viernes, 21 de noviembre de 2008

La fotografía de José Manuel Soto

Hoy no voy a leer un libro ni una revista, hoy voy a leer un blog; el blog de José Manuel Soto.
José Manuel Soto Yánez es un aficionado a la fotografía desde hace tantos años, que creo que ya respira por los ojos.

Tiene oficio. Se identifica con los artesanos que, simplemente, hacen; construyen cosas. Aún conserva su antiguo laboratorio de revelado y su vieja cámara de carrete entre modernas cámaras digitales.



Experto en el mimetismo de lo simple y de lo bello, José Manuel Soto hace visible lo que es casi invisible… quizás porque a él tampoco le gusta figurar.











Para él, hasta los rayos de luz tienen sombra; y la sabe captar, de la misma manera en que capta la luz de la noche.

































No sólo capta imágenes. Nos atrapa en ellas. Es como si su cámara viajase más allá de lo inmediato y no se impresionase con la luz, sino con pensamientos y emociones.


Sabe muy bien lo que es la memoria viva de los lugares muertos. Las calles de este pueblo (Granadilla), abandonado desde la construcción de un embalse, me recuerdan al México de Juan Rulfo.














José Manuel Soto mira lo que hay y encuentra la sombra de lo que falta.____________________________
Fuera de estas imágenes, obtenidas de su blog, me permito ilustrar estos recortes con dos fotografías que el autor me tomó a mí hace años.


martes, 11 de noviembre de 2008

“Consideraciones psicoanalíticas sobre el universo cinematográfico de Pedro Almodóvar”, Magdalena Calvo Sánchez-Sierra

Magdalena Calvo analiza en este artículo ─publicado en el Nº 51 de la Revista de Psicoanálisis de la Asociación Psicoanalítica de Madrid, (APM)─ los orígenes del director de cine español Pedro Almodóvar; las influencias que el mundo femenino y el masculino ejercieron en su infancia, y el reflejo de estas vivencias en su cine.



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LOS DUELOS DE ALMODÓVAR

En la película “Volver” (2006), las mujeres pasan las horas muertas arreglando tumbas. Las flores se van mustiando y, con ellas, mueren también los cuerpos. Los espíritus se evaporan; son arrastrados por ese viento que desquicia a la gente y hace que la vida se vaya volando.

Siempre he recordado esa falta de dramatismo en los rituales que se organizan alrededor de la muerte. Y es ahí donde he querido volver en mi madurez”, comenta Almodóvar.

Aunque también los hombres velan a sus muertos, ellos están excluidos de su horizonte cinematográfico. Ayer, una pata de jamón les golpeó en la nuca ("Qué he hecho yo para merecer esto”, 1984); hoy, les atraviesa un cuchillo de cocina y son albergados en un frigorífico ("Volver").


En la infancia de Almodóvar circulaba por el pueblo el rumor de que el abuelo ─muerto por accidente─ esperaba que sus promesas fueran cumplidas por otro. Esto nos recuerda la hipótesis freudiana de que los estados de duelo son caminos para afrontar el dolor ante las pérdidas. En los duelos que no pueden llevarse adelante, la persona queda enlazada al objeto perdido que, en estos casos, no permanece ni vivo ni muerto.

Si algo quieres de la muerte, pregúntale”, nos propone Almodóvar (“Hable con ella”, 2001). La muerte puede adoptar el cuerpo de una joven en coma o ser la presencia siniestra de una madre que falleció, pero que sigue ─como un “mortífero objeto vital”─ albergada en el hijo. El trabajo del duelo en el protagonista no se ha realizado; Benigno sigue enlazado a su madre y sólo puede vincularse a mujeres en coma: muertas vivas.

En “La ley del deseo” (1986), una psicóloga, imparte un curso a los médicos para enseñarles a comunicar a los familiares la muerte cerebral de un ser querido. Otra versión del mismo drama (aprender a comunicar una pérdida) aparece en “Todo sobre mi madre” (1999).

No podía aceptar la muerte”, dice Almodóvar; “sólo la comprendería si la hacía formar parte de la vida”.

Almodóvar inicia la articulación de la muerte y el sexo en “Matador” (1985) y en “La ley del deseo” (1986). Eros y Tánatos.

