¿Seré yo una excepción? Jadeante y nerviosa, apretaré el paso, saldré al camino y les contaré la noticia a las piedras. Hay que hacerlo. Luego, la noche quedará para quien es y yo volveré a casa Montalbán, con mi historia. Sí, seguramente, será así. Desandando el camino, ya no me hará falta ni la linterna, pues este libro alumbra con el brillo y la rabia de un relámpago.