No es casual que la muerte palpite en su obra, ya que ─gracias a su creatividad─ se mantuvo como un náufrago sobre los restos de los movimientos de los 80. Por ello, elogia el kitsch, el cómic-strypes, la tragedia, el melodrama, las drogas, lo siniestro y lo marginal. Todo ello aderezado con la evocación de la muerte y el esperpento.

Su filmografía habla de conflictos e identificaciones… En “Volver” pesa un secreto. Paula, hija de un incesto, nos remite a un conflicto que viene de atrás (Haydée Faimberg, 1988). La madre de Paula mete en el frigorífico a su marido asesinado ─que abusó de su hija como abusaron de ella─. Así, el conflicto hiberna.

Los otros en nosotros invaden la vida, como parásitos. Son los fantasmas de identificación inconsciente (A. Mijolla, 1986) por los que una persona se hace depositaria de historias traumáticas de sus antepasados (asesinatos, incestos…). Son los duelos encriptados de N. Abraham y M. Torok (1978). Estas prehistorias familiares se mantienen reprimidas y distorsionadas por el paso del tiempo.

Almodóvar habla de lo propio centrado en las emociones. Las tragedias míticas, los amores desesperados, las pasiones desbocadas, la ternura y la abnegación son temas que desea exponer reiteradamente.

Emigró a Madrid con 16 años. Su procedencia social condiciona su estilo. Su temática está relacionada con los movimientos sociales, con los flujos migratorios del campo a la ciudad y con la pérdida de raíces.

En sus últimas épocas, Almodóvar traspasa el umbral de los patios manchegos, donde reinan las mujeres y discurre lo cotidiano. Es una metáfora del universo femenino. “Hable con ella” se adentra en una gigantesca vagina y nos sitúa, como espectadores, en una dimensión idealizada del objeto materno. Nuevamente, hablamos de la compleja elaboración de los duelos, cuando el deseo es regresar al origen, al Nirvana.

En el artículo de Magdalena Calvo vemos que el niño Pedro construye su imaginario dentro del universo femenino de los patios de su pueblo, mientras las mujeres cosen y cantan. Luego, vemos al niño recién emigrado y a la familia empezando de nuevo; primero, en Orellana la Vieja; después, en Cáceres. Es ahí, a sus ocho años, donde el futuro cineasta ve “Los diez mandamientos” y descubre el placer del cine.

Su pasado azaroso le impulsa a hablar con acidez y ternura de los desterrados: prostitutas, travestidos, pederastas, madres de asesinos, psiquiatras trastornados, mujeres al borde de un ataque de nervios…

Almodóvar se crió entre mujeres. Su madre lo llevaba de patio en patio, leyendo y escribiendo las cartas de un colectivo analfabeto. Lo femenino era, para él, vital y barroco; un mundo cuajado de narraciones, lamentos, dramas ocultos. Tal vez por eso crea historias sobre mujeres rotundas que se parten el pecho para salir adelante. Y sobre mujeres idealizadas, redentoras y humilladas, trazadas con una maldad pueril: sor Rata de Callejón, sor Perdida, sor Estiércol…

Más complejo parece haber sido para el director el mundo masculino. Don Antonio el arriero, su padre, condenado a viajar por su oficio ambulante, pasaba poco tiempo en casa.

Es evidente que mis películas con hombres son implacables con los personajes. /…/ Un psicoanalista debería decir a qué responde esto

Para Freud, los destinos de nuestra existencia quedan determinados de forma variable por el azar de las constelaciones maternas y paternas.

Entre los 40 y los 50, uno se detiene, mira adelante y hacia atrás. El resultado de ambas miradas son mis dos últimas películas, “La mala educación” y “Volver”. En las dos evoco mi infancia”.

Durante diez años, al autor le obsesionó el guión de “La mala educación” (2003). Fueron años de sufrimiento creativo, en los que trató de expresar vivencias del colegio, soledad, desarraigo...

Según Freud, la naturaleza otorga al artista la facultad de expresar sus más secretos sentimientos, ignorados incluso por él mismo. Pero las impresiones del creador han de pasar por profundas transformaciones para aportar algo artístico. Así, Almodóvar, tras un inicio más disperso, articula sus recuerdos y su forma de expresar la alegría y el dolor. Sus procesos creativos se encadenan y expanden; forman un estilo propio. Porque volver sobre lo mismo no es el retorno del inconsciente a un principio de inercia, sino el intento de resolver un enigma.


Recorte del artículo de Magdalena Calvo Sánchez-Sierra (2007) Consideraciones psicoanalíticas sobre el universo cinematográfico de Pedro Almodóvar”, en Revista de psicoanálisis de la APM, Nº. 51

jueves, 6 de noviembre de 2008

“Industrias y andanzas de Alfanhuí”, Rafael Sánchez Ferlosio

Industrias y andanzas de Alfanhuí” (1951) es la primera novela de Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927).

Puede ser considerada como un último ejemplo de la novela picaresca española o como el primer relato español del realismo mágico; un realismo mágico previo a Macondo.
Cuenta la historia de un niño expulsado de la escuela por escribir en un alfabeto raro. Ese niño, Alfanhuí, construirá su propia realidad a través de sus fantásticas andanzas y de su punto de vista particular y óptico.

Rafael Sánchez Ferlosio es uno de los miembros más destacados de la narrativa española de la Generación del 50. Su obra más conocida es “El Jarama” (1955). Es autor, asimismo, de “Las semanas en el jardín” y “El testimonio de Yarfoz”.
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LOS COLORES DE ALFANHUÍ



Leo las primeras frases de “Industrias y andanzas de Alfanhuí” en algún despertar inesperado. Es como un cuento de hadas; pero, eso sí, con sabor castellano. Oigo la voz del autor por encima del chisporroteo de las llamas. Si calla la lumbre, callará él; conque a atizar la hoguera. Remuevo los maderos de las llamas alegres. Las sombras crecen, bailan y se cruzan. El humo escuece un poco. Hago unos cuanto guiños. Parpadeo. Se me ponen brillantes las pupilas, y el mundo me entra, limpio, a través de ellas.

Pronto, veo el otro lado.

Mi habitación se agranda. Antes de darme cuenta, he atado mi merienda a la punta de un palo y ando con Alfanhuí por los caminos, pisando ya el mismísimo horizonte. En este caso puedo, porque es un libro mágico. Aquí, las fantasías no son tan fantasiosas.

Sánchez Ferlosio publicó "Alfanhuí" cuando tenía tan solo veinticinco años. Yo creo que lo escribió en algún desgarrón de su camisa; tal vez por eso, su voz me suena a música de ríos y bosques olvidados.

Al-fan-huí. Al-fan-huí. Al-fan-huí.

Cuando los pájaros gritan el nombre del protagonista, la soledad se escucha entre los árboles. ¿O es, acaso, la lluvia lo que suena?

Como dijo el joven Rafael, “lo que ocurrió bajo la lluvia sólo bajo la lluvia puede ser contado”, así que me preparo para el remojón… que llega. Una lluvia de prosa poética, precisa, generosa, se pone a flagelar esta hoja de papel. Las letras se destiñen. Por la página baja un zumillo de herrumbre verdinegra. ¿Es la tinta, quizás? Puede ser. Alfanhuí es industrioso, sabe hacer tinta negra de polvo de lagarto y escribir en un alfabeto raro.

Alfanhuí es un niño en edad todavía de llorar con la cara envuelta en la cortina; pero, andando, andando, crece. Es todo un caminante. Si me marcho con él, las carnes me germinan, duermo junto a las camas de las liebres, veo amanecer en el campo nevado, y atravieso los ríos flotando sobre el agua, como los zapateros. Si me descuido un poco, llego al mar. No me vendrían nada mal unas botas; pero, quita, quita: de limosna, no hay zarandajas de ésas.

En esta historia, todo es itinerante, poético, episódico. Creo que es el mejor libro que se ha escrito, en conjunto, sobre lámparas, luces y pigmentos. Si quiero convertirme en alquimista del matiz, éste es el manual que necesito. En unas pocas páginas, ya doro picaportes, monto relojes de arena azul, tiño visillos…

Alfanhuí es un experto. Ve proyectarse colores en la película translúcida de sus párpados, con los ojos cerrados. Conoce hasta los tonos primitivos. Y los de las visiones, por lejanas que sean. Habla del cromatismo de los nombres de los ríos de China. Responde de colores en polvo (como el de las nevadas invisibles); de colores líquidos (el vino de Burdeos y el aguasol), y de colores que se han secado, a salpicones de lluvia, en los cristales.

Porque Alfanhuí no hace el gazpacho para mezclar tomates, pan, melón, pimientos rojos, pimientos verdes, pepinos y cebollas, sino para mezclar tonalidades; por eso le sale bueno. Con un maestro así, aprendo pronto a conocer cada cosa por su brillo y a interpretar ese mudarse bailarín de los guiños de la luna nueva. Entorno los ojos y veo que, en efecto, las luces amarillas de mi cuarto son como la vergüenza de los lagartos muertos.

A la mitad de la obra, ya sé que el hastío es un tedio pálido y el mundo una vistosa función de circo. He aprendido que los colores de los gecos ─las salamanquesas─ están debajo de la capa de polvo que se les ha pegado en los desvanes. Conozco el color hondo de los espejos de las casas abandonadas, y lo mismo te tiño un castaño con zumo de naranja y pétalos de flores, que hago que se te corra el esmalte de la careta, en los carnavales que vienen malos.

Alfanhuí me ha enseñado el picante colorido de la ira que nos ciega. Juntos, hemos ordeñado raíces y hemos llenado frascos con agua que se ve en la oscuridad. Gracias a sus industrias, conozco el reino de lo blanco, donde mueren los hombres y se juntan los colores de las cosas. Gracias a sus industrias, distingo el negro del luto de las viejas de Guadalajara ─hermanas de las sartenes─ del negro de las orillas de los ríos, hecho con sombras de nubes olvidadas. Entre el gris “pelo-de-rata” y el ceniza aceitoso de las habitaciones cerradas media un abismo. No es igual el gris incienso del brasero de picón que el gris de las bayetas. Tampoco se parecen en absoluto el gris acero del cielo en los días sesgados y el gris de una grulla dormida sobre un pie.

Alfanhuí ha conseguido la sangre del ocaso, por eso sabe ─sabemos─ que el rojo del poniente es distinto del rojo del bosque rojo. Una cosa es el vaho de luces que se eleva sobre el cielo de Madrid, y otras dos, diferentes, el esplendoroso escarlata de los coches de bomberos y el toque lombarda del Paseo de los melancólicos, como de escoria de ferrocarril.

También conoce Alfanhuí ─conocemos─ todos los verdes: de lluvia y de cuando no llueve; de luz, de sol y de luna… Conoce ─conocemos─ el verde guardia civil de las botellas, el verde oro del agua y el verde fuego que cobran los árboles a la luz de la hoguera…

Aquí dan luz hasta las piedras, siempre que tengan vetas de color. Les pones la torcida, y encender.

Al cabo de siete días y siete noches entre candiles mágicos, termino el libro. Es una novela breve, pero yo quería que no acabase nunca. Por eso, antes de cerrarla, echo una cabezada, agarrada al gato. Amanezco hecha jirones.

─Amiga, me voy ya ─se despide Alfanhuí─. Despierta. Arréglate. Se te sale el relleno.

Lo miro a distraídas, sin intención de decir adiós. No quiero que se vaya porque soy como él: ladronzuela de historias de chimenea. Pero Alfanhuí se pierde con el duende de los rescoldos. La última llama de mi hoguera me mira con su cara, color de luna.

Con la chimenea, se apaga la luz de las tierras antiguas. Sólo queda un eco. Mi habitación vuelve a ser mi habitación. Conozco el rechinar de mis vigas. Aquí está mi cabra Estampa, atada al picaporte de mi cuarto de baño; aquí, mi criada disecada, el ladrón que sabe doblar silbidos, mi silla enferma, y toda esa gente de cara borrosa, porque se lava con agua turbia… He regresado.


Dejo el libro en la silla de cerezo, me levanto, y abro la ventana. Había tanto color en esta historia, que mis manos quedan fosforescentes. Las páginas, al viento, se desperezan; es lo único en el mundo que se agita. Mi casa respira un aire de rosas blancas. La música viene del libro; de esa flauta que hace melodías con silencios en las grandes tormentas.